Hay muchos modos de unir a un hombre y una mujer, pero, no siendo esto inventario ni vademécum de casamentero, queden registrados sólo dos, y el primero es que estén ella y él uno cerca del otro, ni sé de ti ni te conozco, en un auto de fe, por la banda de fuera, viendo pasar los penitentes, y de repente se vuelve la mujer al hombre y pregunta, Cuál es su gracia, no fue inspiración divina, no preguntó por su voluntad propia, fue orden mental que le vino de su propia madre, la que iba en la procesión, la que tenía visiones y revelaciones, y si, como dice el Santo Oficio, las fingía, no fingió éstas, no, que bien vio y se le reveló que este soldado manco habría de ser el hombre de su hija, y así los juntó. Otro modo es que estén él y ella lejos el uno del otro, ni sé de ti ni te conozco, cada cual en su corte, él en Lisboa, ella en Viena, él diecinueve años, ella veinticinco, y los casan por poderes unos embajadores, se vieron primero los novios en retratos favorecidos, él buena figura y morenillo, ella rolliza y blancaustríaca, y tanto daba si se gustaban o no, nacieron para casarse así y no de otra manera, pero él va a desbravarse bien, no ella, pobrecilla, que es mujer honesta, incapaz de alzar los ojos hacia otro hombre, que lo que en sueños pasa no cuenta.
En la guerra de Juan perdió la mano Baltasar, en la guerra de la Inquisición perdió Blimunda a su madre, ni Juan ganó, que hechas las paces quedamos como antes, ni ganó la Inquisición, que por cada bruja muerta nacen diez sin contar los machos, que tampoco son raros. Cada cual tiene su contabilidad, su razón y su diario, se escrituran los muertos a un lado de la página, se anotan los vivos al otro, también hay modos diferentes de pagar y cobrar el impuesto, con el dinero de la sangre y con la sangre del dinero, pero hay quien prefiere la oración, y éste es el caso de la reina, devota paridora que vino al mundo sólo para eso, y así dará seis hijos, pero las preces se cuentan por millones, ahora va a la casa del noviciado de la Compañía de Jesús, ahora a la parroquial de San Pablo, ahora hace la novena a San Francisco Javier, ahora visita la imagen de Nuestra Señora de las Necesidades, y ahora va al convento de San Bento dos Loios, y va a la iglesia parroquial de la Encarnación, y va al convento de la Concepción de Marvila, y va al convento de San Benito de la Salud, y va a visitar la imagen de Nuestra Señora de la Luz, y va a la iglesia del Cuerpo Santo, y va a la iglesia de Nuestra Señora de la Gracia, y a la iglesia de San Roque, y a la iglesia de la Santísima Trinidad, y al real convento de la Madre de Dios, y visita la imagen de Nuestra Señora del Recuerdo, y va a la iglesia de San Pedro de Alcántara, y a la iglesia de Nuestra Señora de Loreto, y al convento del Buen Suceso, y cuando sale del palacio para ir a sus devociones, toca el tambor y suena el pífano, no ella, claro está, qué idea, una reina tamborileando y soplando, forman los alabarderos, y si están las calles sucias como siempre están, por más avisos y decretos para que las manden limpiar, van ante la reina dos ganapanes con unas tablas largas a cuestas, sale ella del coche y ellos colocan las tablas en el suelo, parece un juego, la reina sobre tablas, los ganapanes llevándolas de atrás a delante, ella siempre en lo limpio, ellos siempre en la inmundicia, parece la reina nuestra señora Nuestro Señor Jesucristo cuando caminó sobre las aguas, y de esta milagrosa manera va al convento de las Trinitarias, y al convento de las Bernardas, y al del Santísimo Corazón, y al de San Alberto, y a la iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, a ver si las hace, y a la iglesia de Santa Catalina, y al convento de los Paulistas, y al de la Buena Hora de los agustinos descalzos, y al de Nuestra Señora del Monte Carmelo, y a la iglesia de Nuestra Señora de los Mártires, que mártires somos todos, y al convento de Santa Juana Princesa, y al convento del Salvador, y al convento de las Mónicas, que fueron las tales, y al real convento del Desagravio, y al convento de las Comendadoras, pero adonde no se atreve a ir, bien lo sabemos nosotros, es al convento de Odivelas, todos adivinan por qué, es una triste y engañada reina que sólo de rezar no se desengaña, todos los días y todas las horas de ellos, unas veces con motivo, otras sin certeza de tenerlo, por el marido lujurioso, por los parientes tan lejanos, por la tierra que no es la suya, e hijos sólo por mitad, o aún menos, como jura el infante Don Pedro en el cielo, por el imperio portugués, por la peste que amenaza, por la guerra que acabó, por otra que empieza, por las infantas cuñadas, por los cuñados infantes, por Don Francisco también, y a Jesús María José, por las angustias de la carne, por el placer entrevisto, adivinado entre piernas, por la difícil salvación, por el infierno que ansía tenerla, por el horror de ser reina, por el dolor de ser mujer, por las dos penas juntas, por esta vida que se va, por esa muerte que viene.
Doña María Ana tiene ahora otros y más urgentes motivos para rezar. Anda el rey con achaques, sufre de flatos súbitos, debilidad que le sabemos antigua, pero agravada ahora, le duran los desmayos más que un vulgar vahído, ved ahí una excelente lección de humildad, tan gran rey sin dar acuerdo de sí, de qué le sirve ser señor de India, África y Brasil, no somos nada en este mundo, y cuanto tenemos acá se queda. Por costumbre y cautela le acuden en seguida con la extremaunción, no puede su majestad morir inconfeso como un vulgar soldado en el campo de batalla, allá donde no llegan capellanes ni quieren llegar, pero a veces ocurren dificultades, como estar en Setúbal viendo los toros desde la ventana y sobrevenirle sin aviso un desmayo profundo, acude el médico que le toma el pulso, y busca al sangrador, viene el confesor con los óleos, pero nadie sabe qué pecados habrá cometido Don Juan V desde la última vez que se confesó, que fue ayer, cuántos malos pensamientos y acciones malas se pueden tener y cometer en veinticuatro horas, aparte de la impropiedad de la situación de estar muriendo toros en la plaza mientras el rey, con los ojos en blanco, no se sabe si muere o no, y si muere no será de herida, como las que van desgarrando a los animales abajo, que aun así de vez en cuando pueden vengarse del enemigo, como ahora mismo aconteció con Don Henrique de Almeida, que fue por los aires con el caballo y se lo llevan con dos costillas rotas. Al fin el rey abrió los ojos, escapó, sale de ésta, pero queda con las piernas flojas, las manos trémulas, el rostro lívido, no parece aquel galán que revuelca monjas con un gesto, y quien dice monjas, dice las que no lo son, que aún el año pasado tuvo una francesa un hijo de su labra, si ahora lo viesen las amantes reclusas y las libertas, no reconocerían en este mustio y apagado hombrecillo al real e infatigable cubridor. Va Don Juan V hacia Azeitão, a ver si con medicinas y buenos aires se cura de esta melancolía, que así llaman los médicos a su dolencia, probablemente lo que tiene su majestad son los humores averiados, y de ello suelen resultar embarazos de tripa, flatulencias, obstrucciones de bilis, todo ello achaques segundos de la atrábilis, que ésa, sí, es la enfermedad del rey, y no sufrimiento de las partes pudendas, pese a sus excesos amatorios y a algunos riesgos de gálico, caso en que le aplicarían zumo de consuelda, remedio soberano para llagas de boca y de las encías, de los testículos y adyacencias superiores.