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Doña María Ana se quedó en Lisboa rezando y luego fue a seguir sus rezos en Belem. Dicen que va disgustada por no querer Don Juan V confiarle el gobierno del reino, realmente no está bien que desconfíe así el marido de la mujer, son resistencias de ocasión, más adelante ya será regente la reina mientras el rey acaba de curarse en aquellos felices campos de Azeitão, teniendo para asistirlo a los frailes de la Arrábida, y el murmullo de las olas es el mismo, el mismo el color del mar, el olor del mar con el mismo sortilegio, y el bosque huele como antes, así queda el infante Don Francisco solo en Lisboa, haciendo corte, y empieza ya a urdir la trama y la tela, echando cuentas con la muerte del hermano y con su propia vida, Si de esta melancolía, que tan gravemente atormenta a su majestad, no hubiera remedio, y quisiera Dios que tan pronto acabe su vida terrenal para más pronto iniciar la eterna, podría yo, como hermano que le sigue, y por tanto su más próximo familiar, cuñado de su majestad y muy dedicado servidor de vuestra belleza y virtud, podría, oso decir, subir al trono y, de camino a vuestro lecho, casándonos en buena y canónica forma que por méritos de hombre puedo garantizar que no soy menos que mi hermano, Vaya, qué conversación tan impropia de cuñados, el rey está aún vivo y, por el poder de mis preces, si Dios las oye, no morirá, para mayor gloria del reino, tanto más que para la cuenta de los seis hijos que está escrito tendré de él, faltan aún tres, Pero vuestra majestad sueña conmigo casi todas las noches, que yo bien lo sé, Es verdad que sueño, son flaquezas de mujer guardadas en mi corazón y que ni al confesor confieso, pero, por lo visto, vienen al rostro los sueños, si así me los adivinan, Entonces, en muriendo mi hermano, nos casamos, Si ése es el interés del reino, y si de ahí no viene ofensa a Dios ni daño a mi honra, nos casaremos, Ojalá muera él, que yo quiero ser rey y dormir con vuestra majestad, que ya estoy harto de ser infante, Harta estoy yo de ser reina y no puedo ser otra cosa, pero, pese a todo, rezando estoy para que se salve mi marido, no vaya a ser peor otro que venga, Cree entonces vuestra majestad que yo iba a ser peor marido que mi hermano, Malos son todos los hombres, la diferencia está sólo en la manera de serlo, y con esta sabia y escéptica sentencia concluyó la conversación en palacio, primera de las muchas con que Don Francisco fatigará a la reina, en Belem donde ahora está ella, en Belas adonde irá con demora, en Lisboa cuando al fin sea regente, en cámaras y en quintas discurriendo, hasta el punto de que ya no son los sueños de Doña María Ana lo que antes eran, tan deliciosos en general, tan arrebatadores del espíritu, tan pungidores del cuerpo, ahora el infante sólo le aparece para decir que quiere ser rey, buen provecho le haga, que para esto ni vale la pena soñar, lo digo yo que soy reina. Enfermó tan gravemente el rey, murió el sueño de Doña María Ana, luego el rey sanará, pero los sueños de la reina no resucitarán.

Aparte de la conversación de las mujeres, son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le ponen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres, si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo. Regresó el padre Bartolomeu Lourenço de Holanda, si trajo o no trajo el secreto alquímico del éter es algo que más tarde sabremos, o no tiene este secreto que ver con alquimias de tiempos pasados, quizá baste una simple palabra para llenar las esferas de la máquina voladora, por lo menos Dios no hizo más que hablar y con ese poco, se creó todo, así se lo enseñaron en el seminario de Belem da Bahía al padre Bartolomeu y así se lo confirmaron, con otras argumentaciones y estudios más avanzados, en la Facultad de Cánones de Coimbra, antes de hacer subir en el aire sus globos primeros, y, ahora que ha vuelto de tierras holandesas, regresará a Coimbra, que un hombre puede ser gran volador, pero también le es conveniente que salga bachiller, licenciado y doctor, y entonces, aunque no vuele, lo considerarán.

Bartolomeu Lourenço fue a la quinta de San Sebastián da Pedreira, tres años enteros habían pasado desde que partió, estaba el chamizo de las herramientas completamente abandonado, dispersos por el suelo los materiales que no había valido la pena ordenar, nadie adivinaría lo que allí andaban perpetrando. Dentro del caserón revoloteaban gorriones, habían entrado por un resquicio del tejado, dos tejas partidas, ínfimas aves aquellas que nunca volarían más alto que el más alto fresno de la quinta, el gorrión es un ave de la tierra y del terruño, del estiércol y del sembrado, y cuando muere, uno se da cuenta de que no podría volar más alto, tan frágil de alas, tan mezquino de huesos, mientras esta mi passarola volará hasta donde lleguen los ojos, véase el fortísimo andamiaje de la concha que me ha de llevar, con el tiempo se oxidan los hierros, mala señal, no parece que Baltasar haya venido como le recomendé, pero, sí, vino, aquí están las huellas de sus pies descalzos, no trajo a Blimunda, o Blimunda murió, y durmió en el jergón, está retirada la manta hacia atrás como si acabara de levantarse ahora mismo, en este mismo jergón me voy a acostar, me cubriré con esta manta, yo, padre Bartolomeu Lourenço que volví de Holanda adonde fui a averiguar si ya saben en Europa volar con alas, si los estudios de esta ciencia van más adelantados de lo que yo estoy en mi país de marineros, y en Zwolle, Ede y Nijkerk estudié con algunos sabios viejos y alquimistas, de esos que hacen nacer soles en retortas, pero luego mueren de muerte extraña, se van resecando hasta no tener más sustancia que una brizna de paja quebradiza, y entonces arden como la paja, que eso es lo que todos piden a la hora de la muerte, sólo cenizas dejo, por sí mismos se inflaman, y a mí me estaba esperando aquí esta máquina voladora que aún no vuela, éstas son las esferas que tendré que llenar con el éter celeste, la gente cree que sabe de qué habla, miran al cielo y dicen, Éter celeste, yo sí sé qué es, algo al fin tan sencillo como que Dios dijera, Hágase la luz, y la luz se hizo, es un modo de hablar, que entre tanto se ha hecho de noche, enciendo esta vela que Blimunda dejó, apago este sol pequeñísimo que de mí depende atizar o extinguir, a la candela me refiero, no a Blimunda, que ningún ser humano puede tener cuanto desea en esta su única vida terrestre, tal vez soñando, buenas noches.

Pasadas algunas semanas, con todas las disposiciones, licencias y matriculaciones necesarias, partió el padre Bartolomeu Lourenço para Coimbra, ciudad tan ilustre, de tan viejos sabios, que, si en ella hubiera alquimistas, en nada desmerecería ante Zwolle, y va el Volador por ahora cabalgando en remansada mula de alquiler, como conviene a sacerdote sin extremadas artes de jinete y sólo de medianos bienes provisto, llegando a su destino volverá la montura con otro caballero, tal vez recién doctorado, aunque a esta dignidad mejor conviene una litera de viaje, es como ir balanceándose sobre las aguas del mar, si no fuese el macho de la delantera tan incontinente de vientos. Hasta la villa de Mafra, adonde primero va, no tiene el viaje historia, salvo la de las personas que por estos lugares moran, pero no podemos detenernos en el camino a preguntar, Quién eres, o qué haces, dónde te duele, y si el padre Bartolomeu Lourenço se paró algunas veces fue todo parar y andar, no más que el tiempo de una bendición que le pedían, a cuántos de éstos les ocurrirá que se les retuerza la historia que tenían para entrar en esta que vamos contando, el simple encuentro con el padre es una señal, porque, yendo él a Coimbra, no sería éste el camino si no tuviese que ir a la villa de Mafra por estar allá Baltasar Sietesoles y Blimunda Sietelunas. No es verdad que el día de mañana sólo a Dios pertenezca, que tengan los hombres que esperar cada día para saber qué les trae, que sólo la muerte sea cierta pero no el día de ella, son dichos de quien no es capaz de entender los signos que nos vienen del futuro, como este de aparecer un cura en el camino de Lisboa, bendecir porque la bendición le han pedido, y seguir en dirección a Mafra, quiere esto decir que el bendecido ha de ir a Mafra también, trabajará en las obras del convento real y allí morirá por caer de pared, o de la peste que atrapó, o de una cuchillada que le dieron, o aplastado por la estatua de San Bruno.