Unos días antes había ocurrido en Mafra un milagro, que fue el venir del mar una gran tempestad de viento que dio con la iglesia de madera en tierra, mástiles, tablas, vigas, listones, una confusión con los paños, fue como el soplo gigantesco de Adamástor *, si es que Adamástor sopló cuando le doblaban el cabo de sus y nuestros trabajos, y a quien se escandalice por que demos a esto nombre de milagro, siendo destrucción, qué otro nombre se le había de dar, sabiendo que el rey, llegado a Mafra e informado del suceso, se puso, él, a distribuir monedas de oro, así, con esta misma facilidad con que lo contamos, porque los oficiales de obra en dos días lo habían vuelto a alzar todo, se multiplicaron las monedas, que fue mucho mejor que si se hubieran multiplicado los panes. Es el rey un monarca providente que siempre lleva las arcas de oro allá donde va, en previsión de estos y otros temporales.
Al fin llegó el día de la inauguración, había dormido Don Juan V en el palacio del vizconde, guardándole las puertas el sargento-mayor de Magra, con una compañía de soldados auxiliares, y no quiso Baltasar perder la ocasión y fue a hablar con los de la tropa, pero no valía la pena, nadie lo conocía, y qué quería él, qué idea era aquella de ir a hablar de guerras en tiempo de paz, Hombre, no se me ponga aquí, en medio de la puerta, que va a salir el rey, visto esto subió Baltasar al alto de la Vela, iba Blimunda con él, y tuvieron suerte, que pudieron entrar en la iglesia, no todos podrían presumir de eso, y era un pasmo allá dentro, el techo entoldado todo y forrado de tafetanes rojos y amarillos, repartidos en matices vistosos, y las paredes cubiertas de ricos tapices, guardando la forma de puertas y ventanas, a imitación de la verdadera iglesia, todo en igual correspondencia, armadas todas de cortinas de damasco carmesí, guarnecidas de galones y franjas de oro. Cuando llegue el rey, se encontrará primero con las tres grandes puertas de la fachada, que tienen encima un cuadro que representa a los santos Pedro y Juan en aquel acto de sanar al mendigo que les pidió limosna a la entrada del templo de Jerusalén, insinuada esperanza de que otros milagros vengan a producirse aquí, pero ninguno tan famoso como el ya relatado de las monedas de oro, y, sobre todo, aquel cuadro que representa a San Antonio, que a éste está dedicada la basílica por voto particular del rey, no sé si quedó dicho ya, siempre son seis años de cosas ocurridas y algo se puede olvidar.
Allá dentro, como ya comenzamos a ser dicho, esto sí, el lujo es tal que ni parece barraca para echar abajo pasado mañana. Del lado del evangelio, es decir del izquierdo mirando al altar, que sólo no es mayor porque es único, y nadie se ofenda por estas explicaciones, que no somos unos ignorantes, y si se dan estas minucias es porque tras la ciencia y la fe siempre vienen tiempos incrédulos y ciencias diferentes, sabe Dios quién acabará leyéndonos, del lado del evangelio, pues, sobre seis escalones, hay un sitial decorado con tela blanca preciosa y encima un dosel, y lindando, del lado de la epístola, otro sitial, pero éste se asienta sólo en tres escalones, en vez de los seis que alzan el otro, lo que se repite para que se entienda bien la diferencia, y no tiene dosel, será para menos importante ocupación. Aquí es donde están los paramentos de que se revestirá Don Tomás de Almeida, el patriarca, y mucha plata para el servicio divino, demostrando todo la suma grandeza de este monarca que ya viene entrando. No falta nada en la iglesia, a la izquierda del crucero se montó un coro para los músicos, forrado de damasco carmesí, con un órgano que tocará en las ocasiones propias, y allí estarán también, en bancos reservados, los canónigos de la patriarcal y al lado derecho está la tribuna donde Don Juan V se encamina, desde allí asistirá a la ceremonia, los hidalgos y otras personas de merecimiento sentados abajo, en los bancos. El pavimento fue cubierto de juncos y espadañas, y encima se tendieron paños verdes, ya viene de muy lejos, como se ve, ese gusto portugués por el verde y por el rojo que, cuando venga una república, dará en bandera.
Se bendijo la cruz el primer día, enorme palo de cinco metros de altura que daría para un gigante, Adamástor u otro, o para el tamaño natural de Dios, y ante ella se prosternan todos los presentes, y máximamente el rey, derramando muy devotas lágrimas, y cuando acabó la adoración de la cruz, cuatro sacerdotes la alzaron a pulso, cada cual por su extremo, y la arbolaron sobre una piedra, allí dispuesta adrede, pero ésta no la cortó Álvaro Diego, con un agujero donde se encajó el pie, que, incluso siendo la cruz divino emblema, no se aguanta si no se entabla bien, es lo contrario de los hombres, que hasta sin piernas se mantienen derechos, la cuestión es que quieran. Tocaba airoso el órgano, soplaban los músicos, entonaban las voces los cantores, y, aquí fuera, el pueblo que no cabía o estaba sucio de más para entrar, el pueblo que había venido de la villa o de los alrededores, no admitido en el sacro interior, se contentaba con los ecos de las antífonas y de las salmodias, y así acabó el primer día.
Ay al día siguiente, pasado que fue aquel primer susto de repetirse la racha de viento del mar, que agitó todo aquel tablado, pero, en fin sopló y pasó, ay al día siguiente, volvamos a la exclamación y atentos a la fecha, diecisiete de noviembre de este año de gracia de mil setecientos diecisiete, se multiplicaron las pompas y ceremonias en el atrio desde las siete de la mañana, con un frío que partía las piedras, estaban reunidos los párrocos de todas las parroquias de alrededor, con sus clérigos y mucho pueblo, y está bien que se haya presentado esta ocasión de decirlo, para uso de los siglos y de las gacetas. Llegó el rey hacia las ocho y media, tomado ya el chocolate matinal, que se lo sirvió con sus propias manos el vizconde, y entonces se formó la procesión, delante sesenta y cuatro religiosos de la Arrábida, luego el clero del lugar, la cruz patriarcal, seis hombres con hopas rojas, los músicos, capellanes con sobrepellices, gran copia de clérigos varios, un espacio libre preparando lo que seguía, y eran los canónigos de pluviales de tela blanca y otras bordadas, delante de cada uno sus criados nobles, detrás, sustentándoles las colas, los caudatorios, y atrás el patriarca con preciosos paramentos y mitra de mayor coste, adornada con piedras del Brasil, después el rey con su corte, juez y alcaldes del lugar, corregidor de la comarca, y gran número de gente, más de tres mil, si no se engañó quien cuidó de contarla, y todo esto por una simple piedra, por eso se juntó aquí un poder inmenso, clarines y timbales atronando los aires superiores e inferiores, y la tropa de caballería y de infantería, más la guardia alemana, y otra vez el pueblo, mucho pueblo, tanto pueblo que jamás en la villa de Mafra se había visto ayuntamiento tal, pero, no cabiendo todos en la iglesia, entran los grandes, y de los pequeños sólo los que caben y tuvieron artes de colarse, antes hicieron los soldados salvas de ordenanza, ocurría esto aún por la mañana, se había serenado otra vez el viento fuerte, y el que corría era sólo una brisa que ondeaba las banderas y las faldas de las mujeres, vientecillo fresco propio de la estación, pero los corazones ardían de pura fe, exultaban las almas, y si, de tan extenuadas, algunas voluntades querían ya retirarse de los cuerpos, venía Blimunda y no se perdían ni subían a las estrellas.