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Fue bendecida la primera piedra, luego la piedra segunda y la urna de jaspe, las tres cosas serían enterradas en los cimientos, y luego llevaron todo en procesión, en andas, dentro de una urna los dineros de la época, oro, plata y cobre, unas medallas, oro, plata y cobre, y el pergamino donde constaba el voto, dio la procesión una vuelta entera para mostrarse al pueblo, arrodillado al paso, y teniendo constantemente motivos para arrodillarse, ora la cruz, ora el patriarca, ora el rey, ora los frailes, ora los canónigos, la gente ya ni se levantaba, bien podremos decir que había mucha gente de rodillas. Al fin, el rey, el patriarca y los acólitos se dirigieron al sitio donde se había de colocar la piedra y las piedras, bajando por una espaciosa escalera de madera con treinta peldaños, quizá en recuerdo de los treinta dineros, y de más de dos metros de anchura. Llevaba el patriarca la piedra principal, ayudado por los canónigos, y otros de éstos la piedra segunda y la urna de jaspe, detrás el rey y el general de la Sagrada Orden de San Bernardo, como limosnero mayor, y que, por serlo, llevaba el dinero.

Así bajó el rey treinta peldaños tierra adentro, que parece una despedida del mundo, sería un descenso a los infiernos si no estuviera tan bien defendido por bendiciones, escapularios y oraciones, y se derrumbaran estas altas paredes que forman el foso, pero no tema vuestra majestad, fíjese cómo las hemos estibado con buena madera del Brasil, para mayor fortaleza, aquí hay un banco cubierto de terciopelo carmesí, es color que usamos mucho en ceremonias de estilo y de estado, con el pasar de los tiempos lo veremos en cenefas de teatro, y sobre el banco hay un cubo de plata lleno de agua bendita, y también dos escobillas de brezo verde con los cabos guarnecidos por cordón de seda y plata, y yo, maestro de obra, vierto una artesilla de cal, y vuestra majestad, con esta paleta de cantero de plata, perdón, señor, de plata de cantero, si es que los canteros la tienen, extiende la cal, pero antes la roció con la escobilla mojada en agua bendita, y ahora, ayúdenme aquí, podemos asentar la piedra, pero que sean las manos de vuestra majestad las últimas en tocarla, a ver, un toque más para que todos lo vean, ya puede vuestra majestad subir, cuidado no se caiga, que el resto del convento ya lo construiremos nosotros, y ahora pueden ser colocadas ya las otras piedras, cada una en su respectiva cabecera, y traigan los hidalgos doce más, número de buena fortuna desde los apóstoles, y cal en cestos de plata, así quedará más sujeta la piedra principal, y el vizconde del lugar quiere hacer como ve hacer a los ayudantes de cantero, lleva la artesilla de albañil en la cabeza, mostrando así mayor devoción, ya que no estuvo a tiempo de ayudar a Cristo a llevar la cruz, echa la cal que lo habrá de comer, no era malo el efecto de estilo, pero esta cal no está viva, señor mío, sino apagada, Como las voluntades, dirá Blimunda.

Al día siguiente, tras partir para la corte el rey, se vino abajo la iglesia sin ayuda del viento, sólo llovía agua a Dios dar, se pusieron a un lado las tablas y los mástiles, para necesidades menos reales, andamios, por ejemplo, o tarimas, o camarotes, o mesas de comer, o almadreñas, y los tapices, tafetanes y damascos, las velas de los navíos, cada cosa volvió a su natural, las platas al tesoro, los hidalgos a la hidalguía, el órgano a otras solfas, y los cantores, los soldados a lucir semejantes paradas, quedaron sólo los frailes, con los ojos muy abiertos, y sobre la piedra horada, cinco metros de madera crucificada, la cruz. A los fosos inundados volvieron a bajar hombres, porque no en todos los lugares se había alcanzado la profundidad requerida, su majestad no lo vio todo, y sólo dijo, con otras palabras, cuando entraba en el coche que había de llevarlo, Ahora dense prisa con esto, hace ya más de seis años que hice el voto, no quiero andar lidiando con los franciscanos constantemente, y nuestro convento, por cuestión de dinero que no haya atrasos, gasten lo que sea necesario. Pero en Lisboa el guardalibros le dirá al rey, Sepa vuestra real majestad que en la inauguración del convento de Mafra se han gastado, en números redondos, doscientos mil cruzados, y el rey respondió, Ponlos en cuenta, lo dijo porque estamos aún en los comienzos de la obra, un día llegará en que querremos saber, En definitiva, cuánto habrá costado todo eso, y nadie dará satisfacción del dinero gastado, ni facturas, ni recibos, ni cédulas de registro de importación, sin hablar ya de muertes y sacrificios, que ésos son baratos.

Cuando se levantó el tiempo, pasada una semana, partieron Baltasar Sietesoles y Blimunda Sietelunas hacia Lisboa, en la vida cada uno tiene su fábrica, éstos se quedan aquí levantando paredes, nosotros vamos a tejer mimbres, alambres y hierros, y también a recoger voluntades, para que con todo junto nos levantemos, que los hombres son ángeles nacidos sin alas, y eso es lo más bonito, nacer sin alas y hacerlas crecer, lo mismo hicimos con el cerebro, y si con él lo hicimos, con ellas lo haremos, adiós madre, adiós padre. Sólo dijeron adiós, nada más, ni unos saben componer frases ni los otros entenderlas, pero, pasado el tiempo, siempre se encontrará a alguien para imaginar que estas cosas podrían haber sido dichas, o para fingirlas y, fingiendo, pasan entonces las historias a ser más verdaderas que los casos verdaderos que ellas cuentan, aunque ya sea difícil poner palabras diferentes en el lugar de éstas, que es cuando Marta María dice, Adiós, que no volveré a veros, y esto sí, esto va a ser verdad genuina, que aún no alzarán las paredes de la basílica un metro sobre el suelo y ya Marta María estará enterrada. Entonces, João Francisco, de pronto doblemente viejo, irá a sentarse bajo el cobertizo del horno, con la mirada vacía, como ahora está, viendo alejarse al hijo Baltasar, a la hija Blimunda, que nuera es nombre ingrato, aunque ahí tiene todavía cerca a Marta María, es cierto que ya ausente, con un pie al otro lado, las manos cruzadas sobre el vientre donde se generó vida y ahora se genera muerte. Le salieron por la mina del cuerpo hijos, unos murieron aquí, se libraron dos, éste no es hijo que nazca, es su muerte. Ya no se ven desde aquí, vamos adentro, dice João Francisco.

Es diciembre, los días son cortos, el cielo está cubierto de nubes, y anochece antes, por eso Baltasar y Blimunda dormirán una noche en el camino, en un pajar de Morelena, dijeron que vienen de Mafra y que van hacia Lisboa, vio el casero que eran gente honrada y les dejó una manta para que se cubrieran, que a tanto puede llegar la confianza. Ya sabemos que de estos dos se aman las almas, los cuerpos y las voluntades, pero, estando acostados, asisten las voluntades y las almas al gusto de los cuerpos, o quizá se agarren aún más a ellos para tomar parte en el gusto, difícil es saber qué parte hay en cada parte, si está perdiendo o ganando el alma cuando Blimunda se alza las faldas y Baltasar se afloja los calzones, si está la voluntad ganando o perdiendo cuando ambos suspiran o gimen, si quedó el cuerpo vencedor o vencido cuando Baltasar descansa en Blimunda o ella descansa en él, ambos descansando. Éste es el aroma mejor del mundo, el de la paja removida, de los cuerpos bajo la manta, de los bueyes que rumian en el comedero, el olor del frío que entra por las rendijas del pajar, tal vez el olor de la luna, todo el mundo sabe que la noche tiene otro olor cuando hay luna, hasta un ciego, incapaz de distinguir la noche del día, dirá, Hay luna, se cree que fue Santa Lucía quien hizo el milagro, y al fin es sólo cuestión de aspirar, de olor, Sí señores, qué hermosa luna la de esta noche.