Durante todo este día permaneció el padre Bartolomeu Lourenço encerrado en su cuarto, gimiendo, suspirando, tardó en hacerse de noche, llamó a la puerta la viuda del macero y dijo que estaba dispuesta la cena, pero el cura no comió, parecía que estaba preparando su gran ayuno, aguzando ojos nuevos de entendimiento, aunque no sospechase que más cosas habría que entender después de haber proclamado la unidad de Dios a las gaviotas del Tajo, supremo arrojo, que sea Dios uno en esencia es punto que ni los herejes niegan, pero al padre Bartolomeu Lourenço le enseñaron que Dios, si es uno en esencia es trino en persona, y hoy las mismas gaviotas le han hecho dudar. Se cerró la noche por completo, la ciudad duerme y si no duerme se ha callado, sólo se oye a ratos el grito de alerta de los centinelas, no vayan a desembarcar los corsarios franceses, y Domenico Scarlatti habiendo cerrado puertas y ventanas, se sienta al clavicordio, qué sutil música es esta que sale hacia la noche de Lisboa por rendijas y chimeneas, la oyen los soldados de la guardia portuguesa y de la guardia alemana, y la entienden unos y otros, la oyen soñando los marineros que duermen a la fresca en los conveses y despertando, la reconocen, la oyen los vagabundos que reposan en la Ribeira, en las lanchas varadas en tierra, la oyen los frailes y las monjas de mil conventos, y dicen, Son los ángeles del Señor, tierra esta, para milagros, ubérrima, la oyen los embozados que van a matar y los apuñalados que, oyéndola, ya no piden confesión y mueren absueltos, la oyó un preso del Santo Oficio en su profunda celda, y estando cerca un guarda le echó las manos a la garganta y lo estranguló, por este asesinato no tendrá peor muerte, la oyen, tan lejos de aquí, Baltasar y Blimunda, que acostados preguntan, Qué música es ésta, la oyó, antes que nadie, Bartolomeu Lourenço, por vivir cerca, y, levantándose de la cama, encendió el candil y se asomó a la ventana para oírla mejor. También entraron grandes mosquitos que fueron a posarse en el techo y allí quedaron, oscilando primero en las altas piernas, inmóviles luego, como si la luz minúscula no pudiera atraerlos, tal vez hipnotizados por el rechinar de la pluma, se había sentado el padre Bartolomeu Lourenço a escribir, Et ego in illo, Y yo estoy en él, al amanecer aún estaba escribiendo, era el sermón del Corpus, y del cuerpo del cura no se alimentaron esta noche los mosquitos.
Días después, estando Bartolomeu de Gusmão en la capilla real, se acercó el italiano a hablarle. Cambiadas las palabras de saludo, salieron por una de las puertas que, bajo las tribunas del rey y de la reina, daban a la galería por donde se entraba en el palacio. Pasearon arriba y abajo, mirando de vez en cuando los tapices colgados de las paredes, la Historia de Alejandro Magno, los Triunfos de la Fe y del Sacramento, según dibujos de Rubens, la Historia de Tobías, según dibujos de Rafael, la conquista de Túnez, si un día arden estos tapices, ni un hilo de seda se salvará. En tono que fácilmente daba a entender que no iba a ser ésta la materia importante que allí se trataría, dijo Domenico Scarlatti al cura, El rey tiene en su tribuna una copia de la Basílica de San Pedro de Roma, la armó ayer en mi presencia, fue un gran honor para mí, Honor con el que nunca me ha distinguido a mí pero no lo digo con envidia, sino que, más bien, me complazco en ver honrada en un hijo suyo a la nación italiana, Me han dicho que el rey es un gran constructor, será por eso este gusto por levantar con sus propias manos la cabeza arquitectónica de la Santa Iglesia, aunque en escala reducida, Muy distinta es la dimensión de la basílica que está construyendo en la villa de Mafra, gigantesca fábrica que será el asombro de los siglos, Cuán variadas se muestran las obras de la mano del hombre, son las mías de sones, Habla de las manos, Hablo de las obras, tan pronto nacen como mueren, Habla de las obras, Hablo de las manos, qué sería de ellas si les faltase la memoria y el papel en que las escribo, Habla de las manos, Hablo de las obras.
Parece sólo un gracioso juego de palabras, un juego con los sentidos que ellas tienen, como en esta época se usa, sin que importe demasiado el entendimiento, o bien oscureciéndolo adrede. Es lo mismo cuando un predicador grita hacia la imagen de San Antonio, y clama en la iglesia, Negro, ladrón, borracho, y, cuando ha escandalizado al auditorio, explica la intención y el artificio, muestra cómo todo apóstrofe fue apariencia, ahora sí va a decir por qué, Negro porque tuvo la piel tiznada por el demonio, que no consiguió ennegrecerle el alma, ladrón porque de los brazos de María robó a su divino hijo, borracho porque vivió embriagado en la divina gracia, pero yo te diré, Cuidado, oh predicador, que cuando vuelves el concepto de pies a cabeza, estás dando involuntaria voz a la tentación herética que duerme en ti y se revuelve en sueños, y clamas otra vez, Maldito sea el Padre, maldito sea el Hijo, maldito el Espíritu Santo, y luego añades, Braman los demonios en el infierno, y de esa manera crees escapar a la condenación, pero aquel que todo lo ve, no este ciego Tobías sino el otro para quien no existen tinieblas y ceguera, ése sabe que dijiste dos verdades profundas, y de las dos escogerá una, la suya, porque ni tú ni yo sabemos cuál es la verdad de Dios, mucho menos si es verdadero Dios.
Parecen juegos de palabras, las obras, las manos, el sonido, el vuelo, Me han dicho, padre Bartolomeu de Gusmão, que por obra de esas manos se levantó en el aire un ingenio y voló, Dijeron la verdad de lo que entonces vieron, después quedaron ciegos para la verdad que la primera ocultó, Me gustaría entender mejor, Esto ocurrió hace doce años, desde entonces la verdad ha cambiado mucho, Repito que me gustaría entender, Qué es un secreto, A esa pregunta responderé que, de cuanto imagino, sólo la música es aérea, Entonces iremos mañana a ver un secreto. Están parados ante el último tapiz de la Historia de Tobías, aquel donde la amarga hiel del pez devuelve la vista al ciego, La amargura es la mirada de los videntes, señor Domenico Scarlatti, Un día eso se pondrá en música, señor padre Bartolomeu de Gusmão.
Al día siguiente, cada uno en su mula, fueron a San Sebastián da Pedreira. Entre el palacio, de un lado, y el granero y el cobertizo de los aperos de otro, el patio aparecía barrido. Corría agua en una acequia, se oía girar una noria. Los planteles próximos estaban cultivados, habían sido podados los frutales, nada había a la vista que pudiera recordar la brava selva de diez años atrás, cuando entraron por primera vez aquí Baltasar y Blimunda. Más delante, la quinta continúa sin cultivar, por fuerza ha de ser así, si para trabajar la tierra sólo hay tres manos, y ésas ocupadas, gran parte del tiempo, en obra que de la tierra no es. Desde el cobertizo, puertas abiertas, vienen rumores de taller. El padre Bartolomeu Lourenço pidió al italiano que esperase, y entró. Baltasar estaba solo, desbastando un tronco ancho con una azuela. Dijo el cura, Buenas tardes, Baltasar, traigo conmigo hoy un visitante para ver la máquina, Quién es, Uno de palacio, No puede ser el rey, Un día vendrá, hace poco que me preguntó cuándo iba a volar la máquina, es otro quien viene, Pues se va a enterar de algo que era secreto, no fue ése nuestro acuerdo, tantos años que estuvimos callándolo, Yo soy el inventor de la passarola y decido lo que conviene, Pero somos nosotros quienes lo estamos construyendo, si quiere, nos vamos ahora mismo, Baltasar, no sé explicártelo, pero siento que la persona que viene conmigo es de toda confianza, pondría por ella las manos en el fuego o dejaría el alma en prenda, Es mujer, Es hombre, italiano de nación, lleva pocos meses en la corte, y es músico, maestro de clavicordio de la infanta, maestro de la capilla real, se llama Domenico Scarlatti, Escarlata, No es así exactamente como se pronuncia, pero la diferencia es tan poca que puedes llamarle Escarlata, en definitiva es así como todos le llaman, hasta cuando creen estar pronunciándolo bien. Se dirigía el cura hacia la puerta, pero se detuvo para preguntar, Dónde está Blimunda, Anda en el huerto, respondió Baltasar.