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Al otro día, serían las once cuando llamó a la portería del convento un estudiante, de quien conviene aclarar que llevaba años pretendiendo el hábito de la casa y frecuentando con gran asiduidad a los frailes de ella, y se da esta información, primero, por ser verdadera y servir siempre para algo la verdad, y, segundo, para ayudar a quien se dedique a descifrar enigmas, o a hacer crucigramas cuando los haya, en fin, llamó el estudiante a la puerta del convento y dijo que quería hablar con el prelado. Lo llevaron a su presencia, le besó la mano o el cordón del hábito, si no la fibria, que esto no se acabó nunca de saber con certeza, y declaró haber oído contar en la ciudad que las lámparas estaban en el convento de Cotovía, de los padres de la Compañía de Jesús, más allá del Barrio Alto de San Roque. Dudó el prelado, dada la insuficiencia manifiesta del portador de la noticia, estudiante a quien sólo por tanto aspirar a fraile no tenían por un truhán, aunque tampoco sea tan raro encontrarse esto en aquello, y luego por la inverosimilitud de que alguien fuera a devolver a Cotovía lo hurtado en Xabregas, sitios tan opuestos y distantes, órdenes tan poco parientes, en la distancia casi una legua a vuelo de pájaro, y en lo demás unos de negro y otros de pardo, que aun eso sería lo de menos, que por la casca no se conoce el fruto y sí sólo cuando se le mete el diente. Mandaba no obstante la prudencia que se averiguara el aviso, y así fue un grave religioso, acompañado por dicho estudiante, desde Xabregas a Cotovía, ambos a pie, entrando en la ciudad por la Puerta de Santa Cruz, y si para completa ciencia del caso importa saber qué otro camino tomaron hasta su destino, dígase entonces que pasaron por delante de la iglesia de Santa Estefanía, y, después, al lado de la iglesia de San Miguel, y luego por la iglesia de San Pedro, para entrar por la puerta de su nombre y descender luego por el Postigo del Conde de Linhares; después, todo derecho, por la Puerta del Mar hasta el Pelourinho Velho, son todos nombres y lugares de los que sólo quedó el recuerdo, evitaron la Rua Nova dos Mercadores por ser grave el religioso y de práctica usuraria hasta hoy la dicha calle, y habiendo pasado por el lado de Rossío fueron a dar al Postigo de San Roque, y, en fin, llegaron a Cotovía, donde llamaron y entraron, y conducidos ante el rector, dijo el fraile, Este estudiante que viene aquí conmigo fue a Xabregas diciendo que están aquí nuestras lámparas, robadas ayer noche, Así es, por lo que me han contado eran cerca de las dos cuando llamaron a la portería con insistencia y preguntando el portero qué querían, respondió una voz que abrieran en seguida la puerta porque se iba a efectuar una restitución, y llegado el portero a darme noticia del insólito caso, mandé abrir la puerta y encontramos las lámparas, un tanto abolladas y rotas las guarniciones, pero aquí están, y si les falta algo es que ya faltaba cuando se las robaron. Y vieron quién fue el de la llamada, Eso no lo vimos, que aunque salieron unos padres a la calle no encontraron a nadie.

Volvieron las lámparas a Xabregas, y ahora piense cada uno lo que quiera. Habrá sido el estudiante, tunante al fin, y bellaco, que preparó su estratagema para entrar por aquellas puertas y vestir hábito de franciscano, como de hecho hizo, y para eso robó y fue a entregar, con mucha esperanza de que la bondad de la intención le perdonase la fealdad del pecado en el día del juicio final. Habrá sido San Antonio, que, habiendo realizado hasta hoy tantos y tan variados milagros, también podía haber hecho éste al verse dramáticamente despojado de sus platas por la furia sagrada del fraile que bien sabía a quién intimaba, como igualmente lo saben los barqueros y marineros del Tajo, que cuando el santo no satisface sus voluntades ni premia sus votos, lo castigan hundiéndolo cabeza abajo en las aguas del río. No será tanto por la incomodidad, porque un santo merecedor de ese nombre es tan capaz de respirar a pulmón el aire de todos nosotros como con branquias el agua que es el cielo de los peces, pero la vergüenza de saber expuestas las plantas humildes de los pies o el desánimo de verse sin platas y casi sin Niño Jesús, hacen de San Antonio el más milagroso de los santos, mayormente para hallar cosas perdidas. En fin, salga el estudiante absuelto de esta sospecha, si no viene a hallarse en otra igualmente dudosa.

Con tales precedentes, siendo tan favorecidos los franciscanos de medios para alterar, invertir o acelerar el orden natural de las cosas, hasta la matriz renitente de la reina obedecerá a la fulminante imposición del milagro. Tanto más cuanto que convento en Mafra es algo que desea la orden de San Francisco desde mil seiscientos veinticuatro, aún era rey de Portugal un Felipe español, que, por serlo, e importarle pues muy poco los frailes de por acá, en los dieciséis años que le duró la realeza nunca dio consentimiento. No cesaron por eso las diligencias, metióse en el empeño el valimiento de los nobles donatarios de la villa, pero parecía agotada la potencia y embotada la pertinacia de la Provincia de Arrábida, que al convento aspiraba, pues aún ayer, que tanto se puede decir de lo que apenas hace seis años que aconteció en mil setecientos cinco, dio parecer desfavorable el Desembargo do Paço a una nueva petición, y con no pequeño atrevimiento se expreso, si no es falta de respeto por los intereses materiales y espirituales de la Iglesia, osando considerar no era conveniente la pretendida fundación por estar el reino muy onerado de conventos mendicantes, y por muchos otros inconvenientes que la prudencia humana sabe dictar. Sabe Dios qué inconvenientes dictaba la prudencia humana a los del Tribunal, pero ahora van a tener que comerse la lengua y digerir el mal pensamiento, que ya dijo fray Antonio de San José que, en habiendo convento, habrá sucesión. La promesa está hecha, parirá la reina, la orden franciscana cogerá la palma de la victoria, ella que tantas cogió del martirio. Cien años de espera no son mortificación excesiva para quien cuenta con vivir la eternidad.