Atardecía cuando el italiano se retiró. El padre Bartolomeu Lourenço pasaría allí la noche, aprovechaba la venida para ensayar su sermón, faltaban ya pocos días para la fiesta del Corpus. Al despedirse, dijo, Señor Scarlatti, cuando se canse en palacio, recuerde este lugar, Lo recordaré, seguro, y si con eso no estorbo a Blimunda y Baltasar, traeré un clavicordio y tocaré para ellos y para su pájaro, tal vez mi música pueda conciliarse dentro de las esferas con ese misterioso elemento, Señor Escarlata, dijo Baltasar tomando bruscamente la palabra, venga cuando quiera, si el señor padre Bartolomeu lo autoriza, pero, Pero, En lugar de mi mano izquierda tengo este gancho, o un espigón, y sobre el corazón, una cruz de sangre, Sangre mía, añadió Blimunda, Soy hermano de todos, si me aceptan, dijo Scarlatti. Baltasar lo acompañó hasta fuera, le ayudó a montar en la mula, Señor Escarlata, si quiere que le ayude a traer el clavicordio, no tiene más que decírmelo.
Se hizo de noche, cenó el padre Bartolomeu Lourenço con Sietesoles y Sietelunas, sardinas saladas y una fritada de huevos, un cántaro de agua, pan grosero y duro. Dos candiles iluminaban precariamente el cobertizo. En los rincones, la oscuridad parecía cerrarse, avanzando y retrocediendo según las oscilaciones de las pequeñas y pálidas luces. La sombra de la passarola se movía sobre la pared blanca. Estaba la noche caliente. Por la puerta abierta, sobre el tejado del palacio frontero, se veían estrellas en el cielo ya cóncavo. El cura salió al patio, aspiró profundamente el aire, luego contempló el camino luminoso que atravesaba la bóveda celeste de un lado a otro, el camino de Santiago, si es que los ojos de los peregrinos, de tanto mirar al cielo, no dejaron en él su propia luz, Dios es uno en esencia y en persona, gritó Bartolomeu Lourenço súbitamente. Se asomaron Blimunda y Baltasar a la puerta para saber qué grito era aquél, no es que les extrañaran las declamaciones del cura, pero así, fuera, clamando violento contra el cielo, nunca había ocurrido. Hubo una pausa, pero los grillos no interrumpieron su chirriar, y luego se alzó otra vez la voz, Dios es uno en esencia y trino en persona. Nada había ocurrido antes, nada ocurrió ahora. Bartolomeu Lourenço volvió al cobertizo y dijo a los otros, que lo seguían, He hecho dos afirmaciones contrarias entre sí, respondedme, cuál es la verdadera según vosotros, No sé, dijo Baltasar, Tampoco yo, dijo Blimunda, y el cura repitió, Dios es uno en esencia y en persona, Dios es uno en esencia y trino en persona, dónde está la verdad, dónde está la falsedad, No sabemos, respondió Blimunda, y no entendemos esas palabras, Pero crees en la Santísima Trinidad, en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, hablo de lo que enseña la Santa Madre Iglesia, no de lo que dijo el italiano, Creo, Entonces, Dios, para ti, es trino en persona, Pues será, Y si yo te digo ahora que Dios es una sola persona, que era Él solo cuando creó el mundo y los hombres, lo creerás, Si me dice que es así, lo creo, Te digo sólo que creas lo que ni yo mismo sé, pero de estas palabras mías no hables con nadie y tú, Baltasar, qué piensas, Desde que empecé a construir la máquina de volar he dejado de pensar en estas cosas, tal vez Dios sea uno, quizá sea tres, puede muy bien ser cuatro, la diferencia no se nota, puede que Dios sea el único soldado vivo de un ejército de cien mil, por eso es al mismo tiempo soldado, capitán y general, y también manco, como me explicó ya, y eso, sí, lo creo, Pilatos le preguntó a Jesús qué era la verdad, y Jesús no respondió, Quizá fuera aún muy pronto para saberlo, dijo Blimunda, y fue a sentarse con Baltasar en una piedra al lado de la puerta, la misma piedra donde a veces se quitaban los piojos, ahora le liberó ella de las correas que prendían el gancho, luego le puso el muñón en el regazo para aliviarle de aquel grande e irreparable dolor.
Et ego in illo, dijo el padre Bartolomeu Lourenço en el cobertizo, pregonaba así el tema del sermón, pero hoy no buscaba efectos de voz, los trémulos rodados que conmoverían a los oyentes, la instancia de las inyunciones, la suspensión insinuante. Decía las palabras que había escrito, y otras que de improviso le venían ahora a la mente, y éstas negaban a aquéllas, o las ponían en duda, o hacían que expresaran sentidos diferentes, Et ego in illo, sí, y yo estoy en él, yo Dios, en el hombre, en mí, que soy hombre, estás tú, que eres Dios, Dios cabe dentro del hombre, pero cómo puede Dios caber en el hombre si es inmenso Dios y el hombre tan pequeña parte de sus criaturas, la respuesta es que queda Dios en el hombre por el sacramento, claro está, clarísimo, pero, quedando en el hombre por el sacramento, es preciso que el hombre lo tome, y así Dios no queda en el hombre cuando quiere, sino cuando el hombre lo desea tomar, de lo que se deduce que de algún modo el Creador se hizo criatura del hombre, ah, pero entonces grande fue la injusticia que se cometió contra Adán, dentro de quien no moró Dios porque aún no había sacramento, y Adán bien podrá argüir contra Dios que, por un solo pecado, le prohibió para siempre el árbol de la Vida y le cerró para siempre las puertas del paraíso, al paso que los descendientes del mismo Adán, con tantos y más terribles pecados, tienen a Dios en sí y comen del árbol de la Vida sin ninguna duda o impedimento, si a Adán castigaron por querer ser semejante a Dios, como tienen ahora los hombres a Dios dentro de sí y no son castigados, o no lo quieren recibir y castigados no son, que tener y no querer tener a Dios dentro de sí es el mismo absurdo, la misma imposibilidad, y, sin embargo, Et ego in illo, Dios está en mí, o en mí no está Dios, cómo podré encontrarme en esta selva de sí y no, de no que es sí, del sí que es no, afinidades contrarias, contrariedades afines, cómo atravesaré a salvo sobre el filo de la navaja, ahora bien, resumiendo, antes de haberse hecho hombre Cristo, Dios estaba fuera del hombre y no podía estar en él, después, por el sacramento, pasó a estar en él, así el hombre es casi Dios, o será en definitiva el mismo Dios, sí, sí, si en mí está Dios, yo soy Dios, Dios nosotros, él yo, yo él, Durus est hic sermo, et quis potest eum audire.
La noche iba refrescando. Blimunda se había quedado dormida con la cabeza apoyada en el hombro de Baltasar. Más tarde, él la llevó adentro, se acostaron. El cura salió al patio, estuvo allí toda la noche, de pie, mirando al cielo y murmurando en tentación.
Pasados unos meses, un fraile consultor del Santo Oficio, en su censura del sermón, escribió que, por tal papel, quedaban deudores al autor de más aplausos que censuras, de más admiraciones que dudas. Alguna sombra de incomodidad habrá experimentado este fray Manuel Guilherme, al tiempo que iba aprobando las admiraciones y reconociendo los aplausos, algún humillo herético le habrá pasado por la pituitaria para no conseguir acallar así los sustos y las dudas que la lectura del sermón le habría provocado en su piadoso espulgar. Y otro reverendo padre maestro, Dom Antonio Caetano de Sousa, llegada que le fue la vez de leer y censurar, confirma que el papel nada contiene contra la santa fe o las buenas costumbres, no muestra las dudas y los sustos que parece haber provocado en primera instancia, y, por argumento conclusivo, encarece las atenciones con que la corte por extenso distingue al doctor Bartolomeu Lourenço de Gusmão, blanqueando así por vía palaciega negruras doctrinales quizá exigentes de más hondo desbaste. Pero, la palabra última vendrá dada por el padre fray Boaventura de São Gião, censor de palacio, que, después de excederse en loores y pasmos, remata que sólo la voz del silencio podría ser mejor expresión de sus voces, que, dice él, suspensas quedarían más atentas, y enmudecidas, más reverentes. Caso es para preguntarnos, nosotros, que de la verdad conocemos la parte mayor, qué otras atronadoras voces o más terribles silencios responderían a las palabras que las estrellas oyeron en la quinta del duque de Aveiro, mientras Baltasar y Blimunda, cansados, dormían, y la passarola, en la oscuridad del chamizo, forzaba todos sus hierros para entender lo que estaba diciendo allá fuera su creador.