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Tres, si no cuatro, vidas diferentes tiene el padre Bartolomeu Lourenço, y una sólo cuando duerme, que incluso soñando diversamente no sabe destrenzar, despierto ya, si en el sueño fue el cura que sube al altar y dice canónicamente la misa, si el académico tan estimado que va de incógnito el rey a oír su sermón tras un repostero, en el vano de la puerta, si el inventor de la máquina de volar o de los varios modos de achicar sin gente las naos que hacen agua, si ese otro hombre conjunto, lleno de miedos y de dudas, que es predicador en la iglesia, erudito en la academia, cortesano en palacio, visionario y hermano de gente mecánica y plebeya en San Sebastián da Pedreira, y que vuelve ansiosamente al sueño para reconstruir una frágil, precaria unidad, fragmentada apenas se abren sus ojos, que ni precisa estar en ayunas como Blimunda. Había abandonado la lectura consabida de los doctores de la Iglesia, de los canonistas, de las formas variantes de la escolástica sobre esencia y persona como si tuviera ya extenuada el alma de palabras, pero como el hombre es el único animal que habla y lee, cuando le enseñan, aunque entonces le falten aún muchos años para ascender a hombre, examina por menudo y estudia el padre Bartolomeu Lourenço el Viejo Testamento, sobre todo los cinco primeros libros, el Pentateuco, por los judíos llamado Tora, y el Corán. Dentro del cuerpo de cualquiera de nosotros podría Blimunda ver los órganos, y también las voluntades, pero no puede leer los pensamientos, ni ella los entendería, ver a un hombre pensando, como en un pensamiento solo, tan opuestas y enemigas verdades, y con eso no perder el juicio, ella si lo viera, él porque tal piensa.

La música es otra cosa. Domenico Scarlatti trajo a la quinta un clavicordio, no cargó él con el instrumento, sino dos faquines, a palo, cuerda, almohadilla y mucho sudor en la frente, desde la Rua Nova dos Mercadores donde fue comprado, hasta San Sebastián da Pedreira donde sería oído, vino Baltasar con ellos para indicar el camino, otra ayuda no le pidieron, que este transporte no se hace sin ciencia y arte, distribuir el peso, combinar las fuerzas como en la pirámide de la Danza da Bica, aprovechar el mollejo de cuerdas y palo para afirmar el paso, secretos del oficio que valen tanto como los otros, y cree cada cual que los del suyo son máximos. Los gallegos dejaron el clavicordio fuera del portalón, sólo faltaba que vieran la máquina de volar, y lo llevaron al cobertizo, con gran esfuerzo, Baltasar y Blimunda, no tanto por el peso, como porque les faltaban arte y ciencia, sin contar con que las vibraciones de las cuerdas parecían quejas lastimeras que les oprimían el corazón, también dubitativo y asustado de tan extrema fragilidad. Aquella misma tarde vino Domenico Scarlatti, se sentó a afinar el clavicordio mientras Baltasar trenzaba mimbre y Blimunda cosía lonas, trabajos silenciosos que no perturbaban la obra del músico. Y, afinado ya el instrumento, ajustadas las combas que el transporte había desacordado, comprobadas las plumas de pato una a una, Scarlatti empezó a tocar, primero dejando correr los dedos sobre las teclas, como si las liberara de sus prisiones, luego organizando los sonidos en peque ños segmentos, como si eligiera entre el bueno y el errado, entre la forma repetida y la forma perturbada, entre la frase y su corte, articulando al fin en discurso nuevo lo que antes había parecido contradictorio y fragmentario. De música sabían poco Baltasar y Blimunda, la salmodia de los frailes, raramente la estridencia operativa del Te Deum, tonadas populares, campesinas y urbanas, cada cual las suyas, pero nada que se pareciera a estos sonidos que el italiano extraía del clavicordio, que parecían unas veces un juguete infantil y otras una reprensión colérica, tanto parecían divertirse los ángeles como enfadarse Dios.

Al cabo de una hora se levantó Scarlatti del clavicordio, lo cubrió con una lona y dijo luego, hablando con Baltasar y Blimunda, que habían interrumpido su trabajo, Si la passarola del padre Bartolomeu de Gusmão llega a volar un día, me gustaría ir en ella y tocar en el cielo, y Blimunda respondió, Si vuela la máquina, todo el cielo será música, y Baltasar, acordándose de la guerra, Si no es infierno todo el cielo. No saben estos dos leer ni escribir, y, pese a ello, dicen cosas como éstas, imposibles en tal tiempo y lugar, si todo tiene su explicación, busquemos ésta, y si ahora no la encontramos, otro día será. Muchas veces volvió Scarlatti a la quinta del duque de Aveiro, no siempre tocaba, pero en ciertas ocasiones pedía que no se interrumpieran los trabajos ruidosos, la fragua rugiendo, el mazo retumbando en el yunque, el agua hirviendo en la tinaja, apenas se oía el clavicordio en medio de aquel gran clamor del cobertizo, y sin embargo el músico encadenaba serenamente su música, como si lo rodeara el gran silencio del espacio donde deseaba tocar un día.

Busca cada cual, por su propio camino, la gracia, sea ella lo que fuere, un simple paisaje con un poco de cielo encima, una hora del día o de la noche, dos árboles, tres si son los de Rembrandt, un murmullo, véase este cura que anda sacando de sí a un Dios y poniendo otro sin saber qué provecho habrá en el cambio, y, si provecho hay, quién se va a aprovechar al fin de él, véase este músico que no sabría componer otra música que no sea ésta, que no estará vivo de aquí a cien años para oír la primera sinfonía del hombre, erradamente llamada Novena, véase a este soldado manco que, por ironía del azar, es fabricante de alas, sin haber pasado nunca de la infantería, alguna vez sabe el hombre lo que le espera, éste menos que cualquier otro, véase esta mujer de ojos excesivos, que ha nacido para descubrir voluntades, no pasaban de menudencias e insignificancias sus demostraciones de tumor, feto estrangulado y moneda de plata, ahora sí, ahora se verán las obras mayores de su destino, cuando el padre Bartolomeu Lourenço llegue a la quinta de San Sebastián da Pedreira y diga, Blimunda, está Lisboa atormentada por una peste, muere gente en todas las casas, creo que no vamos a tener mejor ocasión de recoger las voluntades de los moribundos, si aún las conservan, pero mi deber es decirte que correrás grandes peligros, no vayas si no quieres, ni yo te obligaría aunque obligarte estuviera en mi mano, Qué enfermedad es ésa, Dicen que fue traída por una nave del Brasil y que se manifestó primero en Ericeira. Está cerca mi tierra, dijo Baltasar, y el cura respondió, No hay noticia de que haya muerto gente en Mafra, pero, sobre la enfermedad, por las señales, es vómito negro o fiebre amarilla, el nombre poco importa, el caso es que mueren como tordos, qué decides tú, Blimunda. Se levantó Blimunda del desmochado donde estaba sentada, alzó la tapa del arca y de allí dentro sacó el frasco de vidrio, cuántas voluntades habría allí, tal vez unas cien, casi nada para lo que necesitaban, e incluso así había sido una larga y difícil caza, mucho ayuno, a veces perdida en un laberinto, dónde está la voluntad, que no la veo, sólo vísceras y huesos, la red agónica de los nervios, el mar de sangre, la comida pastosa en el estómago, el excremento final, Irás, preguntó el cura, Iré, respondió ella, Pero no sola, dijo Baltasar.

Al día siguiente, muy temprano, estaba el día de lluvia, salieron Blimunda y Baltasar de la quinta, ella en ayuno natural, él llevando en la alforja el sustento de ambos, para cuando, por la extenuación del cuerpo o por llevar una recogida satisfactoria, ya Blimunda pudiera o tuviera que alimentarse. Durante muchas horas de ese día no verá Baltasar el rostro de Blimunda, ella siempre delante, avisando si tiene que volverse, es un extraño juego el de estos dos, ni uno quiere ver ni el otro quiere ser visto, parece tan fácil y sólo ellos saben cuánto les cuesta no mirarse. Por eso, acabando el día, cuando Blimunda ya haya comido y sus ojos regresen a la común humanidad, Baltasar podrá sentir despertar su propio y entorpecido cuerpo, menos cansado de la caminata que de no ser mirado.