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Pero antes ha visitado Blimunda a los agonizantes. A donde llega la reciben con loores y gratitud, ni le preguntan si es parienta o amiga, si vive en aquella misma calle o en otro barrio, y como esta tierra está tan ejercitada en obras de misericordia, a veces ni en ella reparan, se ha llenado el cuarto del enfermo, está lleno el corredor, la escalera es un sube y baja, un remolino, el cura que dio o va a dar la extremaunción, el médico si valió la pena llamarlo y había con qué pagarle, el sangrador que va de casa en casa afilando las navajas, y nadie se fija si entra o sale una ladrona, con su frasco de vidrio envuelto en paños, pegado en el fondo de él el ámbar amarillo al que las hurtadas voluntades se quedan pegadas como pájaros a la liga. Entre San Sebastián da Pedreira y la Ribeira entró Blimunda en treinta y dos casas, cogió veinticuatro nubes cerradas, en seis enfermos ya no las había, tal vez las hubieran perdido mucho tiempo atrás, y las otras dos estaban tan agarradas al cuerpo que, probablemente, sólo la muerte sería capaz de arrancarlas de allí. En otras cinco casas que visitó ya no había ni voluntad ni alma, sólo el cuerpo muerto, algunas lágrimas y muchos gritos.

Por todas partes quemaban romero para alejar la epidemia, en las calles, en las entradas de las casas, principalmente en los cuartos de los enfermos, quedaba el aire azulado de humo, y oloroso, que no parecía aquella fétida ciudad de los días saludables. Buscaban todos lenguas de San Pablo, que son piedras con aspecto de lengua de pájaro, encontradas en las playas que de São Paulo van hasta Santos, será por la santidad propia de los lugares o por la santificación que los nombres les dan, lo que todos saben es que tales piedras, y otras, redondas, del tamaño de garbanzos, son de soberana virtud contra las fiebres malignas precisamente, porque, siendo hechas de sutilísimo polvo, pueden mitigar el excesivo calor, aliviar las arenas, y a veces provocar sudor. El mismo polvo, resultante de la molienda de las piedras, es conclusivo contra el veneno, cualquiera que sea y cualquiera que haya sido la forma de administración, máxime en caso de mordedura de bicho venenoso, basta colocar la lengua de San Pablo o el garbanzo sobre la herida, y en un instante absorbe el veneno. Por eso se llama también a estas piedras ojos de víbora.

Con todo esto, parece imposible que aún muera gente, habiendo tanto remedio y tanta salvaguarda, alguna irreparable falta a los ojos de Dios habrá cometido Lisboa para que mueran en esta epidemia cuatro mil personas en tres meses, lo que representa más de cuarenta cadáveres por enterrar cada día. Quedaron las playas sin piedras y calladas las lenguas de los que murieron, impedidos éstos de explicar que tal farmacia no iba a curarlos. Pero, aunque lo dijeran, eso mismo demostraría su impenitencia, pues no debía ser causa de asombro que curaran las piedras fiebres malignas sólo por reducirse a polvo y mezclarse en el cordial o en caldo, cuando tan divulgado fue lo acontecido con la madre Teresa de la Anunciación, que cuando estaba haciendo pastelillos y faltándole azúcar, la mandó pedir a una religiosa de otro monasterio, y habiendo contestado ésta que no valía la pena que se la mandara, pues era de mala calidad, quedó la madre en aflicción extrema, y qué voy a hacer ahora con mi vida, pues haré caramelos, que es obra menos fina, entendámonos bien, no fue con su propia vida con lo que hizo los caramelos, fue con azúcar, pero en cuanto ésta tomó el punto respectivo, se abatió tanto y quedó tan amarilla que más parecía resina que dulzor aprovechable, ay qué aflicción, a quién voy a reclamar, volvióse la madre al Señor y lo puso ante sus responsabilidades, el método suele resultar, recordemos lo de San Antonio y las lámparas de plata, Vos, Señor, sabéis muy bien que no tengo más azúcar ni de donde me venga, la obra no es mía, sino vuestra, disponed vos como bien entendáis, la virtud la pondréis vos, no yo, y habiendo dicho esto, recordando que quizá no bastara con la intimación, cortó una parte de la cuerda que el Señor llevaba en la cintura y la echó al tacho, y dicho y hecho, empieza el azúcar, de amarillenta y abatida, a volverse blanca y alzada, y de allí se hicieron caramelos como en tiempo alguno se había visto en toda la historia de los monasterios. Ya ven. Y si hoy no siguen haciéndose milagros de esta confitería es porque se le acabó la cuerda al Señor, partida en pedacitos y distribuida por cuantas congregaciones había de monjas confiteras, son tiempos que no volverán jamás.

Cansados de la caminata, de tanto subir y bajar escaleras, se recogieron Blimunda y Baltasar en la quinta, siete mortecinos soles, siete pálidas lunas, ella sufriendo de una insoportable náusea, como si volviera del campo de batalla, de ver mil cuerpos destrozados por la artillería, y él, si quisiera adivinar lo que vio Blimunda, le bastaría reunir en un solo recuerdo la guerra y el matadero. Se acostaron, y aquella noche no se quisieron sus cuerpos, no tanto por fatiga, que bien sabemos hasta qué punto es tantas veces buena consejera de los sentidos, sino por algo así como una consciencia excesiva de los órganos internos, como si éstos se les hubieran salido de la piel, tal vez sea difícil de explicar, pues es con la piel como los cuerpos se conocen, reconocen y aceptan, y si ciertas profundas penetraciones, ciertos íntimos contactos son entre mucosa y piel, casi no se nota la diferencia, es como si se hubiera buscado y encontrado una piel más remota. Duermen los dos, cubiertos por una manta vieja, ni se desnudaron, causa admiración ver tan grande empresa entregada a dos vagabundos, peor ahora, que ya se les ha apagado la lozanía de la juventud, son como piedras de fundamentos, sucias de tierra que refuerzan, y también como ellas aplastados bajo el peso de lo que ha de venir. La luna, esa noche, nació tarde, estaban durmiendo y no la vieron, pero su luz entró por las rendijas, recorrió lentamente todo el chamizo, la máquina de volar, y, al pasar, iluminó el frasco de vidrio, distintamente se veían dentro de él las nubes cerradas, quizá porque nadie estaba mirando, quizá porque la luz de la luna sea capaz de mostrar lo invisible.

Quedó el padre Bartolomeu Lourenço satisfecho con el lance, era el primer día, mandados así, a la ventura, en medio de una ciudad afligida por la enfermedad y el luto, ahí hay veinticuatro voluntades para asentar en el papel. Pasado un mes, calcularán haber guardado en el frasco un millar de voluntades, fuerza de elevación que el cura suponía suficiente para una esfera, con lo que entregó un segundo frasco a Blimunda. Ya en Lisboa se hablaba mucho de aquella mujer y de aquel hombre que recorrían la ciudad de punta a punta, sin miedo a la epidemia, él atrás, ella delante, siempre silenciosos, en las calles por donde andaban, en las casas donde no se entretenían más que un momento, ella bajando los ojos cuando tenía que pasar ante él, y si el caso, repetido todos los días, no causó mayores sospechas ni extrañeza, fue porque empezó a correr la noticia de que estaban cumpliendo una penitencia, patraña inventada por el padre Bartolomeu Lourenço cuando se oyeron las primeras murmuraciones. Con un poco más de imaginación habría hecho de la misteriosa pareja dos enviados del cielo, propiciatorios de un buen final para los moribundos, refuerzo de la extremaunción, quizá debilitada por el uso continuado. Un nada basta para deshacer reputaciones, un casi nada las hace y rehace, la cuestión es encontrar el camino cierto para la credulidad o para el interés de los que van a ser eco inocente o cómplice.

Cuando la epidemia terminó, ya iban rareando los casos mortales y de repente empezó la gente a morir de otra cosa, había ya en los frascos dos mil voluntades. Entonces enfermó Blimunda. No tenía dolores, fiebre no se le notaba, sólo una extrema delgadez, una palidez profunda que daba transparencia a su piel. Yacía en el jergón, con los ojos siempre cerrados, noche y día, pero no como si durmiera o reposara, sino con los párpados crispados y una expresión de agonía en el rostro. Baltasar no salía de su lado, a no ser para preparar la comida o para satisfacer necesidades expulsorias del cuerpo, que no quedaba bien hacerlo allí mismo. El padre Bartolomeu Lourenço, sombrío, se sentaba en el tronco y permanecía horas allí. De vez en cuando parecía rezar, pero nadie pudo nunca comprender las palabras que murmuraba y a quién las dirigía. Dejó de oírlos en confesión, y dos veces que Baltasar, sintiéndose obligado, hizo vaga mención a pecados que, por acumularse, se van olvidando, respondió que Dios ve en los corazones y no necesita que alguien absuelva en su nombre, y si los pecados son tan graves que no deben pasar sin castigo, éste vendrá por el camino más corto, si el mismo Dios lo quiere, o serán juzgados en lugar propio, cuando llegue el fin de los tiempos, si, entre tanto, las buenas acciones no han compensado por sí mismas las malas, pudiendo ocurrir también que acabe todo en un perdón general o en universal castigo, sólo está por saber quién ha de perdonar a Dios o castigarlo. Pero, mirando a Blimunda, consumida y retirada del mundo, el cura se mordía las uñas, se arrepentía de haberla mandado a las instancias vecinas de la muerte con tanta continuidad que su vida tendría que padecer, como se estaba viendo, esa otra tentación de pasar al lado de allá, sin ningún dolor, sólo como quien renuncia a la seguridad de las orillas del mundo y se deja ir al fondo.