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Todas las noches, el cura, cuando volvía a la ciudad por caminos oscuros y senderos que bajaban hacia Santa Marta y Valverde, se ponía a desear, medio delirante, que le saliesen facinerosos al camino, quizá el mismo Baltasar, con la espada herrumbrosa y el espigón mortal, para vengar a Blimunda, y así acabaría todo. Pero Sietesoles, a esa hora, estaba ya acostado, cubría a Sietelunas con el brazo sano y murmuraba, Blimunda, y entonces el nombre atravesaba un ancho y oscuro desierto lleno de sombras, tardaba mucho tiempo en llegar a su destino, y luego, al regresar, las sombras penosamente apartadas, los labios se movían dificultosamente, Baltasar, allá fuera se oía el rumor de las ramas de los árboles, a veces el grito de un ave nocturna, bendita seas tú, noche, que cubres y proteges lo bello y lo feo con la misma capa indiferente, noche antiquísima e idéntica, ven. Cambiaba la cadencia de la respiración de Blimunda, señal de que se había quedado dormida, y Baltasar, extenuado por la ansiedad, podía también entrar en el sueño para reencontrar la risa de Blimunda, qué sería de nosotros si no soñásemos.

Muchas veces, durante la enfermedad, si enfermedad fue, si no fue sólo un largo regreso de la propia voluntad, refugiada en confines inaccesibles del cuerpo, muchas veces vino Domenico Scarlatti, primero sólo para visitar a Blimunda, para informarse de la mejoría que tardaba, después demorándose en la conversación con Sietesoles, y un día retiró la lona que cubría el clavicordio, se sentó y empezó a tocar, blanda, suave música que apenas osaba desprenderse de las cuerdas levemente heridas, vibraciones sutiles de insecto alado que, inmóvil, flota y de pronto pasa de una altura a otra, arriba abajo, no tiene esto nada que ver con los movimientos de los dedos sobre las teclas, como si unos a otros se anduvieran persiguiendo, no nace de ellos la música, cómo podría nacer de ellos si el teclado tiene una primera tecla y una última tecla, y la música no tiene ni fin ni principio, viene de este más allá que está a mi mano izquierda, y va a aquel otro que está a mi mano derecha, al menos la música tiene dos manos, no es como ciertos dioses. Quizá era ésta la medicina que Blimunda esperaba, o, dentro de ella, se esperase, que cada uno de nosotros conscientemente sólo espera lo que conoce, lo que para cada caso nos dijeron que era de utilidad, una sangría si la debilidad no fuera tanta, una lengua de San Pablo si la epidemia no hubiera dejado las playas escudriñadas, unas bayas de alquequenje, una raíz de cardo corredor, el elixir del Francés, si no fuera todo esto un inocente revoltijo que de bueno sólo tiene el no hacer ningún mal. No esperaría Blimunda que, oyendo la música, el pecho se le dilatase tanto, un suspiro así, como de quien muere o de quien nace, se inclinó Baltasar sobre ella temiendo que allí acabara quien, no obstante, estaba regresando. Aquella noche Domenico Scarlatti se quedó en la quinta, y tocó horas y horas, hasta la madrugada, ya Blimunda tenía los ojos abiertos, le fluían despacio las lágrimas, si hubiera aquí un médico diría que así purgaba los humores del nervio óptico ofendido, tal vez tuviera razón, quizá las lágrimas no sean más que eso, el alivio de una ofensa.

Durante una semana, todos los días, sufriendo el viento y la lluvia por los caminos encharcados de San Sebastián da Pedreira, fue el músico a tocar dos, tres horas, hasta que Blimunda tuvo fuerzas para levantarse, se sentaba junto al clavicordio, pálida aún, rodeada de música como si se sumergiera en un profundo mar, diremos nosotros, que ella nunca por ahí navegó, su naufragio fue otro. Después, la salud volvió de prisa, si es que realmente había faltado. Y, no regresando el músico, por discreto, o retenido al fin por sus obligaciones de maestro de capilla real, acaso descuidadas, y por las lecciones de la infanta, ésta seguramente nada quejosa de las ausencias, Baltasar y Blimunda echaron en falta al padre Bartolomeu Lourenço, y eso les inquietó. Una mañana, habiéndose aliviado el mal tiempo, bajaron a la ciudad, ahora uno al lado del otro, y, mientras iban hablando, podía Blimunda mirar a Baltasar y no ver más que él, afortunadamente, para alivio de ambos. La gente que encontraban en su camino eran arcas cerradas, cofres con candado, si por fuera sonreían o mostraban mala cara, era igual, el mirador no debe saber de aquel a quien mira más que el mismo mirado. Por eso Lisboa parecía tan quieta, pese a los pregones de las calles, las riñas de vecindad, los distintos sones de campanas, las oraciones gritadas ante las hornacinas, una trompeta a lo lejos, un redoble de tambor, un cañonazo de partida o llegada de naves del Tajo, la letanía y la campanilla de los frailes mendicantes. Quien tenga voluntad que la guarde y que la use, quien no la tenga, que se aguante, Blimunda no quiere saber más de cuentos, ya tiene su cuenta en la quinta del duque, sólo ella sabe lo que le costó.

El padre Bartolomeu Lourenço no estaba en casa, quizá haya ido al palacio, dijo la viuda del macero, o a la Academia, Si quieren dejar algún recado, pero Baltasar respondió que no, que volverían más tarde o se quedarían por la plaza a su espera. Al fin, hacia el mediodía, apareció el cura, enflaquecido por otra especie de enfermedad, por otras visiones, y, contra su costumbre, con el traje arrugado, como si hubiera dormido con él. Viéndolos allí, a la puerta de la casa, sentados en un poyo, se cubrió la cara con las manos, pero pronto las retiró y fue hacia ellos como si acabara de salvarse de un gran peligro, no este que parecía por sus primeras palabras, He pasado todo este tiempo esperando que viniera Baltasar para matarme, pensaríamos que temía por su vida, y no era verdad, No se haría justicia más justa contra mí, Blimunda, si te hubieras muerto, El señor Escarlata sabía que estaba mejor, No quise ir a verlo, y cuando él me vino a ver, inventé mil pretextos para no recibirlo, y esperé mi destino, El destino llega siempre, dijo Baltasar, el que no muriera Blimunda fue mi y nuestro buen destino, y qué vamos a hacer ahora, si se ha ido ya la enfermedad, si están recogidas las voluntades, si está acabada la máquina, si no hay más hierro por batir, ni lonas que coser y embrear, ni mimbres que trenzar, si con el ámbar amarillo que tenemos se podrán hacer tantas bolas como alambres se cruzan en el techo, si está dispuesta la cabeza del ave, que no es gaviota, pero se parece, si en fin se ha terminado ya nuestro trabajo, cuál va a ser su destino y el nuestro, padre Bartolomeu Lourenço. El cura se puso aún más pálido, miró alrededor como si temiera que alguien estuviese oyendo, luego respondió, Tendré que informar al rey de que la máquina está construida, pero antes tenemos que probarla, no quiero que vuelvan a reírse de mí como hicieron hace quince años, y ahora volved a la quinta, que ya iré por allí un día de éstos.