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Encerrados en la quinta, Baltasar y Blimunda asisten al paso de los días. Ha acabado agosto, setiembre va mediado, ya andan las arañas tejiendo sus hilos en la passarola, levantando sus propias velas, añadiéndole alas, el clavicordio del señor Escarlata hace tiempo que no toca, no hay lugar más triste en el mundo que San Sebastián da Pedreira. Empieza a hacer frío ya, el sol se esconde muchas horas, cómo se ha de hacer la prueba de la máquina estando cubierto el cielo, si el padre Bartolomeu Lourenço ha olvidado que sin sol no se levanta la máquina del suelo y aparece con el rey, será la peor de las vergüenzas, capaz de ponerme la cara negra. No vino el rey, no vino el cura, el cielo apareció limpio otra vez, brilló el sol, y Blimunda y Baltasar volvieron a la misma ansiosa espera. Entonces llegó el cura. Oyeron fuera, en el portón, los cascos de la mula batiendo recio, insólito caso, que éste no es animal para arrebatos, habrá novedad, quizá al fin venga el rey a asistir al vuelo de la passarola pero así, sin aviso, sin que vengan primero criados de su casa a comprobar la limpieza del lugar, a asegurarse de las comodidades, a levantar pabellones, ha de ser otra cosa. Era otra cosa. El padre Bartolomeu Lourenço entró violentamente en el cobertizo, venía pálido, lívido, ceniciento, como alguien resucitado cuando ya iba medio podrido, Tenemos que huir, el Santo Oficio me busca, quieren cogerme, dónde están los frascos. Blimunda abrió el arca, apartó unas ropas, Aquí están, y Baltasar preguntó, Qué vamos a hacer ahora. El padre Bartolomeu Lourenço temblaba todo él, apenas podía sostenerse en pie, Blimunda lo sostuvo, Qué vamos a hacer, repitió, y gritó él, Huiremos en la máquina, después, como súbitamente asustado murmuró de manera casi inaudible indicando el artefacto, Huiremos en la máquina, Adónde, No lo sé, pero hay que escapar de aquí. Baltasar y Blimunda se miraron largamente, Estaba escrito, dijo él, Vamos, dijo ella.

Son las dos de la tarde y hay tanto que hacer, no se puede perder un minuto, retirar las tejas, cortar los tablones y los barrotes que no han podido arrancar, pero antes hay que colocar las bolas de ámbar en el cruce de los alambres, abrir las lonas superiores para que la luz del sol no caiga demasiado pronto sobre la máquina, transferir a las esferas las dos mil voluntades, mil a este lado, mil a aquél, que no suba de un lado más que del otro, con peligro de que la máquina dé un tumbo en el aire, y si al fin lo da, que sea por razones que no pudimos prever. Tanto trabajo aún, y tan escaso el tiempo. Baltasar está en el tejado, retirando las tejas y lanzándolas abajo, hay un montón de cascotes alrededor del chamizo, y el padre Bartolomeu Lourenço ha logrado vencer la postración en que estaba, y usa de sus flacas fuerzas para arrancar, desde dentro, las tablas más delgadas, que los barrotes requieren un vigor que le falta, ésos van a tener que esperar, mientras Blimunda, tranquila, como si en toda su vida no hubiera hecho más que volar, comprueba el estado de las lonas, si la brea está extendida por igual, y refuerza algunas vainas.

Y ahora qué harás tú, ángel custodio, nunca tan necesario fuiste desde que te nombraron para ese lugar, aquí tienes a estos tres que van a alzarse en los aires, hasta allá adonde nunca llegaron los hombres, y precisan de quien los proteja, ellos por sí ya hicieron cuanto podían, reunieron los materiales y las voluntades, conjugaron lo sólido y lo evanescente, unieron a todo su propia osadía, están dispuestos, sólo falta acabar de echar abajo este tejado, cerrar las velas, dejar entrar el sol, y, adiós, ahí vamos, si tú, ángel custodio, no ayudas al menos un poquito, ni eres ángel ni cosa que lo valga, claro está que no faltan santos invocables, pero ninguno es, como tú, aritmético, tú sí, que sabes las trece palabras, y de la una a la trece, sin falta, las enumeras, y siendo ésta una obra que requiere todas las geometrías y todas las matemáticas que se puedan reunir, puedes empezar ya por la primera palabra, que es la Casa de Jerusalén, donde murió Jesucristo por todos nosotros, es lo que dicen, y ahora las dos palabras, que son las dos Tablas de la Ley donde Jesucristo puso los pies, es lo que dicen, y ahora las tres palabras, que son las tres personas de la Santísima Trinidad, es lo que dicen, y ahora las cuatro palabras, que son los cuatro Evangelistas, Juan, Mateo, Marcos y Lucas, es lo que dicen, y ahora las cinco palabras, que son las cinco llagas de Jesucristo, es lo que dicen, y ahora las seis palabras, que son los seis cirios benditos que Jesucristo tuvo en su nacimiento, es lo que dicen, y ahora las siete palabras, que son los siete sacramentos, es lo que dicen, y ahora las ocho palabras, que son las ocho bienaventuranzas, es lo que dicen, y ahora las nueve palabras, que son los nueve meses que Nuestra Señora llevó a su bendito hijo en su purísimo vientre, es lo que dicen, y ahora las diez palabras, que son los diez mandamientos de la ley de Dios, es lo que dicen, y ahora las once palabras, que son las once mil vírgenes, es lo que dicen, y ahora las doce palabras, que son los doce apóstoles, es lo que dicen, y ahora las trece palabras, que son los trece rayos de la luna, y esto sí, no es preciso que lo digan, porque, por lo menos, está Sietelunas aquí, es aquella mujer que tiene en la mano un frasco de vidrio, cuida de ella, ángel custodio, que si se rompe el vidrio se acabó el viaje y no podrá huir ese sacerdote que por sus modos parece loco, y cuida también del hombre que está en el tejado, manco de la mano izquierda, fue culpa tuya, estabas desatento en la batalla, es posible que no supieras aún tu cometido.

Son las cuatro de la tarde, el chamizo es sólo paredes, parece inmenso, la máquina de volar en medio, la fragua minúscula cortada por una franja de sombra, en el otro extremo el jergón donde durante seis años durmieron Baltasar y Blimunda, el arca ya no está, la metieron dentro del artilugio, qué más nos falta, las alforjas, algo de comer, y el clavicordio, qué hacemos con el clavicordio, que se quede, es egoísmo que debemos comprender y disculpar, tanta es la aflicción, ninguno de estos tres recuerda que, dejando aquí el clavicordio, las justicias eclesiásticas y seculares sentirán su curiosidad despierta, por qué y para qué hay aquí un instrumento tan poco adecuado para este lugar, y si fue un tifón lo que arrancó las tejas y el entramado, cómo es posible que no haya destruido el clavicordio, tan delicado que incluso a hombros de los faquines se desconciertan sus teclas, No va a tocar el señor Escarlata en el cielo, dijo Blimunda.

Ahora, sí, ahora pueden partir. El padre Bartolomeu Lourenço mira el espacio celeste descubierto, sin nubes, el sol parece una custodia de oro, Baltasar sostiene la cuerda con que van a cerrar las velas, después, Blimunda, ojalá adivinaran sus ojos el futuro, Encomendémonos al Dios que haya, lo dijo en un murmullo, y otra vez, con un susurro estrangulado, Tira, Baltasar, no lo hizo de inmediato Baltasar, le tembló la mano, que esto será como decir Fiat, se dice y está hecho, qué, se tira y cambiamos de lugar, hacia dónde. Blimunda se acercó, puso sus dos manos sobre la mano de Baltasar y, con un solo movimiento, como si sólo así debiera ser, tiraron ambos de la cuerda. La vela corrió toda hacia un lado, el sol batió de lleno en las bolas de ámbar, y ahora, qué va a ser de nosotros. La máquina se estremeció, osciló como si buscara un equilibrio súbitamente perdido, se oyó un crujido general, eran las laminillas de hierro, los mimbres trenzados, y, de repente, como si la aspirara un torbellino luminoso, giró dos veces sobre sí misma mientras subía, apenas rebasada aún la altura de las paredes, hasta que, firme, de nuevo equilibrada, irguiendo su cabeza de gaviota, se lanzó en flecha, cielo arriba. Sacudidos por los bruscos volteos, Baltasar y Blimunda habían caído en el suelo de tablas, pero el padre Bartolomeu Lourenço se había agarrado a una de las argollas que sustentaban las velas, y así pudo ver alejarse la tierra a una velocidad increíble, apenas se distinguía ya la quinta, perdida pronto entre las colinas, y aquello de más allá, qué es, Lisboa, claro, y el río, oh, el mar, ese mar por el que yo, Bartolomeu Lourenço de Gusmão, vine en dos ocasiones del Brasil, el mar por donde viajé a Holanda, a qué más continentes de la tierra y del aire me llevarás tú, máquina, el viento ruge en mis oídos, nunca ave alguna subió tan alto, si me viera el rey, si me viera aquel Tomás Pinto Brandão que se rió en verso de mí, si el Santo Oficio me viera, sabrían todos que soy el hijo predilecto de Dios, yo, sí, que estoy subiendo al cielo por obra de mi genio, por obra también de los ojos de Blimunda, habrá en el cielo ojos como ellos, por obra de la mano derecha de Baltasar, aquí te llevo, Dios, a uno que tampoco tiene mano izquierda, Blimunda, Baltasar, venid a ver, levantaos de ahí, no tengáis miedo.