No tenían miedo, sólo estaban asustados de su propio valor. El cura se reía, daba gritos, había dejado ya la seguridad de la sonda de navegación y recorría el convés de la máquina de un lado a otro para poder mirar la tierra en todos sus puntos cardinales, tan grande ahora que estaban lejos de ella, al fin se levantaron Baltasar y Blimunda, agarrándose nerviosamente a las sondas, después a la amurada, deslumbrados de luz y viento, luego ya sin temor, Ah, y Baltasar gritó, Lo hemos conseguido, se abrazó a Blimunda y rompió a llorar, parecía un niño perdido, un soldado que anduvo en guerras, que en Pegões mató a un hombre con su espigón, y ahora solloza de felicidad abrazado a Blimunda, que le besa la cara sucia. El cura se acercó a ellos y se abrazó también, súbitamente perturbado por una analogía, así lo había dicho el italiano, Dios él mismo, Baltasar su hijo, Blimunda el Espíritu Santo, y estaban los tres en el cielo, Sólo hay un Dios, gritó, pero el viento le arrebató las palabras de la boca. Entonces, Blimunda dijo, Si no abrimos la vela, seguiremos subiendo, adónde iremos a parar, quizás al sol.
Nunca preguntamos si habrá algo de juicio en la locura sino que vamos diciendo que de loco todos tenemos un poco. Son maneras de asegurarnos desde nuestra perspectiva, imagínense, que la presenten los locos como pretexto para exigir igualdades con el mundo de los cuerdos, sólo un poco locos, el mínimo juicio que conserven, por ejemplo, salvaguardar su propia vida, como está haciendo el padre Bartolomeu Lourenço, Si abrimos la vela de repente, caeremos en la tierra como una piedra, y es él quien va a maniobrar la cuerda, darle la holgura precisa para que se extienda la lona sin esfuerzo, todo depende ahora de la habilidad, y la vela se abre lentamente, hace descender la sombra sobre las bolas de ámbar, y la máquina disminuye la velocidad, quién diría que con tanta facilidad se puede ser piloto en los aires, ya podemos ir en busca de nuevas Indias. La máquina ha dejado de subir, está parada en el cielo, con las alas abiertas, el pico virado hacia el norte, se está moviendo, no lo parece. El cura abre más la vela, tres cuartas partes de las bolas de ámbar están ya en sombra, y la máquina desciende suavemente, es como estar dentro de un bote en un lago tranquilo, un toque de timón, un leve impulso de remos, las cosas que un hombre es capaz de inventar. Lentamente se aproxima la tierra, Lisboa se distingue mejor, el rectángulo torcido del Terreiro do Paço, el laberinto de calles y travesías, el friso de los miradores donde el cura vivía, y donde ahora están entrando los familiares del Santo Oficio para prenderlo, tarde piaron, gente tan escrupulosa de los intereses del cielo y no se les ocurre mirar hacia arriba, aunque seguro que, a tal altura, la máquina es un puntito en el azul, y cómo van a levantar los ojos si están aterrados ante una Biblia desgarrada a la altura del Pentateuco, un Corán convertido en añicos indescifrables, y salen ya, van en dirección a Rossío, al palacio de los Estaus, para informar de que ha huido el padre Bartolomeu Lourenço, a quien iban a buscar para encarcelarlo, y no adivinan que lo protege la gran bóveda celeste adonde ellos nunca irán, es bien verdad que Dios elige a sus favoritos, locos, tarados, excesivos, pero no familiares del Santo Oficio. Baja la passarola un poco más, con algún esfuerzo se observa la quinta del duque de Aveiro, cierto es que estos aviadores son principiantes, les falta experiencia para identificar de un vistazo los accidentes principales, los ríos, las lagunas, los pueblos, como estrellas derramadas en el suelo, los bosques oscuros, pero allí están las cuatro paredes del chamizo, el aeropuerto de donde alzaron el vuelo, se acuerda el padre Bartolomeu Lourenço de que tiene unos anteojos en el arca, en dos tiempos los va a buscar y apunta, oh, qué maravilla es vivir e inventar, se ve claramente el jergón a un lado, la fragua, sólo el clavicordio ha desaparecido, qué habrá sido de él, nosotros lo sabemos y vamos a decirlo, que yendo Domenico Scarlatti a la quinta, vio, estando ya cerca, la máquina alzándose con gran soplo de alas, que haría si batieran, y, entrando, dio con todo aquel destrozo de tejas partidas, tablones caídos, barrotes cortados o arrancados, no hay nada más triste que una ausencia, corre el avión por la pista, se levanta en el aire, sólo queda una pungente melancolía, esta que obliga a sentarse a Domenico Scarlatti al clavicordio y tocar un poco, casi nada, sólo un pasar de dedos por las teclas como si estuvieran rozando un rostro cuando ya las palabras han sido dichas o son lo de menos, y luego, porque sabe muy bien que es peligroso dejar allí el clavicordio, lo arrastra afuera, sobre el suelo irregular, a trompicones, gimen desconcertadas las cuerdas, ahora sí que se van a desencajar los macillos, y para siempre, llevó Scarlatti el clavicordio hasta el brocal del pozo, por suerte es bajo, y, levantándolo a pulso, mucho le cuesta, lo lanza al fondo, tropieza por dos veces la caja en las paredes, todas las cuerdas gritan, y cae al fin al agua, nadie sabe el destino para que está guardado, un clavicordio que sonaba tan bien, hundiéndose ahora, borboteando como un ahogado hasta asentarse en el lodo. Desde lo alto ya no se ve el músico, va por ahí, por los senderos, quizá desviado del camino, quizá mirando para arriba, vuelve a ver el aparato, saluda con el sombrero, una vez sólo, es mejor disimular, fingir que no sabe nada, por eso no lo vieron desde la nave, quién sabe si volverán a encontrarse.
Viene el viento del sur, es una brisa que apenas agita los cabellos de Blimunda, con tan leve soplo no podrán ir a ningún sitio, sería lo mismo que atravesar el océano a nado, por eso pregunta Baltasar, Le doy al fuelle, todas las monedas tienen dos caras, primero dijo el cura, Sólo hay un Dios, y ahora quiere Baltasar saber, Le doy al fuelle, primero lo sublime, después lo trivial, cuando Dios no sopla, el hombre tiene que hacer fuerza. Pero el padre Bartolomeu Lourenço parece haber sido tocado por un punto de estupor, no habla, no se mueve, sólo mira el gran círculo de la tierra, una parte de río y mar, una parte de monte y llanura, si aquello no es espuma, más allá, será la vela blanca de una nave, si no es paño de niebla es humo de chimenea, y, pese a todo, se diría que el mundo se ha acabado, y los hombres con él, el silencio aflige, y el viento se calmó, ni un pelo de Blimunda se mueve, Dale al fuelle, Baltasar, dijo el cura.
Es como los pedales de un órgano, tiene unas zapatas para encajar los pies, y, a la altura del pecho, fijada al cavernamen de la máquina, una barra de apoyo para los brazos, no es ninguna invención complementaria del padre Bartolomeu Lourenço, bastó ir a la catedral a ver el órgano, aunque aquí no hay música que oír, sólo el resoplar del fuelle lanzando aire a las alas y a la cola de la passarola, que al fin empieza a moverse, despacio, tan despacio que sólo de verla así se cansa uno, y aún no ha llegado a volar un tiro de ballesta y ya está Baltasar cansado, tampoco así vamos a ninguna parte. Con la cara grave, mide el cura los esfuerzos de Sietesoles, comprende que su gran invento tiene un punto flaco, en el espacio celeste no se puede hacer como en el agua, meter los remos en el aire cuando falta viento, Para, no le des más al fuelle, y Baltasar, agotado, se sienta en el fondo de la máquina.