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Se despide el último aire del día, no tardará en cerrar la noche completamente, lucen en el cielo las primeras estrellas, ni llegando tan cerca pudieron alcanzarlas, a fin de cuentas qué fue esto, el salto de una pulga, subimos por el aire en Lisboa, sobrevolamos la villa de Mafra y la obra del convento, estuvimos a punto de caer al mar, y ahora, Dónde estamos, preguntó Blimunda, y gimió porque el estómago le dolía mucho, los brazos los tenía sin fuerza, inertes, de lo mismo se quejaba Baltasar mientras se ponía en pie e intentaba enderezarse, vacilando como los toros antes de caer con el cráneo perforado por el puntazo del descabello, mucha suerte la suya, que, al contrario de los toros, pasaba de casi la muerte a la vida, no le hizo mal ninguno el vacilar, para que sepa cuánto vale el poder asentar los pies en el suelo, No sé dónde estamos, nunca he estado aquí, a mí me parece una montaña, quizá el padre Bartolomeu Lourenço tenga información. El cura estaba levantándose, no le dolían los miembros ni el estómago, sólo la cabeza, era como si un estilete le perforara las sienes de lado a lado, Estamos en un peligro tan grande como si no hubiéramos salido de la quinta, si no nos encontraron ayer, nos encontrarán mañana, Pero, este lugar donde estamos, cómo se llama, Todo lugar en la tierra es la antecámara del infierno, unas veces se llega muerto, otras se va vivo y la muerte viene después, Por ahora aún estamos vivos, Mañana estaremos muertos.

Blimunda se acercó al cura, dijo, Pasamos por un gran peligro cuando descendíamos, si fuimos capaces de librarnos de ése, de otros también nos libraremos, díganos por dónde debemos ir, No sé dónde estamos, Cuando nazca el día veremos mejor, subiremos a uno de esos montes, y, desde allí, orientándonos por el sol, encontraremos el camino, y Baltasar añadió, Haremos subir la máquina, ya conocemos las maniobras, si no nos falta viento, en un día podemos llegar muy lejos, donde no nos alcance el Santo Oficio. El padre Bartolomeu Lourenço no respondió, apretaba la cabeza entre las manos, luego hacía gestos como si hablara con un ser invisible, y su silueta se volvía cada vez más imprecisa en la oscuridad. La máquina se había posado en un espacio cubierto de matorrales bajos, pero, a un lado y otro, a unos treinta pasos, había matojos que se alzaban contra el cielo. Por lo que desde allí se podía juzgar, no había señal de gente en los alrededores. Hacía frío, cosa nada rara, porque setiembre estaba llegando a su fin y el día no había sido caluroso. Protegido por la máquina, abrigado del viento, Baltasar encendió una pequeña hoguera, más por sentirse acompañados que para calentarse, por otra parte, no era conveniente hacer una hoguera grande que podría ser vista desde lejos. Se sentaron, él y Blimunda, a comer de lo que habían traído en la alforja, primero llamaron al cura, pero él no respondió ni se aproximó, se veía su silueta, en pie, quieto ahora, quizá estuviera mirando las estrellas, quizá el valle profundo, las tierras bajas donde no brillaba una sola luz, parecía que el mundo hubiera sido abandonado por sus habitantes, quizá no faltaran por ahí máquinas voladoras capaces de viajar con cualquier tiempo, hasta de noche, y se había ido toda la gente, quedando sólo estos tres con un pajarraco que no sabe adónde ir si le quitan el sol.

Tras haber comido se acostaron sobre el casco de la máquina, cubiertos con la capa de Baltasar y una lona que sacaron del arca, y Blimunda murmuró, El padre Bartolomeu Lourenço está enfermo, no parece el mismo hombre, Hace mucho tiempo que no es el mismo hombre, qué le vamos a hacer, Y nosotros, qué haremos, No sé, a ver si él toma mañana una resolución. Oyeron que el cura se levantaba, que arrastraba los pies por los matojos, lo oyeron murmurar, con eso se tranquilizaron, lo peor era el silencio, y, pese al frío y a la incomodidad, se queda ron dormidos, pero no profundamente. Soñaban ambos que viajaban por el aire, Blimunda en un coche tirado por caballos alados, Baltasar cabalgando un toro que llevaba una manta de fuego, de repente los caballos perdieron las alas y se prendió fuego en la mecha y empezaron a estallar los cohetes, y en la aflicción de la pesadilla despertaron ambos, no habían dormido mucho, había una luz como si el mundo estuviera ardiendo, era el cura que, con una rama encendida prendía fuego a la máquina, estaba estallando ya el casco de mimbres, y de un salto Baltasar se puso en pie, y echándole los brazos a la cintura intentó alejarlo, pero el cura se resistía, de modo que Baltasar lo apartó con violencia, lo tiró al suelo, apagó la rama con los pies mientras Blimunda golpeaba con la lona las llamas que habían prendido ya en los matorrales y ahora, poco a poco, se dejaban apagar. Vencido y resignado, se levantó el cura. Baltasar cubría la hoguera con tierra. Apenas conseguían verse en la oscuridad. Blimunda preguntó en voz baja, en un tono neutro, como si conociera de antemano la respuesta, Por qué ha prendido fuego a la máquina, y Bartolomeu Lourenço respondió, en el mismo tono, como si hubiera estado esperando la pregunta, Si he de arder en una hoguera, al menos que sea en ésta. Se alejó hacia la espesura que se alzaba por el lado del declive, lo vieron bajar rápidamente, y en la siguiente mirada, ya no estaba, alguna necesidad urgente del cuerpo, si es que aún las tiene un hombre que ha querido prender fuego a un sueño. Pasaba el tiempo y el cura no volvía. Baltasar fue a buscarlo. No estaba. Lo llamó, no tuvo respuesta. Empezaba a salir la luna cubriéndolo todo de alucinaciones y de sombras, y Baltasar sintió que se le erizaban los pelos de la cabeza y de todo el cuerpo. Pensó en hombres-lobo, en espectros de hechura y porte vario, quizás andaban por allí almas en pena, creyó firmemente que el cura había sido llevado por el diablo en persona, y antes de que el mismo diablo apareciera allí para llevárselo perneando también, rezó un padrenuestro a San Egidio, auxiliar e intercesor en casos y situaciones de pánico, epilepsia, locura y temores nocturnos. Quizá el santo oyó la invocación, al menos no vino el diablo a buscar a Baltasar, pero los temores no se disiparon, de repente, toda la tierra empezó a murmurar, o al menos eso parecía, quizá por efecto de la luna, mejor santa me será Sietelunas, por eso volvió a ella, temblando aún de susto, Ha desaparecido, y Blimunda dijo, Se fue, no volveremos a verlo.

Durmieron mal aquella noche. El padre Bartolomeu Lourenço no volvió. Al amanecer, cuando estaba a punto de salir el sol, dijo Blimunda, Si no tiendes la vela, si no tapas bien tapadas las bolas de ámbar, la máquina se irá sola, ni siquiera precisa de alguien que la gobierne, y quizá fuera mejor dejarla ir, a lo mejor se encontraba en algún lugar de la tierra o del cielo con el padre Bartolomeu Lourenço, y Baltasar respondió, con cierta violencia, O en el infierno, la máquina se queda donde está, y fue a extender la lona embreada, cubriendo de sombra el ámbar, pero no quedó satisfecho, la vela podía desgarrarse, ser apartada por el viento. Con el cuchillo cortó ramas de los brezales, cubrió con ellas la máquina y, pasada una hora, ya claro el día, quien de lejos mirara en aquella dirección no vería más que un montón de ramas en medio de un espacio de matorral enano, no queda mal así, lo malo será cuando las ramas se sequen. De lo que sobró de la víspera almorzó Baltasar un poco, Blimunda antes, es siempre la primera en comer, cerrados los ojos, ya lo recordamos, hoy hasta esconderá la cabeza bajo la capa de Baltasar. Ya no tienen nada que hacer aquí, Y ahora qué, preguntó uno, y el otro respondió, Ya no tenemos nada que hacer aquí, Entonces vámonos, Bajaremos por el sitio por donde el padre Bartolomeu Lourenço desapareció, tal vez encontremos el rastro. Durante toda la mañana buscaron por aquel lado de la sierra mientras iban bajando, grandes montes redondos y silenciosos, ni nombre tendrían, y no descubrieron ni rastro del cura, ni una huella, ni un andrajo negro desgarrado por los espinos, parecía como si el cura hubiera desaparecido en el aire, dónde estará, Y ahora, qué hacemos, fue la pregunta de Blimunda, Ahora seguimos hacia delante, el sol está más allá, a la derecha queda el mar, llegando a un sitio habitado sabremos dónde estamos, qué sierra es ésta, por si algún día queremos volver, Ésta es la sierra del Barregudo, les dijo un pastor, cuando llevaban andada una legua, y aquel monte de allí, muy grande, es Monte Junto.