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Tardaron dos días en llegar a Mafra, después de un amplio rodeo, para fingir que venían de Lisboa. Andaba una procesión por la calle, todos dando gracias por el prodigio que Dios se había servido hacer mandando a su Espíritu Santo volar por encima de las obras de la basílica.

Vivimos en un tiempo en el que cualquier monja, como si fuera lo más natural del mundo, encuentra en el claustro al Niño Jesús o en el coro a un ángel tocando el arpa, y, si está encerrada en su celda, donde, por mor del secreto, son más corporales las manifestaciones, la atormentan los diablos agitando la cama, y sacudiéndole así los miembros, los superiores de modo que hasta los senos se le agitan, los inferiores, tanto que se estremece y transpira la hendidura de su cuerpo, ventana del infierno, si no puerta del cielo, ésta por estar gozando, aquélla porque gozó, y en todo esto se cree, sin embargo, no puede Baltasar Mateus, llamado Sietesoles, decir, Yo volé de Lisboa al Monte Junto, porque lo tomarían por loco, y eso si hay suerte, porque por tan poco no puede inquietarse el Santo Oficio, lo que sobran son locos en esta tierra barrida por la locura. Del dinero del padre Bartolomeu Lourenço habían vivido Baltasar y Blimunda hasta ahora, añadiéndole las coles y las habichuelas del huerto, un pedazo de carne cuando era tiempo de ella, sardina salada cuando no llegaba fresca, y cuanto se gastaba y comía, era mucho menos para sustentar el cuerpo propio que para alimentar el crecimiento de la máquina voladora, si entonces realmente creían que iba a volar.

Voló la máquina, si se cree tal cosa, y hoy está reclamando el cuerpo su alimento, para esto suben tan alto los sueños, ni siquiera el oficio de carretero puede tomar Sietesoles, fueron vendidos los bueyes, se rompió el carro, si no fuera Dios tan descuidado, los bienes de los pobres serían eternos. Con yunta de bueyes y carro suyo podría Baltasar ir a la veeduría general a ofrecerse para trabajar, y pese a ser manco lo aceptarían. Así, dudarían que fuese él capaz, con una sola mano, de gobernar los animales del rey o de los nobles y otros particulares que, para obtener gracias de la corona, los prestaban, En qué puedo trabajar yo, hermano, preguntó Baltasar a Álvaro Diego, su cuñado, la noche misma del día en que llegaron, moradores ahora todos de la casa paterna, habían acabado de cenar, pero antes oyeron de boca de Inés Antonia, él y Blimunda, el maravilloso caso del paso del Espíritu Santo por encima de la villa, Lo vi yo misma, con estos ojos que ha de comerse la tierra, hermana Blimunda, y lo vio también Álvaro Diego, que estaba en la obra, no es verdad que lo viste, marido, y Álvaro Diego, soplando un tizón de la fogata, respondió que sí, que pasó una cosa por encima de la obra, Fue el Espíritu Santo, insistió Inés Antonia, lo dijeron los frailes a quien quiso oírlo, y tanto fue el Espíritu Santo que hicimos una procesión, en acción de gracias, Pues sería, se resignó el marido, y Baltasar, con los ojos en Blimunda que sonreía, En el cielo hay cosas que no sabemos explicar, y Blimunda devolviéndole la intención, Si las conociéramos, las cosas del cielo tendrían otros nombres. Junto al lar dormitaba el viejo João Francisco, sin carro ni yunta de bueyes, sin tierra ni Marta María, parecía ajeno a la charla, pero dijo, e inmediatamente se ausentó de nuevo hacia sus sueños, En el mundo no hay más que muerte y vida, se quedaron todos a la espera del resto, por qué los viejos callan cuando debieran seguir hablando, de ahí que los jóvenes tienen que aprenderlo todo desde el principio. Hay aquí otro durmiendo, por eso no podría hablar aunque, si estuviese despierto, tal vez no se lo permitieran, porque sólo tiene doce años, puede la verdad estar en boca de niños, pero, para decirla, tienen primero que crecer, y entonces empiezan a mentir, éste es el hijo que quedó, llega por la noche deshecho del trabajo, andamio arriba, andamio abajo, acaba de cenar y se queda dormido, Queriendo, hay trabajo para todos, dice Álvaro Diego, puedes ir de peón y llevar piedras con la carretilla, basta tu gancho para sostener el varal, así son los tropezones de la vida, uno va a la guerra, vuelve de allá lisiado, vuela luego por artes misteriosas, confidenciales, y, al fin, si quiere ganar el pobre pan de cada día, ya ven, y puede darse por satisfecho, que hace mil años no fabricaban ganchos como éste para servir de mano, qué pasará de aquí a otros mil.

Por la mañana, muy temprano, partieron Baltasar y Álvaro Diego, más el chiquillo, está la casa de los Sietesoles, como ya dijimos, muy cerca de la iglesia de San Andrés y del palacio de los vizcondes, viven aquí en la parte más antigua de la villa, aún se ven los restos del castillo que los moros levantaron en sus tiempos, por la mañana temprano salieron, van encontrando por el camino a otros hombres de la tierra, gente a quien Baltasar conoce, todos camino de la obra, por eso, tal vez, están abandonados los campos, no bastan viejos y mujeres para trabajarlos y, como Mafra está en el fondo de un valle, tienen aquéllos que subir por senderos que ya no son los de antes, los cubrieron los escombros que arrojan desde el alto de la Vela. Mirando desde abajo, lo que de paredes se ve no promete ninguna torre de Babel, y, llegando más al pie de la vertiente, la construcción se oculta por completo, siete años llevan trabajando en esto, a este paso ni en el día del juicio, y entonces no valdrá la pena, La obra es grande, dice Álvaro Diego, cuando estés allí lo verás, y Baltasar, que se desdeña de canteros y picapedreros, tiene que callarse, no tanto por la cantería ya erguida, sino por la multitud de hombres que cubren el tajo, es un hormiguero de gente que acude de todas partes, si todos han venido a trabajar, entonces me muerdo la lengua, he hablado antes de tiempo. El chiquillo los ha dejado ya, fue a su trabajo, a carretar cubos de cal, y los dos hombres atraviesan la explanada hacia la izquierda, van a la veeduría, dirá Álvaro Diego que éste es mi cuñado, natural y vecino de Mafra, que ha vivido muchos años en Lisboa, pero ahora ha vuelto definitivamente a casa de su padre y quiere trabajo, no es que sea muy fuerte la recomendación, pero en fin Álvaro Diego está aquí desde los primeros días, es un operario capaz y cumplidor, y una ayuda siempre sirve. Baltasar abre la boca asombrado, viene de una aldea y entra en una ciudad, bien está que Lisboa sea lo que es, no podría ser menos la cabeza de un reino, no sólo señor de Algarve, que está cerca y es pequeño, sino también de otras partes grandes y distantes que son Brasil, África y la india, más un montón de sitios sueltos dispersos por el mundo, bien está, digo, que sea Lisboa aquella desmedida confusión, pero este ayuntamiento enorme de cobertizos y casas de muchos y muy variados tamaños es cosa en la que sólo cree uno si la ve de cerca, cuando hace tres días sobrevoló Sietesoles este lugar, llevaba tan agitada el alma que le pareció ilusión de los sentidos el caserío y la urbanización, y poco mayor que una capilla la iniciada basílica. Si Dios, que desde allá arriba lo ve todo, lo ve tan mal como lo vio él, entonces más le valía andar por el mundo, por su propio y divino pie, se ahorraban intermediarios y recados que nunca son de fiar, empezando por los ojos naturales, que ven pequeño a lo lejos lo que de cerca es grande, salvo si usa Dios anteojos como los del padre Bartolomeu Lourenço, ojalá me estuviera viendo ahora, si me dan trabajo o no.