A Mafra llegan noticias sueltas de que en Lisboa ha habido un terremoto sin más estragos que caídas de cornisas y chimeneas, algunas grietas en las paredes viejas, pero como no hay mal que por bien no venga, hicieron negocio magnífico los cereros, que fue un remolino de velas a las iglesias, con particular preferencia por los altares de San Cristóbal, santo de gran ayuda en casos de peste, epidemias, rayos, incendios y tempestades, inundaciones, malos viajes y temblores de tierra, en competencia con Santa Bárbara y San Eustaquio, que tampoco son parcos en estas protecciones. Pero los santos son como los hombres, estos que andan aquí construyendo el convento, y quien dice éstos dice otros, en otras construcciones y destrucciones, los santos se cansan, aprecian en mucho su reposo, que sólo ellos saben cuánto trabajo da tener de la brida a las fuerzas naturales, que si fueran fuerzas de Dios bastaría ir a Él y pedirle, Oiga, no sople ahora, no sacuda, no prenda fuego, no inunde, no suelte plagas ni ladrones en el camino, y sólo si fuera un dios de maldad dejaría de atender estos ruegos, pero, como las fuerzas son naturales y los santos se distraen, apenas acabamos de suspirar de alivio por haber sido benigna la conmoción cuando tenemos encima una tempestad como no hay memoria de otra, pero sin lluvia y sin granizo, ojalá hubiera sido así, que tal vez quebraran esta fuerza del viento que juega libremente con los navíos anclados como cáscaras de nuez, arrastrando, estirando y rompiendo las amarras, o arrancando las anclas del fondo, y luego arrastra los barcos hacia los remolinos, y van a chocar unos con otros, tumbándolos y yendo a pique con los marineros clamando, sólo ellos sabrán a quién piden socorro, o encallando en tierra, donde la fuerza de las aguas acaba de despedazarlos. Los muelles se desmoronan sobre el río, el viento y las olas arrancan de raíz las piedras y las lanzan contra tierra, arrancando ventanas y puertas como guijarros, qué enemigo es éste que hiere sin hierro y sin fuego. En presunción de que sea el demonio el autor del desaguisado, toda cuanta mujer hay, ama, criada o esclava, está de rodillas en las iglesias, María Santísima, Virgen Nuestra Señora, mientras los hombres, pálidos de muerte, sin moro ni indio en quien meter la espada, desgranan las cuentas del rosario, padre nuestro, ave-maría, en fin, si tanto llamamos por éstos es que nos faltan padre y madre. Las olas baten con tanta fuerza en la playa de este lugar de Boavista, que las salpicaduras levantadas y llevadas por el viento van a caer de plano, como un chaparrón, contra los muros del convento de las Bernardas y, más lejos aún, en el monasterio de San Benito. Si el mundo fuera barca y bogase en un gran mar, se iría esta vez al fondo, juntándose agua y aguas en un diluvio al fin universal, del que no se salvarían ni Noé ni la paloma. Desde la Fundición hasta Belem, casi legua y media, no se ven más que destrozos en las playas, maderos rotos, y de las cargas de los navíos lo que por su peso no iba al fondo, a las playas venía a dar, con lastimosa pérdida de sus dueños y mucho perjuicio para el rey. A algunos navíos les cortaron los mástiles para que no virasen, e, incluso así, tres naves de guerra fueron empujadas contra la playa, donde se hubieran perdido de no haber acudido prontamente socorro particular. Eran incontables las barcas, lanchas y barcazas que fueron lanzadas contra las playas y se despedazaron, ciento veinte embarcaciones de mayor porte encallaron y se perdieron, y en cuanto a los muertos, ni vale la pena hablar, Dios sabe cuántos cadáveres se llevó la marea barra afuera o quedaron aprisionados en el fondo, lo que se sabe es que en las playas, arrojados por el mar, se contaron ciento sesenta, cuentas de un rosario que andan por ahí llorando las viudas y los huérfanos, ay mi pobre padre, son pocas las mujeres ahogadas, algún hombre dirá, ay mi pobre mujer, después de muertos todos somos pobres. Siendo tantos los muertos, los entierran donde se puede, al azar, de algunos ni se llegó a saber quiénes eran, vivían lejos sus parientes, no llegaron a tiempo, pero, a grandes males, grandes remedios, si el terremoto hubiera sido mayor, y extensa la mortandad, igual habría que enterrar a los muertos y cuidar de los vivos, queda el aviso para el futuro, por si se repite la calamidad, Dios nos libre.
Han pasado más de dos meses desde que Baltasar y Blimunda llegaron de Mafra y viven aquí. En un día de fiesta, parado el trabajo en la obra, fue Baltasar a Monte Junto a ver la máquina de volar. Estaba en el mismo sitio, en la misma posición, caída para un lado y apoyada en el ala, bajo su cobertura de ramas, secas ya. La vela superior, embreada, toda abierta, daba sombra sobre las bolas de ámbar. A causa de la inclinación del casco, la lluvia no había encharcado las lonas, y así no había peligro de que se pudrieran. Alrededor, en el suelo pedregoso, crecían matas nuevas y altas, hasta zarzales, caso sin duda singular por no ser éste tiempo ni lugar adecuado, parecía estar el ave defendiéndose por artes propias, todo se puede esperar de una máquina de éstas. Por si acaso, echó Baltasar una ayuda al camuflaje cortando ramas de los brezos, como la primera vez, pero ahora más cómodo, porque llevó un podón, y, concluido el trabajo, dio la vuelta a esta otra basílica y vio que estaba bien. Después, subió a la máquina, y, en una tabla del convés, con la punta del espigón, que en los últimos tiempos no había tenido que utilizar, dibujó un sol y una luna, es un recado para el padre Bartolomeu Lourenço, si aquí vuelve un día verá esta señal de sus amigos, no hay confusión posible. Se puso Baltasar de nuevo en camino, había salido de Mafra al amanecer, llegó cuando era ya noche cerrada, entre ir y volver anduvo más de diez leguas, quien anda con gusto, no se cansa, dicen, pero Baltasar llegó cansado, y nadie le había obligado a ir, quizá quien inventó el refrán había encontrado una ninfa y se acostó con ella, así cualquiera.
Un día, mediado diciembre, volvía Baltasar para casa al anochecer cuando vio a Blimunda, que, como casi siempre, había venido a esperarlo al camino, pero había en ella una agitación y un temblor insólitos, sólo quien no conoce a Blimunda no sabe que ella anda por el mundo como si ya lo conociera de otras vidas anteriores, y acercándose, preguntó, Está peor mi padre, No, y luego, bajando mucho la voz, El señor Escarlata está en casa del señor vizconde, qué habrá venido a hacer aquí, Estás segura, lo has visto, Con estos ojos, Será quizá un hombre parecido, Es él, a mí me basta ver una vez a alguien, y lo vi muchas. Entraron en casa, cenaron, luego fue cada uno a su jergón, cada pareja al suyo, el viejo João Francisco con el nieto, tiene éste el sueño inquieto, toda la noche coceando, con perdón, pero al abuelo no le importa, siempre es compañía para quien no consigue dormir. Por eso sólo él oyó, a las tantas, muy tarde para quien se acuesta temprano, una frágil música que entraba por las rendijas de la puerta y del tejado, gran silencio habría aquella noche en Mafra para que un simple clavicordio, tocado en el palacio del vizconde, con puertas y ventanas cerradas por el frío, y aunque no hiciera frío así lo imponía la decencia, pudiese ser oído por un viejo a quien la edad iba ensordeciendo, aunque si fuesen Blimunda y Baltasar, éstos dirían, Es el señor Escarlata que está tocando, es bien verdad que por un dedo se conoce al gigante, esto lo decimos nosotros, ya que existe el refrán y viene a cuento. Al día siguiente, de madrugada, mientras se acomodaba en un rincón junto al hogar, dijo el viejo, Esta noche oí música, no le dieron importancia Inés Antonia ni Álvaro Diego, ni el nieto, que los viejos están siempre oyendo cosas, pero Baltasar y Blimunda quedaron tristes de celos, si allí había alguien que tenía derecho a oír músicas así eran ellos, y nadie más. Fue Baltasar al trabajo, y ella se quedó rondando el palacio durante toda la mañana.