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Era una laja rectangular, enorme, una barbaridad de mármol rugoso asentado sobre troncos de pino, si nos acercáramos más, oiríamos sin duda el gemido de la savia, como oímos ahora el gemido de asombro que salió de la boca de los hombres, en este instante en que la piedra apareció en su real tamaño. Se acercó el oficial de la veeduría y le puso la mano encima, como si estuviera tomando posesión de ella en nombre de su majestad, pero si estos hombres y estos bueyes no hicieran la fuerza necesaria, todo el poder del rey sería viento, polvo, nada. Pero harán la fuerza. Para eso han venido, para eso dejaron tierras y trabajos suyos, trabajos que eran también de fuerza en tierras que la fuerza apenas amparaba, puede estar tranquilo el veedor, que aquí nadie va a negarse.

Los hombres de la cantera se aproximan, van a terminar de apurar el corte de la pequeña elevación por donde la piedra había sido arrastrada, para hacerle una pared vertical por el lado más estrecho de la laja. Es aquí donde vendrá a colocarse la nao de la India, pero, primero, los hombres venidos de Mafra tendrán que abrir una larga avenida por donde bajará el carro, una rampa que suavemente vaya hasta la carretera, sólo después podrá empezar el viaje. Armados de picos y azadones, los hombres de Mafra avanzaron, el oficial marcó en el suelo el trazado del rebaje, y Manuel Milho, que estaba al lado del de Cheleiros, midiéndose con la laja ahora tan próxima, dijo, Es la madre de la piedra, no dijo que era el padre de la piedra, sí la madre, tal vez porque venía de las profundidades, manchada aún por el barro de la matriz, madre gigantesca sobre la que podrían acostarse cuántos hombres, o ella aplastarlos, a cuántos, que haga las cuentas quien quiera, que la laja tiene una anchura de treinta y cinco palmos, una longitud de quince, y un grosor de cuatro, y, para ser completa la noticia, después de labrada y pulida, allá en Mafra, quedará sólo un poco más pequeña, treinta y dos palmos, catorce, tres, por el mismo orden y partes, y cuando un día se acaben los palmos y los pies por haberse encontrado metros en la tierra, irán otros hombres a sacar otras medidas, y encontrarán siete metros, tres metros, sesenta y cuatro centímetros, tomen nota, y como los pesos viejos llevaron el mismo camino de las medidas viejas, en vez de dos mil ciento doce arrobas, diremos que el peso de la piedra del balcón de la casa a la que se llamará de Benedictiones es de treinta y un mil veintiún kilos, treinta y una toneladas en números redondos, señoras y señores visitantes, y ahora pasemos a la sala siguiente, que aún tenemos mucho que andar.

Entre tanto, durante todo el día, los hombres cavaron la tierra. Vinieron los boyeros a echar una mano, Baltasar Sietesoles volvió a la carretilla, sin desdoro, es bueno no olvidar los trabajos pesados, nadie está libre de volver a necesitar de ellos, imaginemos que mañana se pierde el sentido de la palanca, no habrá más remedio que arrimar el hombro y el brazo, hasta que resucite Arquímedes y diga, Dadme un punto de apoyo para que ustedes muevan el mundo. Cuando se puso el sol estaba abierto el camino en una extensión de cien pasos hasta la carretera pavimentada, que habían recorrido durante la mañana con más comodidad. Cenaron los hombres y se fueron a dormir, dispersos por los campos, bajo los árboles, al abrigo de los bloques de piedra, blanquísimos, que se volvieron fulgurantes cuando salió la luna. Estaba cálida la noche. Si ardían algunas hogueras era sólo como compañía de los hombres. Los bueyes rumiaban, dejando caer un hilo de baba que devolvía al suelo los jugos de la tierra, adonde todo vuelve, hasta las piedras con tanto trabajo alzadas, los hombres que las yerguen, las palancas que las soportan, los calzos que las amparan, no imaginan ustedes la suma de trabajo que es este convento.

Oscuro aún, sonó la corneta. Los hombres se levantaron, enrollaron las mantas, los boyeros uncieron los bueyes, y de la casa donde había dormido bajó el veedor a la cantera con sus ayudantes, más los vigilantes, para que éstos supieran qué ordenes tenían que dar y para qué. Se descargaron de los carros las cuerdas y los amarres, se dispusieron las yuntas camino arriba, en dos hileras. Pero aún no había llegado la nao de la India. Era una plataforma de gruesos maderos asentada sobre seis ruedas macizas, de ejes rígidos, de tamaño un poco mayor que la losa que tendría que transportar. Venía arrastrada a brazo, con gran alarido de quien hacía fuerza y de quien la mandaba hacer, un hombre se distrajo, dejó un pie bajo la rueda, se oyó un chillido, un grito de dolor insoportado, empezaba mal el viaje. Baltasar estaba cerca con sus bueyes, vio brotar la sangre, y de repente se halló en Jerez de los Caballeros, quince años atrás, cómo pasa el tiempo. Con él suele pasar el dolor, pero para que pase éste es aún pronto, el hombre ya va allí, sin parar de gritar, lo llevan en una parihuela a Morelena, donde hay enfermería, tal vez escape con un trozo de pierna menos, mierda. También en Morelena durmió Baltasar una noche con Blimunda, así es el mundo, reúne en el mismo lugar el gran placer y el gran dolor, el buen olor de los humores sanos y la podredumbre fétida de la herida gangrenada, para inventar cielo e infierno sólo sería necesario conocer el cuerpo humano. Ya no se ve señal de la sangre que quedó en el suelo, pasaron las ruedas del carro, pisaron los pies de los hombres, las patas hendidas de los bueyes, la tierra absorbió y confundió el resto, sólo un guijarro que fue apartado a un lado conservaba todavía algún color.

La plataforma bajó muy lentamente, amparada en el declive por los hombres que prudentemente iban dando holgura a las cuerdas hasta llegar finalmente a la pared de tierra que los albañiles habían alisado. Ahora sí, se verían ciencia y arte. Con grandes piedras calzaron las ruedas todas del carro, para que no se alejara de la pared cuando la laja fuera elevada de su lecho de troncos y cayera y se deslizase sobre la plataforma. Toda la superficie de ésta fue cubierta de barro para reducir el roce de la piedra contra la madera, y al fin empezaron a pasar las amarras, de modo que abrazaran la laja en sentido de la anchura, una de cada lado, por fuera de los troncos, otro amarre la ceñía en longitud, formando así seis cabos que se juntaron en la delantera del carro y ataron a un recio madero reforzado con agarres de hierro, de donde nacían otras dos amarras, más gruesas, que eran los tirantes principales, sucesivamente acrecentados con ramas de menor grosor, por los que deberían tirar los bueyes. No es éste el caso de emplear menos tiempo haciéndolo que explicándolo, al contrario, el sol ya nació, se levantó por encima de los montes que vemos allá, y todavía están reforzando los últimos nudos, echaron agua sobre el barro que se había secado, pero antes es preciso disponer las yuntas a buena distancia, tensas todas las cuerdas lo suficiente como para que no se pierda la fuerza de arrastre por culpa de un desajuste, tiro yo, tiras tú, tanto más cuanto que, en definitiva, no hay espacio que llegue para las doscientas yuntas y la tracción tiene que hacerse por derecho, de frente y hacia arriba, Menuda obra, dijo José Pequeno, que era el primero del cordón de la izquierda, si de Baltasar salió alguna opinión no llegó a oírse porque estaba más lejos. Allá, en lo alto, va a dar la voz el capataz de maniobra, un grito que empieza arrastrado y luego acaba secamente como una carga de pólvora, sin ecos, Eeeeeiiiiiii-ó, como los bueyes tiren más de un lado que del otro, apañados estamos, Eeeeeiiiiiii-ó, ahora salió el grito, doscientos bueyes se agitaron, tiraron, primero de un estirón, luego con fuerza continua, después interrumpida, porque algunos resbalan, otros se inclinan hacia fuera o hacia dentro, cuestión de ciencia del boyero, las cuerdas rozan ásperamente los costados, al fin, entre clamores, insultos, palabras de aliento, se acertó la tracción por unos segundos y la losa avanzó un palmo, triturando los troncos. El primer impulso fue bueno, el segundo, no, el tercero tuvo que ajustar los dos anteriores, ahora sólo tiran éstos y los otros aguantan, al fin la losa empezó a avanzar sobre la plataforma, mantenida aún encima de ella por la altura de los troncos, hasta que se desequilibró, bajó bruscamente y cayó sobre el carro, la arista rugosa mordió los maderos y ahí se inmovilizó la piedra, tener o no tener extendido allí el barro sería igual que nada si no apareciesen otras providencias. Subieron hombres a la plataforma con largas y fortísimas palancas, esforzadamente alzaron la piedra aún inestable, y otros introdujeron por debajo unos calzos para que pudiera deslizarse sobre el barro, ahora va a ser fácil, Eeeeeeiiii-ó, Eeeeeeeiii-ó, Eeeeeeeiiii-ó, todo el mundo tira con entusiasmo, hombres y bueyes, la pena es que no esté aquí Don Juan V en lo alto de la subida, no hay pueblo que tire mejor que éste. Ya han soltado las amarras laterales, toda la tracción se ejerce sobre aquella que abraza la piedra a lo largo, es cuanto basta, parece leve la losa, tan fácilmente se desliza por la plataforma, sólo cuando al fin cae por entero se oye retumbar el peso, todo el armazón del carro rechina, si no estuviera calzado, piedras sobre piedras, se enterrarían las ruedas hasta los cubos. Retiraron los grandes bloques de mármol que servían de calzos, ya no hay peligro de que el carro huya. Ahora avanzan los carpinteros, con mazos, taladros y formones, abren espacios, en la espesa plataforma, en el mismo borde de la laja, ventanas rectangulares donde van encajando y batiendo cuñas, luego las fijan con clavos gruesos, es un trabajo que lleva tiempo, el resto del personal anda por allí, descansando por las sombras, los bueyes rumian y espantan a los moscardones con el rabo, hace mucho calor. Cuando los carpinteros acabaron su tarea, la corneta tocó a comer, y el veedor vino a dar orden de que ataran la losa al carro, es operación que está a cargo de los soldados, tal vez porque es cosa de disciplina y responsabilidad, tal vez por estar habituados con la artillería, en menos de media hora queda la piedra fija, atada sólidamente, cuerdas y más cuerdas, como si formara cuerpo con la plataforma, a donde vaya una, va la otra. No hay nada que enmendar, la obra está bien hecha. Visto de largo, el carro es un animal de caparazón, una tortuga amarrada con fuerza, sobre piernas cortas y, como está sucio de barro, parece como si acabara de salir de las profundidades de la tierra, la misma tierra que prolonga la elevación en que aún está apoyado. Los hombres y los bueyes están ya comiendo, luego habrá que echar una siesta, si la vida no tuviera estas cosas tan buenas como comer y descansar, no valía la pena construir conventos.