Выбрать главу

Se dice que el mal no persevera, aunque, por la fatiga que trae consigo, parezca a veces que sí, pero de lo que no hay duda es de que el bien no dura siempre. Está un hombre en suavísima modorra, oyendo las cigarras, no fue la comida de mucha abundancia, pero un estómago advertido sabe encontrar mucho en lo escaso y además tenemos el sol, que también alimenta, de pronto resuena la corneta, si estuviéramos en el valle de Josafat mandábamos despertar a los muertos, aquí no hay más remedio que levantarse los vivos. Se guardan en los carros los pertrechos diversos, que de todo hay que dar cuenta en el inventario, se comprueban los nudos, se atan las amarras al carro, y, a la nueva voz de Eeeeeeiii-ó, los bueyes, en desajustada agitación, empiezan a tirar, hincan las pezuñas en el suelo irregular de la cantera, las aguijadas pican en las cervices, y el carro, como si fuera arrancado del horno de la tierra, se mueve lentamente, las ruedas trituran los fragmentos de mármol que alfombran el suelo, losa como ésta no salió jamás de aquí. El veedor y algunos de sus ayudantes graduados han montado ya en las mulas, otros de ellos harán el camino a pie, por necesidad de la obligación, son subalternos, pero todos tienen una parte de ciencia y otra de mando, la ciencia por causa del mando, el mando por causa de la ciencia, no es éste el caso de esta multitud de hombres y bueyes, que sólo son mandados, unos y otros, y el mejor es siempre el que más fuerza es capaz de hacer. A los hombres se les pide, por añadidura, alguna habilidad, no tirar al revés, meter a tiempo el calzo en la rueda, decir las palabras que estimulan a los animales, saber unir fuerza a la fuerza y multiplicar ambas, lo que, en fin, no es ciencia despreciable. El carro ha subido ya hasta media rampa, cincuenta pasos, si llegan, y sigue, oscilando duramente en los resaltes de las piedras, que esto no es coche de alteza ni calchona de eclesiástico, ésos llevan amortiguadores como Dios manda. Aquí los ejes son rígidos, las ruedas macizas, no lucen arreos en las lomeras de los bueyes ni los hombres visten libreas en los estribos, es una tropa de andrajosos que no iría en triunfales cortejos ni sería admitida en la procesión del Corpus. Una cosa es transportar la piedra para el balcón donde el patriarca, de aquí a unos años, nos bendecirá a todos, otra, y mejor sería, que fuéramos nosotros la bendición y el que bendice, lo mismo que sembrar pan y comerlo.

Va a ser una gran jornada. De aquí a Mafra, aunque el rey haya mandado arreglar las calzadas, es camino difícil, siempre subir y bajar, unas veces bordeando los valles, otras empinándose a las alturas, otras hundiéndose en el fondo, quien calculó los cuatrocientos bueyes y seiscientos hombres, si se equivocó, fue por falta, no porque estén de sobra. Los vecinos de Pêro Pinheiro bajaron al camino para admirar el aparato, nunca se vio tanta yunta desde que empezó la obra, nunca se oyó tanto griterío, y hay quien empieza a sentir que se vaya aquella hermosa piedra, criada aquí, en esta tierra nuestra de Pêro Pinheiro, Dios quiera que no se parta por el camino, para eso no valía la pena haber nacido. El veedor está al frente, es como un general en batalla con su estado mayor, sus ayudantes de campo, sus ordenanzas van a reconocer el terreno, medir la curva, calcular el declive, disponer la acampada. Luego regresan al encuentro del carro, cuánto anduvo, si de Pêro Pinheiro salió, en Pêro Pinheiro está aún. En este primer día, que fue sólo la tarde, no avanzaron más que quinientos pasos. El camino era estrecho, se atropellaban las yuntas, una hilera a cada lado, sin espacio de maniobra, la mitad de la fuerza de tracción se perdía por no haber igualdad en el arranque, las órdenes se oían mal. Y allá estaba el peso asombroso de la piedra. Cuando el carro tenía que pararse, o porque una rueda se metía en un bache o porque el esfuerzo acompasado de los bueyes se midiera de repente con una subida y obligara a una pausa, parecía que ya no iba a ser posible moverlo más. Y cuando, al fin, avanzaba, todos los maderos rechinaban como si fueran a liberarse de las ataduras y de los garfios de hierro. Y ésta era la parte más fácil del viaje.

Aquella noche fueron descargados los bueyes, pero los dejaron en el camino, no los reunieron en un hato. La luna salió más tarde, muchos hombres dormían ya con la cabeza sobre las botas, los que las tenían. A algunos les atraía aquella luz fantasmal, se quedaban mirando al astro y en él veían distintamente la silueta de un hombre que fue a cortar zarzales un domingo y a quien el Señor castigó, obligándole a cargar por toda la eternidad el haz que había juntado antes de que le fulminara la sentencia, quedando así, en destierro lunar, sirviendo de emblema visible de la justicia divina, para escarmiento de irreverentes. Baltasar buscó a José Pequeno, los dos encontraron a Francisco Marques, y, con algunos más, se sentaron alrededor de una hoguera, pues hacía frío en la noche. Más tarde se les acercó Manuel Milho, que contó una historia, Érase una vez una reina que vivía con su real marido en palacio, y con ellos los hijos, que eran un infante y una infanta, así de este tamaño, y se dice que al rey le gustaba mucho ser rey, pero la reina no sabía si le gustaba o no le gustaba ser lo que era, porque nunca le habían enseñado otra cosa, por eso no podía escoger y decir, me gusta más ser reina, aunque si ella fuera como el rey, que a ése sí le gustaba ser lo que era porque otra cosa tampoco le habían enseñado, pero la reina era diferente, si fuera igual no habría cuento, entonces ocurrió que allá en el reino había un ermitaño que había corrido muchas aventuras y, después de llevar años y años corriéndolas, fue a meterse en aquella cueva, él vivía en una cueva del monte, no sé si lo había dicho ya, y no era ermitaño de esos de rezos y de penitencias, le llamaban ermitaño porque vivía solo, su comida era lo que cogía por ahí, si le daban otra, no la rechazaba, pero, pedir, nunca pidió, pues bien una vez fue la reina a dar una vuelta por el monte con su séquito y le dijo al aya más antigua que quería hablar con el ermitaño para hacerle una pregunta, y el aya respondió, sepa su majestad que ese ermitaño no es de iglesia, es hombre como los otros, la diferencia es que vive solo en un agujero, eso dijo el aya, pero nosotros lo sabíamos ya, y la reina contestó, la pregunta que quiero hacerle no es de religión, entonces fueron andando, y cuando llegaron a la boca de la cueva un paje gritó para dentro y el ermitaño apareció, era un hombre ya mayor, pero robusto, como un árbol en una encrucijada, y cuando apareció, preguntó, quién me llama, y el paje dijo, su majestad la reina, pero bueno, basta ya, por hoy se ha acabado la historia, todos a dormir. Protestaron los otros, querían saber el resto de la historia de la reina y el ermitaño, pero Manuel Milho no se dejó convencer, que mañana también era día de trabajo duro, tuvieron que conformarse, fue cada cual a su sueño, cada cual pensando, antes de adormecerse de acuerdo con sus conocidas inclinaciones, José Pequeno que el rey ya no se atrevía con la reina, pero si el ermitaño es viejo, cómo van a hacer, Baltasar que la reina es Blimunda, y él mismo el ermitaño, esto se confirma por ser la historia de hombre y mujer, aunque las diferencias sean tantas, Francisco Marques que bien que sé yo cómo acaba la historia, en cuanto llegue a Cheleiros la explico. La luna ya va allí, no es que pese mucho un haz de zarzas, lo peor son las espinas, que parece que se vengara Cristo de la corona que le pusieron.