Tan grande había sido el sufrimiento durante este arrastrado día, que todos decían, Mañana no puede ser peor, y sin embargo sabían que sería peor mil veces. Recordaban el camino que bajaba hacia el valle de Cheleiros, aquellas curvas cerradas, aquellos declives terroríficos, aquellas empinadas cuestas que caían casi a pico sobre la carretera, A ver cómo lo pasamos, murmuraban para sí. En todo aquel verano no hubo día de más calor, la tierra parecía un brasero, el sol una espuela clavada en la espalda. Los aguadores recorrían las filas con cántaros al hombro, iban a buscar el agua a los pocos pozos que por allí había, en las tierras bajas, a veces muy alejados, y tenían que trepar monte arriba por senderuelos empinados para llevar los cántaros, no pueden ser peores que esto las galeras. Cerca de la hora de comer, llegaron a un alto desde el que se veía Cheleiros, en el fondo del valle. Con esto contaba ya Francisco Marques, consiguieran bajar o no, una noche en compañía de la mujer nadie se la iba a quitar. Llevando consigo a los ayudantes, el veedor bajó hasta el río que pasaba allí abajo, fue de camino señalando los lugares más peligrosos, los sitios donde el carro debería ser detenido para garantizar el reposo y la mayor seguridad de la piedra, y al fin tomó la decisión de mandar desuncir los bueyes y conducirlos a un espacio desahogado, después de la tercera curva, lo bastante alejados como para no dificultar la maniobra, y lo bastante próximos para ser traídos sin mayor demora si la maniobra lo requería. Así, la plataforma iba a bajar a pulso. No había otra manera. Mientras llevaban las yuntas, los hombres, dispersos por la cima del monte, tostándose al sol, miraban el valle sosegado, los huertos, las sombras frescas, las casas que parecían irreales, tan aguda era la impresión de calma que irradiaba de ellas. Pensarían en eso o no, quizá sólo esta simpleza, Si llego allá abajo, me va a parecer mentira.
Cómo fue, que lo digan otros que más sepan. Seiscientos hombres agarrados desesperadamente a las doce amarras que habían sido fijadas a la trasera de la plataforma, seiscientos hombres que sentían, con el tiempo y el esfuerzo, que se les iba yendo poco a poco la fuerza de los músculos, seiscientos hombres que eran seiscientos miedos de ser, ahora sí, lo de ayer había sido un juego de niños, y la historia de Manuel Milho una fantasía, qué es realmente un hombre cuando se le va la fuerza que tiene, y menos aún cuando le domina el miedo de que no baste esta fuerza para retener al monstruo que implacablemente lo arrastra, y todo por una piedra que no precisaría ser tan grande, con tres o diez más pequeñas se haría del mismo modo el balcón, sólo que no tendríamos el orgullo de poderle decir a su majestad, esto es una sola piedra, y a los visitantes, antes de pasar a la otra sala, Es una sola piedra, por vía de éste y de otros locos orgullos se va difundiendo el escarnio general, con sus formas nacionales y particulares, como la de afirmar en los compendios e historias, Se debe la construcción del convento de Mafra al rey Juan V, por un voto que hizo si le nacía un hijo, van aquí seiscientos hombres que no le hicieron ningún hijo a la reina y son ellos quienes pagan el voto, que se jeringuen, con perdón de la anacrónica voz.
Si bajara el camino derecho hacia el valle, todo se reduciría a un juego alternado, acaso divertido el juego, de liberación y retención de esta cometa de piedra, darle cuerda y enrollarla, dejarla deslizarse mientras la aceleración no la hiciera indominable, y frenarla a tiempo para que no se precipitara en el valle, aplastando de camino a los hombres que no hubieran conseguido soltarse, cometas ellos de estos y otros cordeles, pero está la pesadilla de las curvas. Mientras el camino era llano, los bueyes fueron utilizados como quedó explicado, tirando algunos lateralmente por la delantera del carro hasta conseguir alinearlo con la recta, breve o extensa, en que la curva se prolongaba. Era sólo un trabajo de paciencia, que de tan repetido se volvía rutinario, desuncir, uncir, desuncir, uncir, la fatiga era para los bueyes, los hombres poco más hacían que gritar. Ahora gritarían éstos de desesperación ante la diabólica combinación de curva y declive que van a tener que vencer muchas veces, pero gritar, en tal caso, no es más que perder huelgos, que ya no son muchos los que les quedan. Estúdiese antes la manera de hacerlo, dejemos los gritos para cuando puedan ser de alivio. El carro va bajando hasta la entrada de la curva, lo más ceñido posible a su parte interior, y ahí se calza la rueda de delante de ese lado, pero no ha de ser el calzo tan sólido que frene el carro entero, ni tan frágil que lo aplaste el peso, si alguien cree que esto no tiene demasiadas dificultades es porque no ha llevado esta piedra de Pêro Pinheiro a Mafra y sólo asistió sentado, o se limita a mirar de lejos, desde el lugar y el tiempo de esta página. Así peligrosamente frenado, el carro puede tener el demoníaco capricho de quedarse tan quieto como si tuviera todas las ruedas clavadas en el suelo. Es lo más común. Sólo en rarísimas condiciones conjuntas de inclinación de la curva hacia el lado de fuera, mínimo roce del terreno, acentuación conveniente del declive, todo a un tiempo y favorable, sólo así la plataforma cederá sin dificultad al impulso lateral que será dado en su parte de atrás, o, milagro aún mayor, rodará por sí propia sobre su único punto de apoyo, allá delante. Lo normal es otra cosa, lo normal es la enorme fuerza que va a ser preciso aplicar en los sitios óptimos, y por el tiempo rigurosamente necesario para que el movimiento no sea demasiado amplio, y fatal en consecuencia, o a Dios gracias por el mal menor, exigiendo nuevo y penoso esfuerzo en sentido contrario. Se aplican las palancas a las cuatro ruedas posteriores, se intenta desplazar el carro, aunque sólo sea medio palmo, hacia el lado exterior de la curva, los hombres que trabajan en las cuerdas ayudan tirando en la misma dirección, es una confusión inmensa, con los de las palancas de fuera entre una selva de amarras tensas como filos de espada, con los de las cuerdas a veces dispuestos por la cuesta abajo, muchas veces resbalando y cayendo, por ahora sin mal mayor. Cedió al fin el carro, se desplazó unos dos palmos, pero, allá delante, durante el tiempo que duró la maniobra, la rueda del lado de fuera fue sucesivamente calzada y descalzada, para prevenir el peligro de que se desmandara la plataforma en medio de uno de estos movimientos, en el mismo segundo en que está como suspendida y sin apoyo, y sin hombres suficientes para sostenerla, pues la mayoría, con todas estas confusas operaciones, ni espacio tienen para moverse. Sobre un vallado muy cómodo, asiste el diablo al espectáculo, pasmado de su propia inocencia y misericordia por no haber imaginado jamás suplicio como éste para la coronación de los castigos de su infierno.