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Uno de los hombres que trabajan en los calzos es Francisco Marques. Demostró ya su destreza, una curva mala, dos pésimas, tres peores que todas, cuatro sólo para locos, y en cada una de ellas veinte movimientos, tiene conciencia de que está haciendo bien el trabajo, quizás ahora ni piensa en la mujer, cada cosa en su tiempo, toda la atención clavada en la rueda que va a empezar a moverse, que será preciso frenar, no tan pronto como para hacer inútil el esfuerzo que allá atrás están haciendo los compañeros, no tan tarde como para que el carro gane velocidad y se escape del calzo. Como acaba de ocurrir ahora. Se distrajo tal vez Francisco Marques, o se secó con el antebrazo el sudor de la frente, o miró desde aquí arriba su pueblo, Cheleiros, acordándose al fin de su mujer, se le escapó el calzo de la mano en el preciso momento en que la plataforma se deslizaba, no se sabe cómo fue, sólo que el cuerpo está debajo del carro, aplastado, le pasó la primera rueda por encima, más de dos mil arrobas sólo de piedra, si no recordamos mal. Se dice que las desgracias nunca vienen solas, y suele ser verdad, cualquiera de nosotros puede decirlo, pero esta vez el que manda las desgracias encontró que ya era bastante que hubiera muerto un hombre. El carro, que bien podría haberse precipitado a saltos por la cuesta abajo, se paró inmediatamente, presa una rueda en un bache de la calzada, no siempre la salvación está donde debería estar.

Sacaron a Francisco Marques de debajo del carro. La rueda le había pasado por el vientre, que quedó hecho un amasijo de vísceras y huesos, casi tenía separadas las piernas del tronco, hablamos de su pierna izquierda y de su pierna derecha, que de la otra, la tal del medio, la inquieta aquella, por cuya satisfacción hizo Francisco Marques tantas caminatas, de ésa no hay señal, ni vestigio, ni un simple andrajo. Trajeron una camilla, pusieron el cuerpo encima, envuelto en una manta que quedó empapada en sangre, dos hombres cogieron los varales, otros dos los acompañaron para relevarlos, los cuatro para decirle a la viuda, Aquí traemos a su hombre, se lo van a decir a esta mujer que asomó ahora al postigo, que mira hacia el monte donde está su marido, y les dice a los hijos, Vuestro padre esta noche duerme en casa.

Cuando la piedra llegó al fondo del valle, las yuntas volvieron a ser uncidas, quizá el mandador de las desgracias se arrepintió de su primera parsimonia, pues fue el caso que la plataforma cedió hacia atrás sobre un afloramiento de roca y apresó a dos animales contra la ladera cortada a pico, partiéndoles las piernas. Fue preciso acabar con ellos, a hachazos, y cuando se difundió la noticia vinieron los vecinos de Cheleiros al reparto, allí mismo fueron descuartizados los bueyes, corría la sangre por el camino, en regueros, de nada sirvieron a los soldados los varazos que repartieron, mientras hubo carne agarrada a los huesos estuvo el carro parado. Entre tanto, anocheció. Armóse el campamento en aquel lugar, unos en el camino, otros dispersos por la orilla del río. El veedor y algunos de sus auxiliares fueron a dormir bajo techado, los demás, en la forma de costumbre, enrollados en las mantas, extenuados por el descenso al centro de la tierra, sorprendidos aún por estar vivos, y algunos resistiéndose al sueño, por miedo a que viniera la muerte. Los más amigos de Francisco Marques fueron a velarlo, Baltasar, José Pequeno, Manuel Milho, unos cuantos más, Bras, Firmino, Isidro, Onofre, Sebastián, Tadeo, y otro de quien no he hablado, Damián. Entraban, miraban al muerto, cómo es posible que muera un hombre de muerte tan violenta y parezca tan sereno, como si durmiera, sin pesadillas, sin molestias, después murmuraban una oración, ésa es la viuda, no sabemos cómo se llama, y de nada serviría a nuestra historia que la preguntásemos, si es que de algo sirvió escribir el nombre de Damián, sólo por escribir. Al día siguiente, antes de salir el sol, reanudará la piedra su viaje, en Cheleiros quedó un hombre por enterrar, queda también la carne de dos bueyes para comer.

No se nota su falta. El carro va cuesta arriba, tan lentamente como vino, si Dios tuviera piedad de los hombres hubiera hecho un mundo raso como la palma de la mano, tardarían las piedras menos en llegar. Ésta ya lleva cinco días, ahora por mejor camino, cuando esté vencida la cuesta, pero siempre en desasosiego de espíritu, que del cuerpo ya no vale la pena hablar, les duelen a los hombres todos los músculos, pero quién se queja si para esto precisamente les fueron dados. La boyada no discute ni se queja, sólo se niega, hace que tira y no tira, el remedio es dejarlos descansar un rato, acercarles un puñado de paja al hocico, al cabo de un rato están como si holgaran desde ayer, ondulan las grupas camino adelante, es un gusto verlos. Mientras no aparece otra bajada, otra subida. Entonces se agrupan las huestes, se reparten los esfuerzos, tantos para aquí, tantos para allá, tiren, Eeeeiiii-ó, grita la voz, tataratatá, sopla la corneta, realmente, esto es un campo de batalla, no faltan ni los muertos y heridos, no siendo todos de la misma calidad, cómo diríamos, cuatro cabezas, que es buena manera de contar.

Por la tarde cayó un aguacero, y bienvenido fue. Volvió a llover cuando ya había cerrado la noche, pero nadie protestó. Ésta es la mejor sabiduría, no dar importancia a lo que el cielo manda, lluvia o sol, salvo si pasa a más, e incluso así, que no bastó un diluvio para ahogar a todos los hombres, ni la sequía es nunca tan grande que no se salve una brizna de hierba o la esperanza de encontrarla. Llovió como una hora, si llegó a tanto, después las nubes se alejaron, que hasta las nubes se sienten humilladas si no se les da importancia. Se atizaron las hogueras, hombre hubo que se quedó en pelota para secar los andrajos, se diría que era ésta una juntanza de paganos, cuando sabemos que es la más católica de las acciones, llevar la piedra a García, la carta a Mafra, el esfuerzo avante, la fe a quien pudiese merecerla, condición sobre la que discutiríamos sin fin si no fuera porque está Manuel Milho contando su historia, falta aquí un oyente, sólo yo, y tú, y tú, notamos su ausencia, otros ni sabían que existiera Francisco Marques, algunos lo vieron muerto, la mayor parte ni eso, no vayamos a pensar que desfilaron seiscientos hombres ante el cadáver en un último y conmovido homenaje, ésas son cosas que sólo acontecen en las epopeyas, vamos, pues, con nuestra historia, Un día, la reina desapareció del palacio donde vivía con su marido rey y con sus hijos infantes, y, como habían corrido rumores de que la charla en la cueva no había sido la cabal entre reinas y ermitaños, que más bien pareció paso de danza y cola de pavo real, le entraron al rey unos celos furiosos y fue a la cueva, imaginándose ya con su honra manchada, que los reyes son así, tienen una honra mayor que la de los otros hombres, se nota en seguida por la corona, y, cuando llegó, no vio ni al ermitaño ni a la reina, y eso le puso aún más furioso, porque era señal cierta de que habían huido los dos, por lo que mandó al ejército en busca de los fugitivos por todo el reino, y mientras los buscan, vámonos a dormir, que ya es hora. José Pequeno protestó, Nunca se ha oído una historia así, a trocitos, y Manuel Milho enmendó, Cada día es un trozo de historia, nadie puede contarla toda, y Baltasar iba pensando, A quien le gustaría este Manuel Milho era al padre Bartolomeu Lourenço.

Al día siguiente, que fue domingo, hubo misa y sermón. Para ser oído con más provecho, predicó el cura desde encima del carro, tan airoso como si estuviera en el púlpito, y no se daba cuenta el imprudente de que estaba cometiendo la mayor de las profanaciones, ofendiendo con las sandalias esta piedra de altar, que lo es por haberle sido sacrificada sangre inocente, la sangre del hombre de Cheleiros que tenía hijos y mujer, el que quedó sin un pie en Pêro Pinheiro cuando aún no se había puesto en marcha el cortejo, y los bueyes, no debemos olvidar a los bueyes, por lo menos no los olvidarán tan pronto los vecinos que fueron al reparto y que hoy mismo, domingo, tienen comida mejorada. Predicó el fraile y dijo, como dicen todos, Amados hijos, desde el cielo nos ve Nuestra Señora y su Divino Hijo, desde el cielo nos contempla también nuestro padre San Antonio, por cuyo amor llevamos esta piedra a Mafra, piedra pesada, cierto es, pero mucho más pesados son vuestros pecados, y sin embargo andáis con ellos en el corazón como si no os pesaran, por eso debéis tomar este transporte como penitencia, y amorosa oferta también, singular penitencia, oferta extraña, pues no sólo os pagan el salario del contrato, sino que también os la remunerará la indulgencia del cielo, porque en verdad os digo que llevar esta piedra a Mafra es obra tan santa como fue la de los antiguos cruzados cuando partieron para liberar los Santos Lugares, sabed que todos cuantos allá murieron gozan hoy de la vida eterna, y junto a ellos contemplando la faz del Señor, está allí ya ese vuestro compañero que murió anteayer, precioso suceso fue que su muerte ocurriera en viernes, sin duda murió sin confesión, no hubo tiempo de que se acercara un sacerdote a su cabecera, ya estaba muerto cuando fuisteis por él, pero lo salvó el ser cruzado de esta cruzada, como a salvo están los que en Mafra han muerto en las enfermerías o cayeron de las paredes, excepto aquellos irredimibles pecadores que fueron llevados por enfermedades vergonzosas, y es tanta la misericordia del cielo que se abren las puertas del paraíso incluso para aquellos que mueren de cuchilladas, en esas peleas en que siempre andáis metidos, que nunca se ha visto gente tan creyente y tan díscola y turbulenta, pero, así y todo, la obra sigue, Dios nos dé paciencia a nosotros, a vosotros fuerza y al rey dinero para llevarla a buen fin, que muy necesario es este convento para el fortalecimiento de la orden y triunfo prolongado de la fe, amén. Se acabó el sermón, bajó del carro el fraile y como era domingo, fiesta santa y de guardar, no había nada más que hacer, algunos fueron a confesarse, otros comulgaron, no todos, no sería bastante la reserva de sagradas formas, salvo si se diera allí el milagro de la multiplicación de las hostias, caso no verificado. A la caída de la tarde se armó una pelea entre cinco cruzados de esta cruzada, episodio que pasa sin más detallado relato, no hubo más que puñetazos y sangre en alguna nariz. Si hubiera muertos, iban todos directos al paraíso.