Toque-toque-toque, lindo borriquito, de éste no podría el verso decir tal cosa, que tiene, él, no el verso, no pocas mataduras bajo la albarda, pero camina contento el asno, la carga es leve y se hace ligera, dónde queda ya la esbeltez aérea de Blimunda, dieciséis años pasaron desde que la vimos por primera vez, pero de esta madurez se harían admirables mocedades, no hay nada que conserve tanto la juventud como guardar un secreto. Llegaron ala zona encharcada, Baltasar cortó un haz de mimbres, entre tanto cogía Blimunda lirios de agua, con ellos tejió un ramillete que colocó en las orejas del burro, y qué gracioso quedó, que nunca tales fiestas le habían hecho, parece esto un episodio de la Arcadia, el pastor, aunque manco, la zagala, guardadora de voluntades, el asno, que normalmente no entra en historias de éstas, pero ahora sí, vino alquilado, porque no quiso el pastor que se cansara la zagala, y quien crea que éste es alquiler común, es porque no sabe cómo tantas veces andan los burros contrariados con erradas cargas, por eso les crecen las mataduras y atormentan los afanes. Atados los mimbres en haz, aumentó la carga, pero carga con gusto no pesa, menos aún si Blimunda decide bajar del burro y seguir a pie, son tres que van de paseo, uno lleva las flores, los otros lo acompañan.
El tiempo es de primavera, se cubre el campo de blancas margaritas, si para atajar cortan camino los viajeros entre ellas, rozan las duras cabezas de las flores los pies descalzos de Blimunda y Baltasar, tienen ambos zapatos o botas, pero las llevan guardadas en la alforja para cuando el camino sea de piedras, y del suelo asciende un olor acre, es la savia de las margaritas, perfume del mundo en su primer día, antes de que Dios hubiera inventado la rosa. Hace un tiempo hermoso para ir a ver la máquina de volar, pasan por el cielo grandes nubes blancas, qué bonito sería volar en la máquina aunque sólo fuese una vez más, subir por los aires, rodear esos castillos suspendidos, atreverse a lo que las aves no se atreven, entrar por ellos gloriosamente, temblar de miedo y de frío, y salir luego para el azul y para el sol, ver la tierra hermosa y decir, Tierra, qué bella es Blimunda. Pero este camino es pedestre, Blimunda menos bella, hasta el burro dejó caer los lirios, muertos, marchitos por la sed, vamos a sentarnos aquí a comer el duro pan del mundo, comemos y seguimos luego, que aún tenemos mucho por andar. Va Blimunda tomando nota del camino en su memoria, aquel monte, aquellos matorrales, cuatro piedras alineadas, seis colinas alrededor, los pueblos cómo se llaman, pasamos por Codeçal y Gradil, Cadriceira y Furadoiro, Merceana y Pena Firme, tanto hemos andado que llegamos ya, Monte Junto, la passarola.
Era así en los cuentos antiguos, se decía una palabra secreta y ante la gruta maravillosa se alzaba un bosque de robles, impenetrable para quien no supiese la otra palabra mágica, aquella que pondría en lugar del bosque un río, y en el río una barca con sus remos. En este lugar también fueron dichas las palabras, Si tengo que morir en una hoguera, que sea al menos ésta, les dijo, loco, el padre Bartolomeu Lourenço, quizá sean estos zarzales el bosque de robles, este brezo florido los remos y el río, será barca esta ave herida, qué palabra se dirá que dé sentido a esto. Le quitaron la albarda al burro, le puso Baltasar una traba en las patas de delante, para que no se alejara demasiado, y ahora que coma lo que quiera, si alguna elección hay en lo que es simplemente posible, y, entre tanto, fue Baltasar abriendo camino entre las zarzas que protegían la máquina, es un trabajo que tiene que hacer siempre que allí va, porque, apenas vuelve la espalda, avanzan los brotes, los zarcillos, mucho trabajo cuesta mantener aquí un paso, un túnel por dentro y alrededor, sin él cómo se iban a restaurar los entramados de mimbre, cómo se ampararían las alas que el tiempo aflojó, la erecta cabeza caída, la sustentación de la cola, hay que afinar los timones, es verdad que estamos, nosotros y la máquina, caídos en el suelo, pero preparados. Trabajó Baltasar mucho tiempo, hiriéndose la mano en los espinos, y cuando el acceso estuvo fácil, llamó a Blimunda, incluso así tuvo ella que avanzar arrastrándose sobre las rodillas, llegó al fin, estaban inmersos en una sombra verde, translúcida, tal vez por las ramas jóvenes que pasaban por encima de la vela negra sin esconderla, tiernas hojas que aún dejaban pasar la luz, y sobre esta cúpula, otra de silencio, y sobre el silencio, una bóveda de luz azul, vista a trozos, a desgarrones, confidencias. Subiendo por el ala que se apoyaba en el suelo, se llegaba al convés de la máquina. Allí estaban el sol y la luna, grabados en una tabla, ninguna otra señal se les había unido, era como si no hubiera nadie más en este mundo. En algunos lugares el piso se había podrido, otra vez tendría Baltasar que traer unas tablas de la obra del convento, desechos de los andamios, de nada valdría cuidar las laminillas de hierro y del cesto exterior si bajo los pies se deshacían las maderas. Lucían mortecinas las bolas de ámbar bajo la sombra de la vela, como ojos que no pudieran cerrarse o que resistieran al sueño para no perderse la hora de la partida. Pero hay en todo esto un aire de abandono, las hojas muertas oscurecen el agua que se estancó y aún aguanta los primeros calores, si no fuese por la constancia de Baltasar, encontraríamos aquí una triste ruina, los huesos de un pájaro muerto.
Sólo las esferas, fabricadas de materia misteriosa, brillan como en el primer día, foscas pero luminosas, nítidas las nervaduras, preciosos los encajes, no se creería que llevan aquí cuatro años. Blimunda se acercó a una, le puso la mano encima, no estaba caliente, no estaba fría, fue como si hubiera juntado las dos manos, no siente frío, no siente calor, sólo que ambas están vivas, Aún viven las voluntades aquí dentro, no han salido si veo enteras las esferas, incorrupto el metal, pobrecillas, encerradas desde hace tanto tiempo, esperando qué. Baltasar ya estaba trabajando abajo, oyó una parte cualquiera de la pregunta, o la adivinó, Si las voluntades salieran de las esferas, la máquina no serviría para nada, ni valdría la pena volver aquí, y Blimunda dijo, Mañana lo sabré.
Trabajaron los dos hasta que el sol se puso. Con ramas de brezo Blimunda hizo una escoba para barrer las hojas y los detritus, luego ayudó a Baltasar a sustituir los mimbres partidos, a untar con sebo las laminillas. Cosió, su trabajo de mujer, la lona que se rompía por dos lados, como Baltasar había hecho otras veces su trabajo de soldado, y ahora remataba cubriendo de pez la superficie restaurada. Cayó la noche entre tanto. Baltasar fue a liberar al burro de las trabas para que el pobre no anduviera por allí tan incómodo, y lo ató cerca de la máquina, de paso daría señal si se acercaba una alimaña. Ya antes había inspeccionado el interior de la passarola, bajando por una abertura del convés, escotilla de esta nave aérea, o aeronave, nombre que fácilmente podrá formarse en el futuro cuando sea preciso. No había señal de vida, ni una culebra, ni la simple lagartija que en todo lo oculto corre, de arañas ni un hilo de tela, qué moscas iba a haber allí. Era como el interior de un huevo, la cáscara, el silencio que allí hay. Allí se acostaron, en un lecho de hojas, sirviéndoles sus propias ropas de abrigo y de colchón, en profunda oscuridad se buscaron, desnudos, ansioso entró él en ella, ella lo recibió ansiosa, después, el ansia de ella, el ansia de él, al fin, los cuerpos encontrados, los movimientos, la voz que viene del ser profundo, aquel que no tiene voz, el grito nacido, prolongado, interrumpido, el sollozo seco, la lágrima inesperada, y la máquina estremeciéndose, vibrando, es posible que no esté ya en la tierra, se desgarró la cortina de zarzales y trepadoras, planeó en la alta noche, entre las nubes, Blimunda, Baltasar, pesa el cuerpo de él sobre el de ella, y ambos pesan sobre la tierra, al fin están aquí, fueron y vinieron.