En una hora de éstas murió João Francisco Sietesoles. Esperó a que el hijo bajara de la obra, primero entró Álvaro Diego, que tenía prisa por comer y volver al cobertizo de los albañiles, estaba migando pan en la sopa cuando entró Baltasar, Buenas noches, déme su bendición, padre, esta noche parecía igual a cualquier otra, sólo faltaba el más joven de la familia, que es siempre el último en aparecer, quizás anda ya zascandileando por las calles de mujeres, a escondidas, cómo se las arreglará para pagar si tiene que dar a su padre el jornal entero, sin quiebra de un real, y es Álvaro Diego quien justamente está preguntando, No ha llegado aún Gabriel, imagínense, hace tantos años que conocemos al mozo y hasta ahora no sabíamos su nombre, tuvo que esperar a hacerse hombre para que lo supiéramos, e Inés Antonia responde, encubridora, No tardará, es una noche como las otras, son las mismas palabras, y nadie repara en el espanto que apareció en la cara de João Francisco, sentado junto al fuego pese al calor que hace, ni Blimunda distraída con Baltasar que acaba de entrar, dio las buenas noches al padre y le pide la bendición sin ver siquiera si se la daba, cuando durante muchos años se es hijo se cae en estas desatenciones, y así fue, Déme su bendición, padre, y el viejo levanta lentamente la mano, la lentitud de quien para eso aún tiene fuerzas, fue su último gesto, no concluido, no rematado, cayó la mano junto a la otra, sobre las dobleces de la manta, y cuando al fin Baltasar se vuelve hacia el padre, va a recibir la bendición, lo ve apoyado en la pared, con las manos abiertas, la cabeza caída en el pecho, Está enfermo, es una pregunta inútil, qué sorpresa ahora si João Francisco respondiera, Estoy muerto, y ésta sería la mayor de las verdades. Se lloraron las lágrimas normales, Álvaro Diego no fue a trabajar, y cuando Gabriel entró en casa no tuvo más remedio que mostrarse triste, él que tan contento venía del paraíso, ojalá no le queme el infierno entre las piernas.
João Francisco Mateus dejó un huerto y una casa vieja. Tenía unas tierras en el alto de la Vela. Pasó años limpiándolas de piedras hasta que la azada pudo entrar en tierra blanda. No ha valido la pena, las piedras están allí otra vez, en definitiva, para qué viene un hombre a este mundo.
San Pedro de Roma no ha salido muchas veces de las arcas en estos años pasados. Y es que, muy al contrario de lo que piensa el vulgo ignaro, los reyes son exactamente como los hombres comunes, crecen, maduran, cambian sus gustos con la edad, cuando por complacer al público no los ocultan de propósito, al tiempo que por necesidad política se fingen otros. Aparte de eso, la sabiduría de las naciones y la experiencia de los particulares dice que la repetición trae la saciedad. La basílica de San Pedro ya no tiene secretos para Don Juan V. Podría armarla y desarmarla con los ojos cerrados, sólo o con ayuda, empezando por el norte o por el sur, por la columnata o por el ábside, pieza por pieza o en partes conjuntas, pero el resultado final es siempre el mismo, una construcción de madera, un lego, un mecano, un lugar de ficción donde nunca se dirán misas verdaderas, aunque Dios esté en todas partes.
La suerte, pese a todo, es que un hombre se prolongue en los hijos que tiene, y si es cierto que, por despecho de viejo o por vecindad de ese estado, no siempre aprecia el ver continuados sus actos cuando éstos han sido piedra de escándalo o defecto por demás visible, igualmente ocurre que el hombre se deleita cuando convence a los hijos para que repitan algunos gestos suyos, algunos pasos de su vida, incluso palabras, recuperando en apariencia así nuevo fundamento lo que él mismo fue e hizo. Los hijos, claro está, fingen. Por decirlo de otro modo, y ojalá más claro, no sintiendo ya Don Juan V gusto que valga el trabajo de armar y desarmar la basílica de San Pedro, encontró modo indirecto de recobrarlo, probando con un mismo gesto su amor paternal y real, al llamar, para que vinieran a auxiliarlo, a sus hijos Don José y Doña María Bárbara. De ambos hemos hablado ya, de ambos volveremos a hablar, ahora de ella, pobrecilla, sólo diremos que la desfiguraron mucho las viruelas, pero tienen las princesas tanta suerte que no pierden casamiento por verse comidas de viruelas y feas, si así conviene a la corona de su señor padre. Claro que, en esto de armar San Pedro de Roma, no hacen los infantes mucha fuerza. Si Don Juan V tenía gentileshombres de cámara que le ayudaban a levantar y asentar la cúpula de Miguel Ángel, recordando, con relación a esto, cuán proféticamente resonó la gran arquitectura en la noche en que el rey fue al cuarto de la reina, mayor ayuda necesitan los pobres niños, ella de diecisiete años, él de catorce. No obstante, aquí, lo que cuenta es el espectáculo, está media corte reunida para asistir al juego de los infantes, sus majestades sentadas bajo dosel, los frailes cuchicheando goces conventuales, los hidalgos componiendo la expresión para que ella exprese, al mismo tiempo, el respeto debido a los príncipes, el enternecimiento ante la poca edad suya, la devoción por el santo lugar que en copia allí se muestra, todo esto en una cara sólo, y todo esto al unísono, no es de sorprender que parezcan estar sufriendo de un dolor oculto y tal vez impropio. Cuando Doña María Bárbara lleva con sus propias manos una de las estatuillas que ornamentan la cornisa, la corte aplaude. Cuando con sus propias manos coloca Don José la cruz cimera del cimborrio, poco falta para que se arrodillen cuantos allí están, que este infante es el heredero. Sus majestades sonríen, después, Don Juan V llama a sus hijos, alaba su habilidad y los bendice, bendición que ellos reciben de rodillas. El mundo vive en una armonía tal, que parece, al menos en esta sala, reflejo de ese espejo de perfección que es el cielo. Cada gesto es aquí noble, podríamos decir divino en su gravedad y pausa, y las palabras se dicen como partes de una frase que no tiene prisa en acabar ni motivo para acabarse. Así hablan y proceden los moradores de los aposentos celestes cuando salen a las diamantinas calles, cuando los recibe en audiencia el padre de los universos en su palacio dorado, cuando en corte reunidos asisten al juego del hijo, que hace, deshace y vuelve a hacer una cruz de palo.
Dio Don Juan V orden de que no fuese desarmada la basílica, y así entera la mantienen. La corte salió, se retiró la reina, se fueron los infantes, los frailes tras ellos, con sus letanías, ahora está el rey midiendo gravemente con la mirada la construcción, mientras los hidalgos de semana intentan imitar su gravedad, es siempre lo más seguro. No menos de media hora permanecieron el rey y sus acompañantes en esta contemplación. Librémonos de averiguar los pensamientos de los camaristas, sabe Dios lo que pasará por aquellas cabezas, el calambre que le ha cogido un pie, el recuerdo de la perra preferida que ha de parir mañana, la apertura en la aduana de los fardos llegados a Goa, un súbito apetito de caramelos, la manecita blanda de la monja del convento, la comezón bajo la cabellera, todo cuanto se quiera excepto la sublimidad del pensamiento real, que era éste, Quiero tener una basílica igual en mi corte, esto sí que no lo esperábamos.