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Al día siguiente, Don Juan V mandó llamar al arquitecto de Mafra, un tal João Frederico Ludovice, que es alemán escrito a la portuguesa, y le dijo sin más rodeos, Es mi voluntad que sea construida en la corte una iglesia como la de San Pedro de Roma, y, dicho esto, miró severamente al artista. Ahora bien, a un rey nunca se le dice que no, y este Ludovice que mientras vivió en Italia se llamó Ludovisi, abandonando así ya por dos veces el nombre familiar Ludwig, sabe que una vida, para que sea afortunada, tiene que ser conciliadora, sobre todo para quien la viva entre las gradas del altar y las del trono. No obstante, hay límites, y este rey no sabe lo que pide, está loco, es necio si cree que la simple voluntad, aunque sea real, hace nacer un Bramante, un Rafael, un Sangallo, un Peruzzi, un Buonarotti, un Fontana, un Della Porta, un Maderno, cree que es suficiente con venir y decirme, Ludwig, o Ludovisi, o Ludovice, si es para orejas portuguesas, Quiero San Pedro, y San Pedro aparece hecho, cuando yo lo que sé hacer es sólo Mafras, artista soy, es verdad, y muy vanidoso, como todos, pero conozco el pie que calzo, y también las maneras de esta tierra donde vivo desde hace veintiocho años, mucha arrogancia, poca perseverancia, lo que hay que hacer es llevarle la corriente, ese no que lisonjea más que el sí lisonjearía, trabajoso por otra parte, Dios me libre de él, La voluntad de vuestra majestad es digna del gran rey que ha mandado construir Mafra, pero las vidas son breves, majestad, y San Pedro, entre la bendición de la primera piedra y la consagración, consumió ciento veinte años de trabajos y riquezas, vuestra majestad, que yo sepa, nunca estuvo allí, juzga por el modelo de armar que tiene, quizá de aquí a doscientos cuarenta años lo consiguiéramos, estaría vuestra majestad muerto, muertos estarían vuestros hijos, nieto, bisnieto y tataranieto, y, con todo respeto, me pregunto si vale la pena construir una basílica que no va a terminarse hasta el año dos mil, suponiendo que para entonces haya aún mundo, no obstante, vuestra majestad decidirá, Que haya aún mundo, No, majestad, que se haga otro San Pedro en Lisboa, aunque a mí me parece que va a ser más fácil que llegue el mundo a su fin que repetir la basílica de Roma, Eso quiere decir que no he de satisfacer esta mi voluntad, Su majestad va a vivir eternamente en el recuerdo de sus súbditos, eternamente vivirá en la gloria de los cielos, pero la memoria no es buen terreno para abrir cimientos en ella, más bien van cayendo las paredes poco a poco, y los cielos son una sola iglesia donde San Pedro de Roma no haría más bulto que un grano de arena, Si es así, para qué construimos iglesias y conventos en la tierra, Porque no comprendemos que la tierra era ya una iglesia y un convento, lugar de fe y de responsabilidad, lugar de clausura y de libertad, No entiendo bien lo que dice, Yo no entiendo bien lo que estoy diciendo, pero, volviendo al caso, si vuestra majestad quiere llegar al fin de su vida viendo al menos levantado un palmo de pared, tiene que dar ya las órdenes necesarias, si no, nunca pasará de los fundamentos, Es que voy a vivir tan poco, Es que la obra es larga, y la vida corta.

Podían quedarse hablando el resto del día, pero Don Juan V, que en general no admite resistencias a su arbitrio, cayó en melancolía al ver, en la imaginación, el mortuorio cortejo de sus descendientes hijo, nieto, bisnieto, tataranieto, muriendo todos sin ver la obra acabada, para eso no vale la pena empezarla. João Frederico Ludovice disimula su contento, ha entendido que no habrá ya San Pedro de Lisboa, bastante trabajo tiene con la capilla mayor de la catedral de Évora y las obras de San Vicente de Fora, que son cosas a escala portuguesa, todo se queda en su según. Están en una pausa, el rey no habla, el arquitecto tampoco, así se desvanecen en el aire los grandes sueños, y nunca llegaríamos a saber que Don Juan V quiso un día construir San Pedro de Roma en el Parque Eduardo VII, de no ser por la incontinencia de Ludovice, que lo dijo a su hijo, y éste en secreto lo transmitió a una monja amiga, de quien era visita, que a su vez se lo dijo al confesor, que se lo dijo al general de la orden, que se lo dijo al patriarca, que fue a preguntarle al rey, que le respondió que si alguien volvía a hablarle del asunto incurriría en su cólera, y así ocurrió, todos se callaron, y si hoy sale a luz el proyecto es porque la verdad camina siempre en la historia por su propio pie, no hay más que darle tiempo, y un día aparece y declara, Aquí estoy, no tenemos más remedio que creer en ella, viene desnuda y sale del pozo como la música de Domenico Scarlatti, que aún vive en Lisboa.

En fin, el rey se da una palmada en la cabeza, le resplandece la frente, le rodea el nimbo de la inspiración, Y si aumentáramos el convento de Mafra hasta dar cabida a doscientos frailes, y quien dice doscientos dice quinientos, dice mil, estoy convencido de que sería algo no menor en grandeza que la basílica que no puede haber. El arquitecto ponderó, Mil frailes, quinientos frailes, es mucho fraile, majestad, acabaríamos por hacer una iglesia tan grande como la de Roma para que cupieran todos, Entonces, cuántos, Digamos trescientos, e incluso así ya va a ser pequeña para ellos la basílica que proyecté y está siendo construida, muy lentamente, si se me permite la observación, Sean trescientos, no se discuta más, ésta es mi voluntad, Así se hará, dando vuestra majestad las órdenes necesarias.

Fueron dadas. Pero primero se reunieron, otro día, el rey y el provincial de los franciscanos de la Arrábida, el almojarife y nuevamente el arquitecto. Ludovice llevó sus planos, los tendió sobre la mesa, explicó la planta, Aquí está la iglesia, hacia el norte y el sur estas galerías y estos torreones son el palacio real, por la parte de atrás quedan las dependencias del convento, ahora bien, para satisfacer las órdenes de su majestad, tendremos que construir, más atrás aún, otros cuerpos, hay aquí un monte de piedra compacta que va a haber que minar y allanar, con lo que nos costó ya morderle la falda para hacer la explanación. Al oír que quería el rey ampliar el convento para tan gran número de frailes, de ochenta a trescientos, imagínense, el provincial, que había ido allí sin saber de la novedad, se derrumbó en el suelo dramáticamente, besó con exuberancia las manos de su majestad, y declaró al fin con voz estrangulada, Señor, podéis estar seguro de que en este mismo momento está Dios mandando preparar nuevos y más suntuosos aposentos en su paraíso para premiar a quien en la tierra lo engrandece y loa en piedras vivas, estad seguro de que por cada nuevo ladrillo que sea colocado en el convento de Mafra, será dicha en vuestra intención una plegaria, no por la salvación de vuestra alma, que está ya garantizadísima por las obras, pero sí como flores de la corona con que habéis de presentaros ante el supremo juez, quiera Dios que de aquí a muchos años, para que no mengüe la felicidad de vuestros súbditos y perdure la gratitud de la Iglesia y de la orden a la que sirvo y represento. Don Juan V se levantó de su sitial, besó la mano del provincial, humillando el poder de la tierra ante el poder del cielo, y cuando volvió a sentarse se le repitió el halo en torno de la cabeza, este rey, si no anda con cuidado, va a acabar santo. El almojarife seca sus ojos húmedos de copiosas lágrimas, Ludovice conserva la punta del dedo índice de la mano derecha sobre el lugar del plano que representa aquel monte que tanto va a costar arrasar, el provincial alza los ojos al techo, que se supone representa aquí el empíreo, y el rey los va mirando sucesivamente a los tres, grande, pío, fidelísimo que ha de ser, no todos los días se ordena la ampliación de un convento de ochenta frailes a trescientos, el mal y el bien a la cara vienen, dice el pueblo, en este caso de hoy, vino lo mejor.