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Se retiró repitiendo reverencias João Frederico Ludovice para ir a modificar los planos, se recogió el provincial a la provincia para ordenar los actos congratulatorios adecuados y dar la buena nueva, se quedó el rey, que está en su casa, esperando ahora a que regrese el almojarife que ha ido a por los libros de contabilidad y cuando vuelve, le pregunta, después de colocados sobre la mesa los enormes infolios, Hablemos ahora de cómo estamos de debe y haber. El contador se lleva la mano a la barbilla pareciendo que va a entrar en meditación profunda, abre uno de los libros como para mostrar un registro decisivo, pero enmienda ambos movimientos y se contenta con decir, Sepa vuestra majestad que haber, habemos cada vez menos, y deber, debemos cada vez más, Ya me dijiste lo mismo el mes pasado, Y el otro mes, y el año pasado, a este paso, majestad, vamos a ver el fondo del saco, Está lejos de aquí el fondo de nuestros sacos, uno en el Brasil, otro en la India, cuando se agoten lo sabremos con un retraso tan grande que podremos decir, éramos pobres y no lo sabíamos, Si su majestad me perdona la osadía, me atrevería a decir que somos pobres y lo sabemos, Pero, gracias sean dadas a Dios, el dinero no nos falta, Pues no, y mi experiencia contable me recuerda todos los días que el peor pobre es aquel a quien no falta el dinero, eso es lo que pasa en Portugal, que es un saco sin fondo, le entra el dinero por la boca y le sale por el culo, con perdón de vuestra majestad, Ja, ja, ja, se río el rey, eso tiene mucha gracia, sí señor, quieres decir que la mierda es dinero, No, majestad, es el dinero lo que es mierda, y estoy en muy buena posición para saberlo, en cuclillas, que es como siempre debe estar quien hace cuentas del dinero de los otros. Este diálogo es falso, apócrifo, calumnioso, y también profundamente inmoral, no respeta al trono ni al altar, pone al rey y a un tesorero hablando como arrieros en taberna, sólo faltaba que les inflamaran ardores de maritornes, sería el colmo, pero esto que se ha leído es sólo la traducción moderna del portugués de siempre, y luego dijo el rey, A partir de hoy, te doblo el sueldo para que no te cueste tanto hacer fuerza, Beso las manos de su majestad, respondió el contador.

Aun antes de terminar João Frederico Ludovice los planos del convento ampliado, galopó un correo real a Mafra con órdenes imperiosas de que, inmediatamente, se empezara a allanar el monte, ganándose así algún tiempo. Se apeó el correo a la puerta de la veeduría general, más la escolta, se sacudió el polvo, subió por la escalera, entró en el salón, El doctor Leandro de Melo, éste era el nombre del veedor, Yo soy, le dijo el tal señor, Traigo cartas urgentes de su majestad, aquí están, y páseme vuesa merced recibo y quitanza, que vuelvo inmediatamente a la corte, no tarde. Así se hizo, se fueron el correo y la escolta, ahora al paso, y el veedor abrió las órdenes, después de haber besado reverentemente el sello, pero, cuando acabó de leerlas, se quedó pálido, tanto que el subveedor creyó que allí venía la destitución de su cargo, cosa que quizá podría beneficiar a su carrera, pero pronto se desengañó, el doctor Leandro de Melo se levantaba ya y decía, Vamos a la obra, vamos a la obra, y en pocos minutos se reunieron el tesorero, el maestro de los carpinteros, el de los albañiles, el de los canteros, el carrero mayor, el ingeniero de las minas, el capitán de la tropa, todos cuantos en Mafra tenían vara de mando y estando reunidos les habló el veedor general, Señores, su majestad ha determinado, en su piedad y amplia sabiduría, que se aumente la capacidad del convento a trescientos monjes, y que de inmediato empiecen las obras de explanación del monte situado a levante, por ser ahí donde se erigirá el nuevo cuerpo de la construcción, de acuerdo con medidas aproximadas que vienen en estas cartas, y como las órdenes de su majestad hay que cumplirlas, vamos todos a la obra a ver cómo hay que poner mano a la empresa. Dijo el tesorero que para pagar los gastos consiguientes no precisaba tasar el monte, dijo el maestro de los carpinteros que su oficio era la madera y la aserradura, dijo el maestro de los albañiles que lo llamaran cuando se tratara de levantar paredes y asentar pavimentos, dijo el de los canteros que él sólo trabajaba con piedra arrancada, no por arrancar, dijo el carrero mayor que los bueyes y las mulas irían allí si eran precisos, y estas respuestas, que parecen de gente insumisa, son de gente sensata, de qué serviría que fuera todo el personal al monte cuando bien sabía lo que iba a costar aquello. Dio el veedor por buenas las explicaciones, y al fin salió llevando consigo al ingeniero de las minas, que era el que cargaba con la mayor responsabilidad, y al capitán de la tropa, por ser el desmonte principalmente tarea de soldados.

En una parte del terreno, tras las paredes alzadas por el lado de levante, ya el fraile hortelano del hospicio había plantado frutales, y planteles diversos, unos de legumbres con flores en los bordes, alguna promesa de pomar y huerto, un suspiro de jardín. Todo tendría que arrancarse. Los trabajadores vieron pasar al veedor general y al español de las minas, luego miraron el fantasma del monte, pues ya había corrido la noticia de que iba a prolongarse el convento por aquel lado, parece imposible la rapidez con que se divulgan órdenes que deberían ser de alguna confidencia, al menos mientras el destinatario no las hace públicas, es como para creer que, antes de escribir al doctor Leandro de Melo, mandó Don Juan V aviso al Sietesoles, o a José Pequeno diciendo, Tened paciencia, se me ha ocurrido la idea de meter ahí trescientos frailes en vez de los ochenta acordados, por otra parte, es bueno para todos los que trabajan ahí, que quedan por más tiempo con el empleo garantizado, que el dinero, aún me lo dijo hace unos días mi almojarife, es seguro, ése no falta, somos la nación más rica de Europa, a ver si se enteran, no debemos nada a nadie y pagamos a todos, y con esto no os molesto más, recuerdos a mis queridos treinta mil portugueses que andan ahí haciendo por la vida, esforzándose por dar a su rey el supremo placer de ver alzado en los aires y en los tiempos el mayor y más hermoso monumento sacro de la historia, que hasta me han dicho ya que, comparado con él, San Pedro de Roma es una capilla, adiós, hasta un día de éstos, saludos a Blimunda, de lo que no he vuelto a saber nada es de la máquina voladora del padre Bartolomeu Lourenço, tanto como lo protegí, tanto dinero gastado, el mundo está lleno de ingratos, adiós.

El doctor Leandro de Melo está abrumado al pie del monte, desmedido accidente que se empina más alto que las paredes que aún han de ser, y siendo su oficio sólo corregidor de Torres Vedras, se acoge al amparo del ingeniero de las minas, que por ser andaluz e hiperbólico, habla claro, Aunque fuera la Sierra Morena, yo la arrancaría con mis brazos y la precipitaría al mar *, que traducido viene a ser, Déjenme a mí, que en poco tiempo armo aquí una plaza que va a dejar pálida a la del Rossío de Lisboa. Durante todos estos años, once van ya vencidos, se han sobresaltado los ecos de las quebradas de Mafra con las continuas cargas de pólvora, espaciadamente en los últimos tiempos, sólo cuando un renitente espolón de piedra se interpone en el suelo ya rendido. Un hombre nunca sabe cuándo la guerra acaba. Dice, Mira, se acabó, y de repente no se acabó, vuelve a empezar, y viene diferente, la muy puta, aún ayer eran floreos de espada y son hoy cañonazos, aún ayer se derrumbaban murallas y hoy se desmoronan ciudades, aún ayer se exterminaban países, y hoy se revientan mundos, aún ayer morir era una tragedia y hoy es una banalidad el que se evapore un millón, no va a ser éste el caso de Mafra, donde nunca veremos reunida tanta gente, que si ya era mucha, más, y para quien se había habituado a oír unos cincuenta, cien estampidos por día, resulta ahora el fin del mundo el tremebundo resonar de mil cargas entre el amanecer y la puesta del sol, en rosarios de veinte, con tal violencia tirando tierras y piedras al aire que tenían los trabajadores de la obra que abrigarse tras las paredes o acogerse a la protección de los andamios, e incluso así algunos quedan heridos, por no hablar de aquellas cinco minas que hicieron explosión inesperadamente y destrozaron a tres hombres.