Sietesoles no le ha respondido aún al rey, lo va aplazando siempre, le molesta tener que pedirle a alguien que escriba la carta, pero, si un día vence la vergüenza, dirá esto, Mi querido rey, recibí su carta y vi todo lo que me dice, aquí no falta trabajo, sólo paramos cuando le da por llover y hasta los patos dicen basta, o cuando se atrasó la piedra en el camino, o cuando salieron malos los ladrillos y tenemos que esperar a que vengan otros, ahora anda por aquí todo muy liado con la idea esa de agrandar el convento, lo que pasa es que mi querido rey no puede ni imaginar el tamaño del monte ese y la cantidad de hombres que tendrán que ponerse a la obra, han tenido que dejar la del palacio y la de la iglesia, va a ser un atraso, hasta canteros y carpinteros andan acarreando piedra, yo unas veces con los bueyes, otras con la carretilla, me dieron pena los limoneros y los melocotoneros que arrancaron, a las flores fue un aire que les dio, que no valía la pena haberlas sembrado para tratarlas luego con tanta crueldad, pero, en fin, como mi querido rey dice que no debemos nada a nadie, siempre es una satisfacción, es lo que decía mi madre, paga la deuda bien y no mires a quién, pobrecilla, muerta ya, no verá el mayor y más hermoso monumento sacro de la historia, como me dice en su carta, aunque, para serle franco, en las historias que conozco nunca se habla de monumentos sacros, sólo de moras encantadas y tesoros escondidos, y hablando de tesoros y de moras, Blimunda está muy bien, gracias, ya no es tan bonita como fue, pero lo que darían muchas mozas por estar como ella, José Pequeno me manda preguntarle que para cuándo es la boda del infante Don José, que le va a mandar un regalo, a lo mejor es por llevar los dos el mismo nombre, y los treinta mil portugueses le saludan y agradecen, de salud van así así, el otro día hubo aquí una cagalera general, Mafra apestaba en tres leguas a la redonda, algo que comimos nos sentó mal, que eran los gusanos más que la harina, o las moscas que la carne, pero tuvo gracia ver un montón de gente culo al aire, con el frescor que venía del mar, muy aliviador él, y cuando unos acababan había otros tantos, a veces era tal la urgencia que aliviaban allí donde estaban, ah, es verdad, me olvidaba, tampoco he vuelto a oír nada de la máquina voladora, quizá se la haya llevado el padre Bartolomeu Lourenço para España, quién sabe si la tendrá ahora el rey de allí, que, según oigo decir, va a ser su compadre, ojo con él, y no le molesto más, recuerdos a la reina, adiós, mi querido rey, adiós.
Esta carta nunca fue escrita, pero los caminos de la comunicación de las almas son muchos, y aún misteriosos, y de tantas palabras que Sietesoles no llegó a dictar, algunas fueron a herir el corazón del rey, tal como aquella fatal sentencia que, para aviso de Baltasar, apareció grabada a fuego en una pared, pesado, contado, dividido, ese Baltasar no es el Mateus que conocemos, sino aquel otro que fue rey de Babilonia y que, habiendo profanado en un festín los vasos sagrados del templo de Jerusalén, fue castigado, muerto a manos de Ciro, que para ejecución de esa divina sentencia había nacido. Las culpas de Don Juan V son otras, si algunos vasos profana son los de las esposas del Señor, pero a ellas les gusta y a Dios no le importa, adelante pues. A los oídos de Don Juan V lo que sonó como un redoble fue aquel párrafo, cuando Baltasar, hablando de su madre, con mucho sentimiento porque ya no va a poder ver el mayor y más hermoso de los monumentos sacros, Mafra. Súbitamente, el rey comprende que su vida será corta, que cortas son todas las vidas, que mucha gente murió y morirá antes de que se acabe de construir Mafra, que él mismo podría cerrar los ojos mañana para todo y para siempre. Se acuerda que desistió de edificar San Pedro de Roma, justamente por haberle convencido Ludovice de esta misma cortedad de las vidas, y que el mismo San Pedro, palabras dichas, entre la bendición de la primera piedra y la consagración, consumió nada menos que ciento veinte años de trabajos y riquezas. Mafia lleva engullidos ya once años de trabajo, de riquezas no se debe hablar, Quién me asegura que estaré vivo cuando se haga la consagración, si aún hace pocos años nadie daba nada por mí, con aquella melancolía que me iba llevando antes de tiempo, el caso es que la madre de Sietesoles, pobrecilla, vio el principio, pero no verá el fin, y un rey no está libre de que le ocurra lo mismo.
Don Juan V está en una sala del torreón, cara al río. Mandó salir a los gentileshombres, a los secretarios, a los frailes, a una cantante de comedia, no quiere ver a nadie. Tiene dibujado en la cara el miedo a morir, vergüenza suprema en monarca tan poderoso. Pero ese miedo a morir no es el de que un día el cuerpo se abata y se le vaya el alma, y sí el de que no estén abiertos y relucientes sus propios ojos cuando, consagradas, se alcen las torres y la cúpula de Mafra, es el de que no sean ya sensibles y sonoros sus propios oídos cuando suenen gloriosamente los carillones y las músicas, es el no poder palpar con sus manos los ricos paramentos y los paños de fiesta, es el de que no llegue a oler su nariz el incienso de los turíbulos de plata, es el de ser sólo el rey que mandó hacer y no el que lo ve hecho. Va allá un barco, quién sabe si llegará a puerto, Pasa una nube por el cielo, puede que la veamos en lluvia derramada, Bajo aquellas aguas nada el cardumen al encuentro de las redes. Vanidad de vanidades, dijo Salomón, y Don Juan V repite, Todo es vanidad, vanidad es desear, tener es vanidad.
Pero la victoria sobre la vanidad no es la modestia, y menos aún la humildad, es más bien su exceso. De esta meditación y agonía no salió el rey para vestir sayal de la penitencia y renuncia, sino para hacer volver a los gentileshombres, a los secretarios y a los frailes, la cantante vendría más tarde, para preguntarles si era verdad, según creía saber, que la consagración de las basílicas debe hacerse los domingos, y ellos respondieron que sí, de acuerdo con el Ritual, y entonces el rey mandó que miraran cuándo caería en domingo el día de su cumpleaños, veintidós de octubre, los secretarios, tras cuidadosa comprobación del calendario, respondieron que tal coincidencia se daría dentro de dos años, en mil setecientos treinta, Pues en ese día quiero que se haga la consagración de la basílica de Mafra, así lo quiero, ordeno y determino, y cuando esto oyeron, los gentileshombres de cámara besaron la mano de su señor, ya me diréis qué es mejor, si ser del mundo rey, o de esta gente.
Echaron reverentemente en aquel entusiasmo un jarro de agua fría João Frederico Ludovice y el doctor Leandro de Melo, llamados a toda prisa de Mafra, adonde el primero había ido y el segundo estaba, quienes con la memoria fresca de lo que allí veían, dijeron que el estado de la obra no permitía tan feliz previsión, tanto en lo referente al convento, cuyo segundo cuerpo se iba levantando lentamente de paredes, como a la iglesia, por su naturaleza de delicada construcción, una conjunción de piedras que no podía realizarse a la ligera, vuestra majestad lo sabe mejor que nadie, cuando tan armoniosamente concilia y equilibra las partes que forman la nación. Se cargó el ceño de Juan V, porque la forzada lisonja en nada le había aliviado, y cuando iba a abrir la boca para responder desabrido, prefirió llamar otra vez a los secretarios y preguntarles en qué fecha volvería a caer en domingo el día de su cumpleaños, pasada la de mil setecientos treinta, que, por lo visto, era plazo que no bastaba. Trabajaron los secretarios afanosamente en sus aritméticas, y con alguna duda respondieron que el acontecimiento se repetiría diez años después, en mil setecientos cuarenta.