Estaban allí ocho o diez personas, entre rey, Ludovice, Leandro, secretarios e hidalgos de semana, y todos asintieron gravemente con la cabeza, como si Halley en persona acabara de explicarles la periodicidad de los cometas, las cosas que son capaces de descubrir los hombres. Pero, Don Juan V tuvo un negro pensamiento, se le vio en la cara, e hizo cuentas rápidas, mentalmente, con ayuda de los dedos, En mil setecientos cuarenta tendré cincuenta y un años, y añadió lúgubre, Si estoy vivo. Y durante unos terribles minutos volvió a subir este rey al Monte de los Olivos, y agonizó allí con el miedo a la muerte y el pavor del robo que le harían, ampliado ahora con un sentimiento de envidia, imaginar a su hijo ya rey, con la reina nueva que va a venir de España, gozando ambos de las delicias de inaugurar y ver consagrar Mafra, mientras él va a estar pudriéndose en San Vicente de Fora, junto al pequeño infante Don Pedro, muerto, tan niño aún, a causa del brutal destete. Estaban los circunstantes mirando al rey, Ludovice con cierta curiosidad científica, Leandro de Melo indignado contra la severidad de la ley del tiempo que ni a las majestades respeta, los secretarios dudando si habrían acertado en los bisiestos, los camaristas evaluando sus propias posibilidades de supervivencia. Todos esperaban. Y entonces Don Juan V dijo, La consagración de la basílica de Mafra se hará el veintidós de octubre de mil setecientos treinta, me da igual que falte o que sobre tiempo, haga sol o llueva a cántaros, caiga nieve o sople el viento, aunque se inunde el mundo o le dé un tembleque.
Dejando aparte las expresiones enfáticas, esta misma orden ya la había dado antes, y no parece más que una declaración solemne para la historia como aquélla, tan conocida, Padre, en tus manos entrego mi espíritu, o sea que Dios no es manco, no señor, por ahí anduvo el padre Bartolomeu Lourenço en domésticos sacrilegios, apartando a Baltasar Sietesoles del camino recto, cuando bastaría con preguntarle al Hijo, que tiene la obligación de saber cuántas manos tiene el Padre, pero, a lo que Don Juan V dijo ya, deberá añadirse ahora lo que resulta de saber nosotros cuántas manos tienen los hijos súbditos y para qué sirven ellos y ellas, Ordeno a todos los corregidores del reino se mande que reúnan y envíen a Mafra cuantos operarios se encuentren en sus jurisdicciones, sean ellos carpinteros, albañiles o peones, retirándolos, aunque sea mediante violencia, de sus menesteres, y que bajo ningún pretexto los dejen quedar, no valiendo para ello consideraciones de familia, dependencia o anterior obligación, porque nada está por encima de la voluntad real, salvo la voluntad divina, y a ésta nadie podrá invocar, que lo hará en vano, porque precisamente para servicio de ella se ordena esta providencia, he dicho. Ludovice movió la cabeza gravemente, como quien acaba de comprobar la regularidad de una reacción química, los secretarios escrituraron velocísimas notas, los gentileshombres de cámara se miraron y sonrieron, esto es un rey, el doctor Leandro de Melo estaba a salvo de esta nueva obligación porque en su comarca ya no había quien trabajara en oficios que no sirvieran al convento por vía directa o indirecta.
Fueron las órdenes, vinieron los hombres por su voluntad algunos, atraídos por la promesa de un buen salario, otros por gusto de la aventura, por desprendimiento de afectos también, a la fuerza casi todos. Se pregonaba la orden en las plazas, y, siendo escaso el número de voluntarios, iba el corregidor por las calles, acompañado por los cuadrilleros, entraba en las casas, empujaba las cancelas de los huertos, salía al campo a ver dónde se ocultaban los relapsos, al cabo del día juntaba diez, veinte, treinta hombres, y cuando eran más que los carceleros, los ataban con cuerdas, variando el modo, presos por la cinturas unos a otros, o con una improvisada cogotera, o atados por los tobillos, como lazarinos o esclavos. En todos los lugares se repetía la escena, Por orden de su majestad vais a trabajar en las obras del convento de Mafra, y si el corregidor era hombre de celo, era igual que estuviera el requisado en la fuerza de la vida o que ya no pudiera con los calzones, o que fuese aún un niño. Se negaba el hombre primero, intentaba escapar, alegaba pretextos, la mujer fuera de cuentas, la madre vieja, una camada de hijos pequeños, la pared a medio alzar, el arca por reforzar, la barbechera, y si empezaba a explicar sus razones, no acababa, le echaban la mano encima los cuadrilleros, lo golpeaban si se resistía, muchos iniciaban la marcha sangrando.
Corrían las mujeres, lloraban, y los niños aumentaban el alarido, era como si anduvieran los corregidores cogiendo gente para la tropa o para las naves de la India. Reunidos en la plaza de Celorico da Beira, o de Tomar, o en Leiria, en Vila Pouca o en Vila Muita, en la aldea sin más nombre que el saberlo sus moradores, en las tierras de la frontera o en la orilla de la mar, alrededor de las picotas, en el atrio de las iglesias, en Santarem y Beja, en Faro y Portimao, en Portalegre y en Setúbal, en Évora y en Montemor, en las montañas y en la llanura, y en Viseu, y en Guarda, en Bragança, en Vila Real, en Miranda, Chaves, Amarante, en Vianas y Póvoas, en todos los lugares adonde puede llegar la justicia de su majestad, los hombres, atados como reses, sin más holgura que la bastante para que no se atropellasen, veían a sus mujeres y a los hijos implorando al corregidor, procurando sobornar a los cuadrilleros con algunos huevos, una gallina, míseros expedientes que de nada servían, pues la moneda con que el rey de Portugal cobra sus tributos es el oro, es la esmeralda, es el diamante, la pimienta y la canela, es el marfil y el tabaco, es el azúcar y la sucupira del Brasil, las lágrimas no entran en la aduana. Y si para ello tuvieron tiempo, cuadrilleros hubo que gozaron a las mujeres de los presos, que a tanto se sujetaron las pobres para no perder a sus maridos pero, desesperadas, los veían partir luego, mientras los aprovechados se reían de ellas. Maldito seas hasta la quinta generación, de lepra se te cubra todo el cuerpo, puta veas a tu madre, puta a tu mujer, puta a tu hija, empalado seas por el culo hasta la boca, maldito, maldito, maldito. Ya va avanzando la recua de los hombres de Arganil, los acompañan hasta fuera del pueblo las infelices, que van clamando, ésta con el pelo suelto, Oh dulce y amado esposo, y otra protestando, Oh hijo, a quien tenía por consuelo y dulce amparo de esta fatigada vejez mía, no se acaban las lamentaciones, tantas que los montes más cercanos respondían, casi movidos por alta piedad, en fin ya los llevados se alejan y desaparecen en la revuelta del camino, arrasados en lágrimas, cayéndoles los lagrimones a los más sensibles, y entonces se alza una gran voz, es un labriego de tanta edad que ya no lo quisieron, y grita subido a una cerca que es el púlpito de los rústicos, Oh gloria de mandar, oh vana codicia, oh rey infame, oh patria sin justicia, y habiendo así clamado le dio el cuadrillero un golpe en la cabeza y allí mismo lo dejó por muerto.
Cuánto puede un rey. Está sentado en su trono, se alivia conforme a la necesidad en el orinal o en el vientre de las madres, y de aquí, de allí o de más allá, si lo requieren los intereses del Estado, que es él, despacha órdenes para que de Penamacor vengan los hombres válidos, o no tanto, para trabajar en este mi convento de Mafra, levantado porque lo pedían los franciscanos desde mil seiscientos veinticuatro, y por al fin haber quedado la reina preñada de una hija que ni reina de Portugal va a ser, sino de España, por intereses dinásticos y particulares. Y los hombres, que nunca verán al rey, los hombres que el rey nunca vio, los hombres incluso no queriéndolo ver, vienen, entre soldados y cuadrilleros, sueltos si son de ánimo pacífico o si ya se han resignado, atados como fue explicado, si rebeldes, atados siempre si por malicia villana mostraron ir de grado y luego intentaron huir, peor aún si alguno consiguió escapar. Atraviesan los campos, de comarca en comarca, por los pocos caminos reales, a veces por aquellos que los romanos hicieron construir, casi siempre por senderos de cabras, y el tiempo es lo variable, sol que asa las piedras, lluvia que inunda los campos, frío que hiela, en Lisboa su majestad espera que cada uno cumpla su deber.