A veces hay encuentros. Venían unos de más al norte, otros más bien de levante, aquellos de Penela, estos de Proença-a-Nova, se juntaron en Porto de Mos, ninguno de ellos sabe qué lugares son éstos en el mapa, ni qué forma tiene Portugal, si es cuadrado, o redondo, o con picos, si es puente de paso o cuerda de horca, si grita cuando le pegan o si se esconde por los rincones. De las dos levas se hace una, y teniendo ya sus refinamientos las artes carceleras, se emparejan los hombres al modo místico, uno de Proença, otro de Penela, dificultándose así las subversiones, con el evidente beneficio de dar a conocer Portugal a los portugueses, Y cómo es tu tierra, y mientras hablan de esto no piensan en otra cosa. A no ser que muera alguno por el camino. Puede caer fulminado de un ataque echando espumarajos por la boca, o ni siquiera eso, sólo cayendo y arrastrando en la caída al compañero de delante y al de detrás, súbitamente y con pánico atados a un muerto, puede uno enfermar en un descampado, y hay que llevarlo en la sillita de la reina, bamboleando piernas y brazos, hasta morir un poco más allá y ser enterrado al borde del camino, con una cruz de palo hincada por el lado de la cabeza, o, si tiene suerte, recibe en poblado los últimos sacramentos, mientras los desterrados esperan sentados en el suelo que se aclare el caso, Hoc est enim corpus meum, este cuerpo cansado de tantas leguas andadas, este cuerpo desollado por los tirones de la cuerda, este cuerpo gastado por la comida aún más escasa que la ya mínima de costumbre. Pasan las noches en pajares, en porterías de conventos, en almacenes vacíos, y, si Dios lo quiere y el buen tiempo, al raso, uniéndose así la libertad del aire y la prisión de los hombres, extensas filosofías que debatiríamos aquí si tuviéramos tiempo para ello. De madrugada, mucho antes de que salga el sol, y menos mal, porque esas horas son más frescas, se levantan los trabajadores de su majestad, entumecidos y hambrientos, afortunadamente los habían liberado de las cuerdas los cuadrilleros porque hoy entraremos en Mafra y sería de pésimo efecto aquel cortejo de andrajosos, atados como esclavos del Brasil o recua de cabalgaduras. Cuando de lejos ven los muros blancos de la basílica, no gritan Jerusalén, Jerusalén, por eso es mentira lo que dijo aquel fraile que predicó cuando llevaron la losa de Pêro Pinheiro a Mafra, que todos estos hombres son cruzados de una nueva cruzada, qué cruzados son éstos que tan poco saben de su cruzadía. Hacen alto los cuadrilleros para que desde esta eminencia puedan los traídos apreciar el amplio panorama en medio del cual van a vivir, a la derecha el mar por el que navegan nuestras naves, señoras del líquido elemento, enfrente, hacia el sur, está la hermosísima sierra de Sintra, orgullo de nacionales y envidia de extranjeros, que daría un buen paraíso si Dios hiciera otra tentativa, y esa ciudad, allá abajo, hundida, es Mafra, que dicen los eruditos que es eso precisamente lo que quiere decir, pero un día habrán de rectificar y en ese nombre leerán letra por letra, muertos, asados, fundidos, robados, arrastrados, y no soy yo, simple cuadrillero, un mandado, quien se atreva a tal lectura, sino un abad benedictino a su tiempo, y ésa será la razón que tiene para no asistir a la consagración de aquel exceso, pero no nos anticipemos que aún hay mucho trabajo por hacer, para eso habéis venido de luengas tierras donde vivíais, no reparéis en la falta de concordancia, que a nosotros nadie nos ha enseñado a hablar, aprendimos con las faltas de nuestros padres, y, aparte de eso, estamos en tiempos de transición, y ahora que han visto ya lo que les espera, sigan adelante, que nosotros, cuando los hayamos entregado, tenemos que ir a buscar más.
Para llegar a la obra, venidos de donde vienen, tienen que atravesar la villa, pasan a la sombra del palacio del vizconde, bordean la casa de los Sietesoles, y tanto saben de éstos como saben de aquél, pese a genealogías y memoriales, Tomás da Silva Teles, vizconde de Vila Nova da Cerveira, Baltasar Mateus, fabricante de aviones, ya veremos con el paso del tiempo quién va a ganar esta guerra. Las ventanas del palacio no se abren para ver pasar el cortejo de los miserables, sólo el olor que dejan, señora vizcondesa. Se abrió, sí, el postigo de la casa de los Sietesoles y asomó Blimunda, no es ninguna novedad, cuántas levas han pasado ya por aquí, pero, estando ella en casa, siempre sale a ver, es una manera de recibir a quien llega, y cuando vuelve Baltasar, por la noche, ella dice, Por aquí pasaron hoy más de cien, perdónese la imprecisión de quien no aprendió más rigurosas cuentas, fueron muchos, fueron pocos, es como cuando se habla de años, pasé ya de los treinta, y Baltasar dice, He oído decir que en total llegaron quinientos, Tantos, se asombra Blimunda, y ni uno ni otro saben exactamente cuántos son quinientos, sin hablar ya de que el número es, de todas las cosas que hay en el mundo, la menos exacta, se dice quinientos ladrillos, se dice quinientos hombres, y la diferencia que hay entre un ladrillo y un hombre es la diferencia que se cree no hay entre quinientos y quinientos, quien no entienda esto la primera vez no merece que se lo expliquen la segunda.
Se reúnen los hombres que han entrado hoy, duermen donde pueden, mañana los escogerán. Como los ladrillos. Los que no sirven, si fue de ladrillos la carga, quedan por ahí, y acabarán por servir en obras de menos fuste, no faltará quien los aproveche, pero, si fueron hombres, los largan, en buena o mala hora, No sirves, vuélvete a tu tierra, y ellos se van, por caminos que no conocen, se pierden, vagabundean, mueren en los caminos, a veces roban, a veces matan, a veces llegan.
No obstante, hay aún familias felices. La real de España es una. La de Portugal es otra. Se casan hijos de aquélla con hijos de ésta, de allá viene Mariana Victoria, de aquí va María Bárbara, los novios son José el de acá y Fernando el de allá, respectivamente, como se suele decir. No son combinaciones improvisadas, las bodas están pactadas desde mil setecientos veinticinco. Mucha charla, mucha conversa, mucho embajador, mucho regateo, muchas idas y venidas de plenipotenciarios, discusiones sobre las cláusulas de los contratos de matrimonio, las prerrogativas, las dotes de las novias y, como no pueden estas uniones hacerse a la ligera, ni a matacaballo, ni a la puerta de la taberna, donde se dice que las hacen los tratantes, sólo ahora, cuando ha pasado casi un lustro, se hará el intercambio de princesas, ésta para ti, ésa para mí.
María Bárbara tiene diecisiete años cumplidos, cara de luna llena, picada de viruelas como se dijo, pero es una buena chica, musical al máximo que pueda serlo una princesa, por lo menos no cayeron aquí en saco roto las lecciones de su maestro Domenico Scarlatti, que la seguirá a Madrid, de donde no volverá. La espera un novio que tiene dos años menos que ella, el tal Fernando, que será el sexto del orden real de España y de rey poco más tendrá que el nombre, información apenas de paso dicha, para que no se insinúe que estamos interfiriendo en cuestiones internas del país vecino. Del cual, y queda así excelentemente expuesta la vinculación a la historia de este nuestro, del cual, repetimos, vendrá Mariana Victoria, una chiquilla de once años que, pese a su escasa edad, tiene ya una dolorosa experiencia de la vida, basta decir que estuvo a punto de casarse con Luis XV de Francia y fue por él repudiada, palabra que parece excesiva y nada diplomática, pero qué otra se ha de usar si una criatura, a la tierna edad de cuatro años, va a vivir a la corte francesa a fin de educarse para dicho casamiento, y dos años después es enviada a casa porque de repente le dio la fiebre al prometido, o a los intereses de quien lo orientaba, de tener rápidamente herederos de la corona, necesidad que la pobrecilla, por dificultades fisiológicas, no podría satisfacer hasta transcurridos unos ocho años. Vino devuelta la infeliz, flacucha y delicada, que comía como un pajarito, con el mal inventado pretexto de visitar a los padres, el rey Felipe y la reina Isabel, y se quedó en Madrid, a la espera de que le buscaran novio con menores urgencias, y resultó ser nuestro José, ahora con quince años por cumplir. De los placeres de María Victoria no hay mucho que decir, le gustan las muñecas, adora los confites, nada raro, está en la edad, pero es ya habilísima cazadora y, creciendo, apreciará la música y la lectura. Hay quien gobierna más sabiendo menos.