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La historia de los casamientos está llena de gente que se quedó en el lado de fuera de la puerta, por eso, para evitar humillaciones, se avisa que a boda, y también a bautizo, vas sólo si convidado. Convidado no fue, seguro, aquel João Elvas, amigo de Sietesoles en los tiempos en que éste vivió en Lisboa antes de conocer a Blimunda y juntarse con ella, llegó a darle abrigo en la barraca donde dormía, con otros vagabundos como él, allí junto al convento de la Esperanza, como todos recordamos. Ya entonces no era joven, hoy es viejo, sesenta años súbitamente mordidos por la añoranza de volver a la tierra donde nació y de la que tomó nombre, son deseos que asaltan a los viejos precisamente cuando ya no pueden tener otros. Dudaba no obstante en lanzarse al camino, no por flaqueza de sus piernas, recias aún para la edad, sino por aquellos grandes descampados del Alentejo, que nadie está libre de malos encuentros, recordemos lo que le ocurrió a Baltasar en el pinar de Pegões, si bien en este caso hay que decir que el mal encuentro fue el del salteador que allí quedó, expuesto a los cuervos y a los canes, si no lo enterró luego el camarada. Pero, en verdad, un hombre nunca sabe para qué está guardado, qué parte del bien y del mal le espera. Quién le iba a decir a João Elvas, en sus antiguos tiempos de soldadía, y en éstos ahora de vagabundo, aunque pacífico, que iba a llegarle la hora de acompañar al rey de Portugal en su ida al río Caia, para llevar una princesa y traer otra, sí, quién lo diría. Nadie lo dijo, nadie lo previó, sólo lo sabía el azar que de lejos venía eligiendo y atando los hilos del destino, diplomáticos y dinásticos los de las dos cortes, de añoranza de la tierra y desamparo por lo que al viejo soldado se refiere. Si un día llegáramos a descifrar estas mallas cruzadas, enderezaríamos el hilo de la vida y alcanzaríamos la sabiduría suprema, si en la existencia de tal cosa insistimos en creer.

Claro está que João Elvas no fue en coche ni a caballo. Ya quedó dicho que tiene buenas piernas para andar, pues que se sirva de ellas. Pero, más por delante o retrasado, siempre Don Juan V le hará compañía, como igualmente se la harán la reina y los infantes, el príncipe y la princesa, y todo el poder del mundo que en el viaje va. Nunca la suma grandeza de estos señores sospechará que va escoltando a un vagabundo, asegurándole vida y bienes, tan cerca de acabarse. Pero, para que no se acaben demasiado pronto, sobre todo la vida, bien precioso, no conviene a João Elvas entrometerse en el cortejo, sabido es cuán ligera tienen la mano los soldados, y pesada, Dios los bendiga, si piensan que corre peligro la también preciosa seguridad de su majestad.

Así precavido, salió João Elvas de Lisboa y pasó Aldeagalega en los primeros días de este mes de enero de mil setecientos veintinueve, y allí se demoró asistiendo al desembarco de los carruajes y cabalgaduras que van a servir en el camino. Para su ilustración iba haciendo preguntas, qué es esto, de dónde vino, quién lo hizo, quién lo va a usar, parecen desatinadas indiscreciones, pero a este viejo de aspecto venerando, aunque sucio, cualquier servidor de caballeriza cree que debe responder, y, creciendo la confianza, hasta al carrero mayor se le pregunta, basta con que João Elvas se muestre piadoso, por más que, aunque de rezos sabe poco, tiene fingimiento de sobra. Y si, en vez de respuesta plausible, recibe un empujón, malos modos o un revés, por ahí mismo se adivinará lo que no fue dicho, y al fin se acertarán las cuentas de los errores con que se hace la historia. Así, cuando Don Juan V atravesó el río, el ocho de enero, para iniciar su gran viaje, había en Aldea galega, a su espera, más de doscientas carrozas, entre estufas, calesas, coches de campo, galeras, carromatos, andas, unos venidos de París, otros hechos de propósito en Lisboa para esta ocasión, sin hablar de los coches reales, con los dorados frescos, los terciopelos renovados, las borlas y las cenefas bien peinadas.

De la real caballeriza, sólo en mulas, eran casi dos mil, sin incluir los caballos de la guardia y de los regimientos de tropa que acompañaban al cortejo. Aldeagalega, que, por ser punto obligado de paso para el Alentejo, ha visto mucho, nunca vio tanto, hasta este pequeño registro de servidores, los cocineros son doscientos veintidós, los encargados de las arcas reales, doscientos, setenta los reposteros, ciento tres los mozos de plata, más de mil mozos de cuadra, y una multitud de otros criados y esclavos de diversos tonos de negro. Aldeagalega es un mar de gente, y mucho mayor sería si aquí estuviesen los hidalgos y otros señores que ya van delante, camino de Elvas y de Caia, otro remedio no tenían, que si todos salieran al mismo tiempo, se casaban los príncipes y aún el último invitado estaría entrando en Vendas Novas.

Pasó el rey en su bergantín, primero había ido a visitar la imagen de la Señora de la Madre de Dios, y con él desembarcaron el príncipe Don José, el infante Don Antonio, más los criados que lo servían, que eran el señor duque de Cadaval, el señor marqués de Marialva, el señor marqués de Alegrete, un gentilhombre del señor infante, y otros señores, no nos extrañemos de que les llamen criados, porque serlo de la familia real es honra. João Elvas estaba entre el pueblo que aclamaba real, real, real, por Don Juan V, rey de Portugal, que si no era esto lo que decían qué sería entonces ese vocerío que sólo por el tono permite distinguir entre el aplauso y el abucheo, líbrese cualquiera de lanzar un denuesto, nadie se imagina que sea posible faltar al respeto que se debe a un rey, mayormente siendo portugués. Don Juan V se alojó en las casas del escribano de cámara, João Elvas había sufrido ya su primer desengaño cuando descubrió que no faltaban pedigüeños y otros vagabundos para acompañar al cortejo, con la vista puesta en sobras y limosnas. Paciencia. Donde éstos comiesen también él comería, pero, de todas, era la razón de su viaje la más merecedora.

De madrugada, oscuro aún, serían las cinco y media, salió el rey para Vendas Novas, pero antes que él salió João Elvas, porque quería, con sus ojos, ver pasar la comitiva en aparato completo, no la confusa turba de partida, con los coches buscando sus lugares, a las órdenes del maestro de ceremonias, entre gritos de pajes y cocheros, gente suelta de lengua, como es conocido. No sabía João Elvas que aún tenía el rey que oír misa en la Señora de la Atalaya, por eso, tardándole el cortejo, ya de mañana clara, aflojó el paso y se paró al fin, dónde rayos se habrán metido ésos, se sentó en una cerca, abrigado de la brisa matinal por un seto de pitas. Estaba el cielo cubierto, con nubes bajas, prometiendo lluvia, el frío cortaba. João Elvas se envolvió en su capote, bajó las alas del sombrero y se quedó a la espera. Pasó así una hora, tal vez más, eran raros los que transitaban el camino, ni parecía día de fiesta.

Pero la fiesta viene ahí. Ya se oyen a lo lejos toque de trompetas y resonar de atabales, se acelera la vieja sangre militar de João Elvas, son emociones olvidadas que vuelven de repente, es como ver pasar a una mujer cuando de ellas no hay más que recuerdos, y, o por una sonrisa, o por el balance de una saya, o por un movimiento del pelo, siente un hombre que se le derriten los huesos, llévame, haz de mí lo que quieras, como si la guerra nos llamase. Y ahí está el triunfal cortejo, João Elvas sólo ve caballos, gente y carruajes, no sabe quién va dentro ni quién va fuera, pero a nosotros no nos cuesta nada imaginar que a su lado se sentó un hidalgo caritativo y filantrópico, que los hay, y como este hidalgo es de esos que todo lo saben de corte y cargos, oigámoslo con atención, mira, João Elvas, después del teniente y de las trompetas y atabales que han pasado ya, pero a ésos ya los conocías, que fuiste del arte, viene ahora el aposentador de la corte con sus subalternos, es él quien tiene la responsabilidad de los acomodos, aquellos seis de a caballo son correos de gabinete, llevan y traen informaciones y órdenes, ahora pasa la berlina con los confesores del rey, del príncipe y del infante, no imaginas la carga de pecados que ahí va, pesan mucho menos las penitencias, después aparece la berlina de los mozos del guardarropa, por qué tanto asombro, su majestad no es un pobretón como tú, que sólo tienes lo que llevas sobre el cuerpo, cosa extraña tener sólo lo que uno lleva sobre el cuerpo, y no te asombres de nuevo con esas berlinas llenas de clérigos y padres de la Compañía de Jesús, ni siempre gallina, ni siempre sardina, unas veces compañía de Jesús y otras veces compañía de Juan, reyes ambos, pero estas acolitancias no son de sabor menor, y, hablando de esto, ahí tienes la berlina del estribero menor, las tres que vienen detrás son del corregidor de corte y de los hidalgos de la casa del rey, sigue la estufa del estribero mayor, después los coches de los camaristas de los infantes, y ahora atención, ahora empieza a valer la pena, estos coches y estufas vacíos son los coches y estufas de respeto de las reales personas, luego, a caballo, sigue el estribero menor, al fin ha llegado el momento, pon la rodilla en tierra, João Elvas, que están pasando el rey y el príncipe Don José, y el infante Don Antonio, es tu rey quien pasa, papagayo real que va de caza, mira qué majestad, qué presencia incomparable, qué gracioso y severo semblante, así estará Dios en el cielo, no lo dudes, ay João Elvas, João Elvas, por muchos años de vida que tengas aún, nunca olvidarás este momento de felicidad perfecta, cuando viste a Don Juan V pasando en su coche, estando tú de rodillas al pie de estas pitas, guarda bien en la memoria estas imágenes, oh privilegiado, y ahora puedes levantarte, ya han pasado, allá van, iban también seis mozos de estribos, a caballo, estas cuatro estufas llevan la cámara de su majestad, después viene el coche del cirujano, si van tantos de los que curan almas, alguien había de venir para cuidar del cuerpo, de ahí hacia atrás ya no hay mucho que ver, seis coches de reserva, siete caballos de mano, la guardia de caballería con su capitán, y otros veinticinco coches que son los del barbero real, de los coperos, de los mozos de cámara, de los arquitectos, de los capellanes, de los médicos, de los boticarios, de los oficiales de secretaría, de los reposteros, de los sastres, de las lavanderas, del cocinero mayor, del menor, y más y más y más, dos galeras que llevan el guardarropa del rey y del príncipe, y, cerrando la comitiva, veintiséis caballos de mano, viste alguna vez un cortejo como éste, João Elvas, ahora únete al rebaño de mendigos, que es ése tu lugar, y no me agradezcas la caridad de habértelo explicado todo, todos somos hijos del mismo Dios.