Se quedó dormido João Elvas, cuando despertó pasaba ya de las cinco y llovía a cántaros. Por la luz de la mañana entendió que el rey, si había salido puntualmente, ya iría lejos. Se enrolló en el capote, encogió las piernas como si aún estuviera en la barriga de su madre, y se durmió de nuevo al calor de la paja, al buen olor que da cuando abriga un cuerpo humano. Hay gente hidalga, o no tanto, que no soporta olores, así disimulan si pueden sus propios olores naturales, y aún llegará el tiempo en que con falso perfume de rosa se aromen rosas falsas, y dirá la gente, Qué bien huelen. No sabía João Elvas el motivo de que le vinieran a la mente estos pensamientos, y dudaba si dormía aún o si estaba divagando despierto. Abrió los ojos al fin, salió del sueño. La lluvia caía con fuerza, vertical y sonora, pobres de sus majestades, obligadas a viajar con un tiempo así, los hijos nunca podrán agradecer los sacrificios que los padres hacen por ellos. Camino de Montemor iba Don Juan V, sabe Dios con qué valor luchando contra las dificultades, los chaparrones, los barrizales, los ríos en crecida, se le oprime a uno el corazón sólo con pensar en el miedo de aquellos señores, los camaristas y los confesores, los clérigos y los hidalgos, apuesto a que metieron los trompeteros las trompetas en el saco para que no se atragantaran y que los atabales no precisan de macetas para oírles el redoble, tan fuerte cae la lluvia. Y la reina, qué le habrá ocurrido a la reina, a estas horas habrá salido ya de Aldeagalega, viene con la infanta Doña María Bárbara y con el infante Don Pedro, éste es otro, con el mismo nombre que el primero, frágiles mujeres, frágiles criaturas, expuestas a los agravios del mal tiempo, y aún dicen que el cielo está con los poderosos, mirad, mirad cómo la lluvia, cuando cae, cae para todos.
João Elvas pasó todo este día al cálido abrigo de las tabernas, adobando con el cuenco de vino las viandas de la alforja, pródigamente abastecida por la despensa de su majestad. En general, los pordioseros se habían quedado en la villa, esperando que escampara para alcanzar luego al cortejo. Pero la lluvia no paró. Caía la noche cuando los primeros coches de la comitiva de Doña María Ana empezaron a entrar en Vendas Novas, con más apariencia de ejército en desbandada que de cortejo real. Las cabalgaduras, derrengadas, apenas podían arrastrar las berlinas y los coches, algunas doblaban las manos y morían allí mismo, sujetas aún por los arreos. Los criados y los mozos de cuadra agitaban las antorchas, el griterío era ensordecedor, y fue tal la confusión que resultó imposible encaminar a sus respectivos aposentos a todos los acompañantes de la reina, de modo que muchos de ellos tuvieron que volver a Pegões, donde se instalaron al fin, sabe Dios en qué deplorable estado. Fue una noche de gran desastre. Al día siguiente, echaron cuentas y se vio que habían muerto decenas de mulas, sin contar las que quedaron por el camino, con el pecho reventado o los miembros partidos. A las damas les daban vahídos y desfallecimientos, los señores disimulaban la fatiga rodando la capa por los salones, y la lluvia continuaba inundándolo todo, como si Dios, por enfado particular no comunicado a la humanidad, hubiera decidido repetir el diluvio universal, ahora definitivo.
La reina quería seguir hacia Évora aquella misma madrugada, pero le expusieron el peligro de la empresa, aparte de que muchos carruajes venían retrasados, cosa que resultaría en perjuicio de la dignidad del cortejo, Y los caminos, sepa vuestra majestad, están que no se puede avanzar, ya cuando el rey pasó por ellos fue una calamidad, qué hará ahora, con la interminable lluvia que está cayendo, día y noche, noche y día, pero ya han dado orden al alcalde de Montemor para que reúna hombres que reparen los caminos, cieguen los atolladeros y aplanen las quebradas, descanse su majestad este día once en Vendas Novas, en el majestuoso palacio que el rey mandó construir, aquí tiene todas las comodidades, se distrae con la princesa y aprovecha para darle los últimos consejos de madre, Mira, hija mía, los hombres son siempre unos brutos la primera noche, en las otras también, pero ésta es peor, siempre dicen que van a tener mucho cuidado, que no va a doler nada, pero luego no sé qué les pasa por la cabeza, empiezan a gruñir, a gruñir, como perros, y nosotras, pobrecillas, no tenemos más remedio que aguantar las embestidas hasta que consiguen lo que quieren, que, a veces, se queda en nada, y una entonces no debe reírse de ellos, no hay cosa que los ofenda más, lo mejor es fingir que no nos dimos cuenta, porque si no es en la primera noche, es en la segunda, o en la tercera, de sufrir nadie nos libra, y ahora llamo al señor Scarlatti para que nos distraiga de los horrores de esta vida, la música es un gran consuelo, hija mía, la oración también, creo que todo es música, si no es oración todo.
Mientras eran dados los consejos, y se tocaba el clavicordio, ocurrió que João Elvas fue contratado como peón caminero, son azares a los que no siempre se puede escapar, va uno a la carrera, de un abrigo a otro, huyendo de la lluvia, y oye una voz, Alto, es un cuadrillero, se conoce en seguida por el tono, y tan supitaña fue la interpelación que ni le dio tiempo a João Elvas para fingirse viejo caduco, la autoridad incluso vaciló al ver más canas de las que esperaba, pero al fin prevaleció la agilidad de la carrera, quien es capaz de correr así, bien puede con la pala y el azadón. Cuando João Elvas, con otros atrapados, llegó al descampado donde el camino desaparecía entre charcos y lodazales, ya andaban por allá muchos hombres cargando tierra y piedras de los ribazos más secos, era un trabajo de negros sacar de allí y tirar aquí, otras veces abrían canales para que fluyeran las aguas, cada hombre era un fantasma de barro, un fantoche, un espantajo, en poco tiempo quedó João Elvas como los otros, mejor le hubiera sido quedarse en Lisboa, por más que uno se esfuerce, no puede volver a la infancia. Todo el día lo pasaron en dura faena, fue menguando la lluvia, y ésa fue la mejor ayuda, pues así ganaron las nivelaciones cierta consistencia, eso si no viene de noche otro temporal a deshacerlo todo. Doña María Ana durmió bien, bajo su alto edredón de plumas, que siempre lleva consigo, arrullada en su suave sueño por la lluvia que caía, pero, como no siempre las mismas causas producen los mismos efectos, depende de las personas, de las ocasiones, de los cuidados que uno lleva a la cama, le ocurrió a la princesa Doña María Bárbara que se le prolongaron hasta la madrugada los ecos de los chaparrones que caían del cielo, o serían las palabras inquietantes que oyó a su madre. De los que anduvieron trabajando por los caminos, unos durmieron bien, otros mal, depende del cansancio, que en cuanto a agasajo y alimento no se podían quejar, su majestad no había regateado abrigo y comida caliente, como estimación del mérito de los trabajadores.
Por la mañana temprano salió al fin de Vendas Novas la comitiva de la reina, ya con los carruajes que habían quedado rezagados, pero no todos, perdidos algunos para siempre, o de más demorada reparación, pero todo lleva un aire triste, empapados los paños, deslucidos los oros y el color, si no viene un rayo de sol va a ser ésta la boda más triste que se haya visto jamás. Ahora no llueve, pero el frío aprieta y quema las carnes, no faltan sabañones para esas manos, pese a los ungüentos y al abrigo, hablamos de las damas, claro está, tan ateridas y resfriadas que dan pena. Al frente del cortejo va una partida de peones camineros, en carretas de bueyes y, en cuanto ven un atolladero, un arroyo desbordado o un alud, saltan y ponen remedio al caso, mientras queda parado el cortejo, esperando en medio de la gran desolación de la naturaleza. De Vendas Novas y otros lugares próximos habían venido yuntas de bueyes, no una o dos, sino decenas, para sacar de los barrizales las carrozas, las berlinas, las galeras, los coches que constantemente quedaban presos en ellos, con esto se pasaba el tiempo, desuncir mulas y caballos, atraillar bueyes, tirar, desuncir los bueyes, uncir caballos y mulas, en medio de griterío y zurriagazos, y cuando el coche de la reina se atascó hasta los cubos de las ruedas y fue preciso sacarlo del atolladero con seis yuntas de bueyes, un hombre que allí estaba, y que había venido de su tierra por mandado del alcalde, dijo hablando consigo mismo, aunque estaba cerca João Elvas y lo oyó, Parece como si estuviéramos tirando de la piedra de Mafra. Siendo hora de esforzarse los bueyes, holgaban un poco los hombres, por eso João Elvas preguntó, Qué piedra fue ésa, y el otro respondió, Era una piedra del tamaño de una casa que llevamos de Pêro Pinheiro a Mafra, sólo la vi cuando llegó, pero aún eché una mano, andaba yo entonces por allá, Y era grande, Era la madre de la piedra, eso dijo un amigo que la trajo de la cantera y que luego se fue a su tierra, yo me vine también, no quise seguir allí. Los bueyes, atascados hasta la barriga, tiraban sin esfuerzo aparente, como si quisieran, por las buenas, convencer al fango de que dejara de hacer presa. Al fin se asentaron en firme las ruedas del coche, y entre aplausos la máquina fue arrancada del atolladero, mientras la reina sonreía, la princesa saludaba y el infante Don Pedro, un chiquillo, intentaba ocultar su enfado porque no le dejaban patinar en el barro.