Fue así todo el camino hasta Montemor, menos de cinco leguas que costaron casi ocho horas de continuo trabajo, de esfuerzo hasta la extenuación de hombres y animales, cada uno según su especialidad. Deseaba la princesa Doña María Bárbara dormir, reposar de aquel insomnio lacerante, pero las sacudidas del coche, el griterío de los forzudos, el ir y venir de los caballos llevando órdenes, aturdían su pobre cabecita, la angustiaban, qué trabajos, Dios mío, tanta confusión para casar a una mujer, cierto es que princesa. La reina va murmurando oraciones, menos para conjurar los limitados peligros que para pasar el tiempo, y como lleva ya no pocos años en este ejercicio, se ha habituado y de vez en cuando se desliza hacia el sueño, del que regresa pronto, y vuelve a las oraciones desde el principio, como si no ocurriera nada. Del infante Don Pedro por ahora no hay más que decir.
Pero la conversación entre João Elvas y el hombre que había hablado de la piedra continuó poco después, y dijo el viejo, De Mafra era un amigo mío de hace muchos años, nunca más tuve noticia de él, vivía en Lisboa, un día desapareció de allí, cosas que pasan, quizá haya vuelto a su tierra, Si volvió, quizá lo conozca, cómo se llamaba, Se llamaba Baltasar Sietesoles y era manco de la mano izquierda, la perdió en la guerra, Sietesoles, Baltasar Sietesoles, claro que lo conocí, fuimos compañeros en la obra, Hombre, me alegro, qué pequeño es el mundo, mira que encontrarnos los dos en este camino, y ser los dos amigos de Sietesoles, Era un buen hombre, Habrá muerto, No sé, creo que no, con una mujer como la suya, una tal Blimunda, que tenía unos ojos de los que nunca sabías el color, con una mujer como ésa, digo yo, se agarra uno a la vida y no la suelta aunque sólo tenga una mano, A la mujer no la conocí, Sietesoles tenía a veces ideas raras, un día dijo que había estado cerca del sol, Habría bebido, Bebíamos todos, pero nadie estaba borracho, o estaríamos y lo he olvidado, pero lo que él quería decir es que había volado, Volado Sietesoles, nunca oí nada igual.
Vino el río Canha a cruzarse en la conversación, caudaloso, espumeante, al otro lado se había reunido fuera de puertas el pueblo de Montemor a esperar a la reina y, con el trabajo de todos, más el auxilio de unos barriles que ayudaron a la flotación de los carruajes, al cabo de una hora estaban comiendo en la ciudad, los señores en los lugares propios de su distinción, los braceros al azar, unos comiendo callados, otros conversando como João Elvas que decía en el tono de quien continúa dos conversaciones, una con su interlocutor, otra consigo mismo, Me estoy acordando de que Sietesoles, cuando vivía en Lisboa, se trataba con el Volador, y que fui yo quien le dije quién era, un día en el Terreiro do Paço, me acuerdo como si fuera ayer, Quién era el Volador, El Volador era un cura, Bartolomeu Lourenço, que luego murió en España, hace ahora cuatro años, fue un caso del que se habló mucho, el Santo Oficio metió las narices, quién sabe si estaría Sietesoles en el asunto, Pero, llegó a volar el Volador, Hubo quien dijo que sí, hubo quien dijo que no, vete tú a saber, Lo que sí es seguro es que el Sietesoles dijo que estuvo cerca del sol, eso lo oí yo, Debe haber un secreto, Lo habrá, y con esta respuesta que preguntaba, se calló el hombre de la piedra, y ambos acabaron de comer.
Se habían levantado las nubes, planeaban alto, la lluvia ya no amenazaba tanto, los hombres que habían venido de los pueblos entre Vendas Novas y Montemor no continuaron. Les pagaron su trabajo, jornal doble por bondad interventora de la reina, que siempre tiene su compensación cargar con los poderosos. João Elvas seguía viaje, ahora tal vez con más comodidad porque lo conocían los cocheros y los mozos de cuadra, quizá lo dejaran ir sentado en una galera, con las piernas colgando, balanceándolas encima de las boñigas y del barro. El hombre que había hablado de la piedra estaba al borde del camino, mirando con sus ojos azules al que se acomodaba entre dos arcones. No volverán a verse más, o eso suponemos, que el futuro ni Dios lo sabe, y cuando la galera empezó a andar, dijo João Elvas, Si un día encuentras a Sietesoles dile que has hablado con João Elvas, seguro que se acuerda de mí, y dale un abrazo de mi parte, Se lo diré y se lo daré, pero no creo que lo vuelva a ver, Y tú, cómo te llamas, Me llamo Julián Maltiempo, Entonces, adiós, Julián Maltiempo, Adiós, João Elvas.
De Montemor a Évora no faltarán trabajos. Volvió a llover, volvieron los barrizales, se partieron ejes, se rompían como palillos los radios de las ruedas. La tarde caía rápidamente, se iba poniendo fría la noche, y la princesa Doña María Bárbara, que se había quedado al fin dormida, auxiliada por el sopor emoliente de los caramelos con que halagó el estómago y por quinientos pasos de camino sin baches, despertó estremecida, como si un dedo helado hubiera rozado su frente, y, volviendo los ojos ensoñados hacia los campos crepusculares, vio parado un pardo grupo de hombres alineados al borde del camino y atados unos a otros con cuerdas, serían quizá unos quince.
Se espabiló la princesa, no era sueño ni delirio, y se turbó ante el lastimoso espectáculo de los grilletes, en vísperas de su boda, cuando todo debería ser contento y regocijo, no era suficiente ya el tiempo pésimo que llevaban, esta lluvia, este frío, mejor habría hecho casándome en primavera. Cabalgaba al estribo un oficial a quien Doña María Bárbara ordenó que se enterase qué hombres eran aquéllos y qué habían hecho, qué crímenes, y si iban para el Limoeiro o para África. Fue el oficial en persona, quizá por amar mucho a la infanta, ya sabemos que fea, picada de viruelas, y qué, y va llevada a España, va lejos de su puro y desesperado amor, amar un plebeyo a una princesa, qué locura, fue y volvió, no la locura, él, y dijo, Sepa vuestra alteza que esos hombres van a trabajar a Mafra, en las obras del convento real, son del término de Évora, gente de oficio, Y por qué van atados, Porque no van por gusto, si los sueltan, huyen, Ah. Se recostó la princesa en las almohadas, pensativa, mientras el oficial repetía y grababa en su corazón las dulces palabras intercambiadas, será viejo, caduco y jubilado, y aún recordará el maravilloso diálogo, cómo estará ella entonces, pasados tantos años.
La princesa no piensa ya en los hombres que vio en el camino. Recuerda ahora que nunca ha ido a Mafra, qué raro, se construye un convento porque nació María Bárbara, se cumple el voto porque María Bárbara nació, y María Bárbara no vio, no sabe, no tocó con su dedito gordezuelo la primera piedra, ni la segunda, no sirvió con sus manos el caldo a los albañiles, no alivió con un bálsamo los dolores que Sietesoles siente en el muñón cuando se quita el gancho, no enjugó las lágrimas de la mujer que vio a su hombre aplastado, y ahora va María Bárbara a España, el convento es para ella como un sueño soñado, una niebla impalpable, no puede siquiera representarlo en su imaginación, si a otro recuerdo no serviría la memoria. Ay las culpas de María Bárbara, el mal que ha hecho ya, sólo por nacer, y no es preciso ir muy lejos, bastan aquellos quince hombres que allí van, mientras pasan los coches con los frailes, las berlinas con los hidalgos, las galeras con los guardarropas, las estufas con las damas, y de éstas las arcas con joyas, y el resto del ajuar, zapatitos bordados, frascos de agua de flores, cuentas de oro, cinturones bordados de oro y plata, los justillos, las pulseras, los opulentos manguitos, las borlas de los polvos, las pieles de armiño, oh, cuán deliciosamente pecadoras son las mujeres, y hermosas, incluso cuando están picadas de viruela y son feas como esta infanta a quien vamos acompañando, bastaría la seductora melancolía, el semblante pensativo, ni precisa del pecado, Señora madre y reina mía, aquí estoy, camino de España, de donde no volveré, y en Mafra sé que están construyendo un convento por causa de un voto en que fui parte, y nunca nadie me ha llevado a verlo, en esto hay muchas cosas que no entiendo, Hija mía y futura reina, no pierdas un tiempo que ha de ser de oración en vanos pensamientos como éstos, la real voluntad de tu padre y señor nuestro quiso que se construyera el convento, la misma real voluntad quiere que te vayas a España y que no veas el convento, sólo la voluntad del rey prevalece, el resto es nada, Entonces es nada esta infanta que soy yo, nada los hombres que ahí van, nada este coche que nos lleva, nada aquel oficial que va bajo la lluvia y que me mira, nada, Así es, hija, y cuanto más se vaya prolongando tu vida, mejor verás que el mundo es como una gran sombra que va adentrándose en nuestro corazón, por eso el mundo se vuelve vacío y el corazón no resiste, Oh, madre, qué es nacer, Nacer es morir, María Bárbara.