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El pueblo de Elvas y de muchas leguas alrededor asiste desde la carretera, después echa a correr a través de los campos para colocarse, espectador, a lo largo del río, es un mar de gente de uno y otro lado, portugueses de éste, españoles del otro, dando vivas y felicitándose, nadie diría que llevamos tantos siglos matándonos unos a otros, visto esto, quizá fuera el remedio casar a los de allá con los de aquí, guerras, de haberlas, sólo serán domésticas, que ésas no se pueden evitar. João Elvas lleva aquí tres días, ha cogido un buen sitio, que sería de anfiteatro si lo hubiera. Por singular capricho no quiso entrar en la ciudad donde nació, que acabó la añoranza en esta abstención. Ya irá cuando se hayan ido todos, cuando pueda andar solo por las calles silenciosas, sin más júbilo que el suyo propio, si es que aún lo siente si no ha visto antes convertirse en dolorosa amargura el repetir de viejo los pasos dados de joven. Gracias a esta decisión pudo, para dar ayuda al transporte de materiales, entrar en la casa donde se encontrarán los reyes y los príncipes, casa que fue construida sobre el puente de piedra que atraviesa el río. Tiene esta casa tres salas, una a cada lado para los soberanos de cada país, y otra central para las entregas, toma Bárbara, dame Mariana. De lo que nada se sabe es de los arreglos finales, lo que João Elvas tenía que hacer era sólo cargar con la obra gruesa, pero apareció aquel filantrópico hidalgo, providencia de João Elvas en este viaje, Si vieras cómo ha quedado aquello, no lo reconocías, por nuestro lado todo son tapicerías y cortinajes de damasco carmesí con cenefas de brocado de oro, e igualmente la mitad de la sala de en medio que nos pertenece, y en lo tocante a Castilla los adornos son de tiras de brocado blanco y verde, teniendo en medio un gran ramo de oro de donde aquéllas salen, y en el centro de la sala de los encuentros hay una gran mesa con siete sillas del lado de Portugal y seis del lado de España, forradas de tisú de oro las nuestras, y de plata las de ellos, esto es lo que te puedo decir, que más no vi, y ahora me voy, pero no me envidies, porque tampoco a mí me dejan entrar, cuanto menos a ti, imagínate lo que seas capaz, y si un día volvemos a encontrarnos, ya te contaré cómo fue, si es que a mí me lo cuentan antes, para saber las cosas tendrá que ser así, que nos las vayamos diciendo los unos a los otros.

Fue todo muy conmovedor, lloraron las madres y las hijas, los padres cargaron el ceño para disfrazar el sentimiento, los prometidos se miraban de soslayo, gustándose o no, ellos sabrán, ellos lo callarán. Amontonado en las márgenes del río, el pueblo no veía nada de lo que estaba ocurriendo, pero se servía de sus propias experiencias y recuerdos de boda, e imaginaba los abrazos de los consuegros, las efusiones de las consuegras, las malicias insinuadas de los novios, los rubores calculados de las novias, al fin y al cabo, tanto hace rey como carbonero, y nada hay mejor que un buen revuelque, la verdad es que somos un pueblo de patanes.

Duró su tiempo la ceremonia. A las tantas acabó por callar la multitud, apenas se movían las oriflamas y los estandartes en los mástiles, los soldados miraron todos hacia el puente y la casa. Había empezado a oírse una música tenue, suavísima, un tintineo de campanillas de cristal y plata, un arpegio a veces ronco, como si la emoción oprimiera la garganta de la armonía, Qué es esto, preguntó una mujer al lado de João Elvas, y el viejo contestó, No lo sé, alguien debe de estar tocando para diversión de sus majestades y altezas, si estuviera aquí mi hidalgo, le preguntaría, él lo sabe todo, es de ellos. Acabará la música, se irán todos a donde tengan que ir, sigue fluyendo sosegadamente el río Caia, de banderas no queda un hilo, de tambores ni un redoble, y João Elvas nunca llegará a saber que oyó a Domenico Scarlatti tocando su clavicordio.

Delante, por ser ambos de mayor grandeza corporal y caberles por tanto justa capitanía, van San Vicente y San Sebastián, mártires los dos, aunque del martirio de aquél no haya más señal que la simbólica palma, el resto son atavíos de diácono y emblemático cuervo, mientras que el otro santo se presenta en su conocida desnudez, atado al árbol, con aquellos mismos horribles agujeros de las heridas de donde por prudencia desencajaron las flechas, que no se partieran en el viaje. Luego, vienen las damas, tres gracias preciosas, la más bella de todas Santa Isabel Reina de Hungría, que murió a los veinticuatro años, y después Santa Clara y Santa Teresa, mujeres apasionadas, que ardieron en fuego interior, es lo que se presume de sus acciones y palabras, cuánto más presumiríamos si supiésemos de qué está hecha el alma de las santas. También van llegando Santa Clara y San Francisco que no es de extrañar la preferencia, se conocen de Asís y se encontraron ahora en este camino de Pinteus, de poco valdría la amistad, o lo que fuera que los unió, si no continuasen la conversación interrumpida, como íbamos diciendo. Si éste es el lugar que realmente mejor convendría a San Francisco, por ser, entre todos los santos de esta leva, el de más femeniles virtudes, de más manso corazón y alegre voluntad, también en lugar cabal vienen Santo Domingo y San Ignacio, ambos ibéricos y sombríos, incluso demoníacos, si no es esto ofender al demonio, y si, en definitiva, no sería justo decir que sólo un santo sería capaz de inventar la inquisición y otro santo la modelación de las almas. Es evidente, para quien conozca a estos policías, que San Francisco está bajo sospecha.

Pero, en esto de santidades, las hay para todos los gustos. Si se quiere un santo dedicado a trabajos de hortelano y al cultivo de la letra, tenemos a San Benito. Si se quiere uno de vida austera, sabia y mortificada, que se adelante San Bruno. Si se quiere uno para predicar cruzadas viejas y reunir cruzados nuevos, no lo hay mejor que San Bernardo. Vienen los tres juntos, tal vez por semejanzas del rostro, tal vez porque sumadas las virtudes de todos formarían un hombre honesto, tal vez por tener en sus nombres la misma primera letra, no es raro que se junten las personas por azares como éstos, quién sabe si no fue por esta razón por lo que se unieron algunas personas a quienes conocemos bien, como Blimunda y Baltasar, que, dígase de paso, y hablando de Baltasar, es boyero de una de las yuntas que va arrastrando a San Juan de Dios, único santo portugués de la cofradía desembarcada de Italia en San Antonio do Tojal, y que anda, como casi todo lo que aparece en esta historia, camino de Mafra.

Detrás de San Juan de Dios, cuya casa en Montemor fue visitada, hace ya más de año y medio, por Don Juan V, cuando llevó a la princesa a la frontera, y de esa visita no se habló en la ocasión propia, lo que demuestra la poca importancia que damos a las glorias nacionales, ojalá el santo nos perdone esta ofensa de omisión, detrás de San Juan de Dios, decimos, vienen media docena de otros bienaventurados de menos relumbrón, sin menosprecio de los muchos atributos y virtudes que los adornan, pero la experiencia nos enseña todos los días que, si no ayuda la fama en el mundo, no se alcanza la celebridad en el cielo, desigualdad flagrante de que son víctimas todos estos santos reducidos, por su menor significación, a los simples nombres, Juan de Mata, Francisco de Paula, Cayetano, Félix de Valois, Pedro Nolasco, Felipe Neri, que enunciados así parecen nombres comunes, pero no se pueden quejar, va cada cual en su carro, y no de cualquier manera, tumbaditos como los otros de cinco estrellas en blando lecho de estopa, lana y sacos de hojas, de este modo no se arruga el pliegue ni se tuerce la oreja, son éstas las fragilidades del mármol, tan duro que parece, y con dos golpes pierde Venus los brazos. Y nosotros vamos perdiendo la memoria, aún ahora juntamos a Bruno, Benito y Bernardo con Baltasar y Blimunda, y olvidamos a Bartolomeu, de Gusmão o Lourenço, como quieran, pero despreciado no. Bien verdad es el dicho, ay de quien muere, y dos veces ay si no había santidad verdadera o fingida que lo salvara.