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Habían subido a la gran explanada ante la iglesia, cuyo cuerpo rompía la línea del suelo, cielo arriba aislado de la restante obra. Lo que había de ser palacio era todavía, y apenas, piso de tierra a un lado y otro, donde se ven unas construcciones de madera que servirán para las ceremonias que allí van a celebrarse. Parecía imposible que tantos años de trabajo, trece, mostraran tan poco resultado, una iglesia inacabada, un convento que, en las dos alas, está levantado hasta el segundo piso, el resto poco más que la altura de los portales del primero, en total cuarenta celdas acabadas, en vez de las trescientas que hay que hacer. Parece poco y es mucho, si no demasiado. Una hormiga va a la era y coge una pajita. De allí al hormiguero hay diez metros, menos de veinte pasos de hombre. Pero quien va a llevar la paja es una hormiga, no un hombre. Pues bien, el mal de esta obra de Mafra es haber puesto en ella hombres a trabajar y no gigantes, y si con estas y otras obras pasadas y futuras se quiere probar que también el hombre es capaz de hacer trabajo de gigantes, entonces acéptese que tarde el tiempo que tardan las hormigas, todas las cosas tienen que ser entendidas en su justa proporción, los hormigueros y los conventos, la losa y la pajita.

Blimunda y Baltasar entran en el círculo de las estatuas. La luna ilumina de frente las dos grandes figuras de San Sebastián y San Vicente, las tres santas en medio, después, hacia los lados, empiezan los rostros y los cuerpos a llenarse de sombras, hasta la oscuridad completa en que se ocultan Santo Domingo y San Ignacio, e, injusticia grave, si ya lo han condenado, San Francisco de Asís, que merecía estar a plena luz, al pie de su Santa Clara, no se vea en esta insistencia una insinuación de comercio carnal, y si lo hubiera habido, qué importa, no por eso dejan las personas de ser santas, y con eso los santos se hacen personas. Blimunda va mirando, intenta adivinar las imágenes, a unas las reconoce a primera vista, con otras acierta después de mucho pensar, de otras no llega a tener la certeza, otras son como arcas cerradas. Comprende que aquellas letras, aquellos signos, en la base en que se asienta San Vicente, están explicando, claramente para quien sepa leer, qué nombre tiene. Con el dedo acompaña las curvas y las rectas, es como un ciego que aún no aprendió a descifrar los relieves de su alfabeto, Blimunda no puede preguntar a la estatua, Quién eres, el ciego no puede preguntarle al papel, Qué dices, sólo Baltasar, entonces, pudo responder, Baltasar Mateus, el Sietesoles, cuando Blimunda quiso saber su nombre. Todo el mundo está dando respuestas, lo que tarda es el tiempo de las preguntas. Vino del mar una nube solitaria, sola en todo el claro cielo, y por un largo minuto cubrió la luna. Las estatuas se convirtieron en bultos blancos, informes, perdieron el contorno y las facciones, son como bloques de mármol antes de que fuera a buscarlos y encontrarlos el cincel del escultor. Dejaron de ser santo y santa, son sólo primitivas presencias, sin voz, ni siquiera aquella que el diseño da, tan primitivas, tan difusas en su masa, como parecen las del hombre y la mujer que, en medio de ellas, se han diluido en la oscuridad, pues éstos no son de mármol, simple materia viva, y, como sabemos, nada se confunde más con la sombra del suelo que la carne de los hombres. Bajo la gran nube que, lentamente, iba pasando se distinguía mejor el brillo de las hogueras que acompañaban la vigilia de los soldados. A distancia, la Isla de Madeira era una masa confusa, un gigantesco dragón tumbado, respirando por cuarenta mil fuelles, tantos son los hombres que allí duermen, más los míseros de las enfermerías donde no hay un camastro libre, salvo si están los enfermeros retirando los cadáveres, este que reventó por dentro, este que tenía un tumor, este que echaba sangre por la boca, este a quien dio primero una parálisis, y, al repetirle, lo mató. La nube se alejó hacia dentro de la tierra, manera de decir, tierra adentro, hacia el interior de los campos, aunque nunca se puede saber qué hace una nube cuando dejamos de mirarla, o cuando se oculta tras aquel monte, puede muy bien haberse metido dentro de la tierra o descender sobre ella para fecundar, quién adivinará qué extrañas vidas, qué raros poderes, Vámonos a casa, Blimunda, dijo Baltasar.

Salieron del cerco de las estatuas, otra vez iluminadas, y, cuando iban a empezar a bajar hacia el valle, Blimunda miró hacia atrás. Fosforescían como sal. Aguzando el oído, se percibía de aquel lado un rumor de conversación, sería un concilio, un debate, un juicio, quizá el primero desde que dejaron Italia, metidas en bodegas, entre ratas y humedades, violentamente atadas en los conveses, quizá la última conversación general que podían tener, así, a la luz de la luna, porque pronto los meterían en sus nichos, algunos nunca más volverán a mirarse de frente, otros van a estar de espaldas y otros van a continuar mirando el cielo, parece un castigo. Dijo Blimunda, Deben de ser desgraciados los santos, tal como los hicieron así quedan, si esto es santidad, qué será la condena, Son sólo estatuas, Me gustaría verlos bajar de aquellas piedras y ser personas como nosotros, no se puede hablar con las estatuas, Qué sabemos nosotros si no hablarán entre ellos cuando estén solos, Eso no lo sabemos, pero, si sólo hablan entre sí, y sin testigos, para qué los necesitamos, pregunto yo, Siempre he oído decir que los santos son necesarios para nuestra salvación, Ellos no se salvaron, Quién te ha dicho eso, Es lo que siento dentro de mí, Qué sientes dentro de ti, Que nadie se salva, que nadie se pierde, Es pecado pensar así, El pecado no existe, sólo hay muerte y vida, La vida está antes de la muerte, Te equivocas, Baltasar, la muerte viene antes que la vida, murió quien fuimos, nace quien somos, por eso no morimos de una vez, Y cuando vamos a parar bajo tierra, y cuando Francisco Marques queda aplastado bajo el carro de la piedra, no será eso muerte sin recurso, Si hablamos de él, nace Francisco Marques, Pero él no lo sabe, Del mismo modo que nosotros no sabemos suficientemente quiénes somos, y, pese a todo, estamos vivos, Blimunda, dónde aprendiste esas cosas, Estuve en la barriga de mi madre con los ojos abiertos, desde allí lo veía todo.

Entraron en el huerto. La luna era ya de color lechoso. Más nítidas aún que si las marcara el sol, las sombras eran negras y profundas. Había allí un viejo chamizo cubierto de ramas de ciprés medio podridas, donde, en tiempos de mayor holgura, una burra descansaba de sus trabajos de llevar y traer. En el habla familiar era la barraca de la burra, pese a que la propietaria había muerto hacía muchos y muchos años, tantos que ni Baltasar la recordaba, anduve montado en ella, no anduve, y, así, dudando, o diciendo, Voy a guardar el rastrillo en la barraca de la burra, estaba dando la razón a Blimunda, era como ver aparecer al animal con sus serones y su rudo albardón, y la madre diciendo desde dentro de la cocina, Ve a ayudar a tu padre a descargar la burra, no era aún ayuda que valiese, tan pequeño, pero estaba habituado ya a los trabajos pesados, y, como todo esfuerzo debe tener su premio, lo colocaba luego su padre a horcajadas sobre el lomo húmedo del animal y lo paseaba por el huerto, caballero de aquel caballo. Hacia dentro del cobertizo lo llevó Blimunda, no era la primera vez que entraban allí en horas nocturnas, unas veces por deseo de uno, otras por voluntad del otro, lo hacían cuando la urgencia de la carne se anunciaba más expansiva, cuando adivinaban que no podían sofocar el gemido, el estertor, quizá el grito, con escándalo de los discretos abrazos de Álvaro Diego e Inés Antonia, y alborozo insoportable del sobrino Gabriel, forzado por la urgencia a aliviarse pecadoramente. El ancho y antiguo comedero, que en tiempos de su utilidad había estado sujeto a los tabiques del chamizo, a la altura conveniente, estaba ahora en el suelo, medio descoyuntado, pero confortable como un lecho real, mullido con paja, con dos mantas viejas. Álvaro Diego e Inés Antonia sabían qué servicio tenían estas cosas pero fingían ignorarlo. Nunca les dio el capricho de probar la novedad, son espíritus quietos y carnes conformistas, sólo Gabriel vendrá por aquí a cumplir con sus citas, después de cambiadas estas vidas, tan cercano eso y nadie lo adivina. Quizás alguien, tal vez Blimunda, no por haber arrastrado a Baltasar al chamizo, siempre fue mujer de dar el primer paso, decir la primera palabra, hacer el primer gesto, si no por un ansia que le oprimía la garganta, por la violencia con que la abraza Baltasar, por el ansia del beso, pobres bocas, perdida está la lozanía, perdidos algunos dientes, partidos otros, pero el amor existe sobre todas las cosas.