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Contra costumbre, durmieron allí. Cuando amanecía, dijo Baltasar, Voy a Monte Junto, y ella se levantó, entró en la casa, en la media oscuridad de la cocina buscó y encontró algo de comer, aún dormían dentro los cuñados y el sobrino, luego salió, cerrando la puerta, traía también la alforja de Baltasar, dentro metió la comida y las herramientas, sin olvidar el espigón, que de malos encuentros no está libre nadie. Salieron ambos, Blimunda acompañó a Baltasar hasta fuera del pueblo, se veían a lo lejos las torres de la iglesia, blancas sobre el cielo encapotado, quién lo iba a pensar, después de la claridad de la noche.

Se abrazaron los dos al recaudo de un árbol de ramas bajas, entre las hojas doradas del otoño, pisando otras que se confundían ya con la tierra, alimentándola para reverdecer de nuevo. No es Oriana en su traje de corte quien se despide de Amadís, ni Romeo, que, bajando, recibe el inclinado beso de Julieta, es sólo Baltasar que va a Monte Junto a remediar los estragos del tiempo, no es más que Blimunda intentando lo imposible, que el tiempo se detenga. Con sus ropas oscuras son dos sombras inquietas, apenas se separan vuelven a juntarse, no sé qué adivinan éstos, qué otros casos se preparan, quizás haya sido todo obra de la imaginación, fruto de la hora y del lugar, de saber que el bien no dura mucho, no nos dimos cuenta de su llegada, no nos apercibimos de su presencia, lo echamos en falta cuando se fue, No tardes, Baltasar, Duerme tú en la barraca, puedo llegar muy tarde pero, si hay mucho que arreglar, no volveré hasta mañana, Lo sé, Adiós Blimunda, Adiós Baltasar.

No vale la pena narrar segundos viajes, si ya fueron explicados los primeros. De cuánto cambió quien los hace ya se dijo bastante, de cómo mudan los lugares y los paisajes, basta saber que por allí pasan los hombres y las estaciones, ellos poco a poco, casa, cobertizo, terrenos labrantíos, muro, palacio, puente, convento, cerca, calzada, molino, ellas de una vez, radicalmente, como si fuese para siempre, primavera, verano, otoño que es ahora, invierno que no tarda. Baltasar conoce estos caminos como la palma de su mano derecha. Descansó a la orilla del río de Pedrulhos, donde un día holgó con Blimunda, en tiempo de flores, de margaritas en los baldíos, de amapolas en los trigales, de colores opacos en los matorrales. Por los caminos va encontrando gente que baja hacia Mafra, pandillas de hombres y mujeres que redoblan tambores y bombos, que soplan gaitas, a veces llevando al frente un cura o un fraile, y no raramente un tullido en parihuela, que puede ser el de la consagración un día señalado por uno o más milagros, nunca se sabe cuándo quiere Dios ejercitar sus medicinas, por eso deben los ciegos, los cojos, los paralíticos, andar en permanente romería, Vendrá hoy Nuestro Señor, quién sabe si me engañó la esperanza, a lo mejor voy a Mafra y es su día de descanso, o mandó la madre a la Señora do Cabo, cómo puede entenderse alguien con esta distribución de poderes, pero la fe nos salvará, Salvar de qué, preguntaría Blimunda.

Con las horas iniciales de la tarde llegó Baltasar a las primeras elevaciones de la sierra del Barregudo. Al fondo se alzaba el Monte Junto, iluminado por el sol que acababa de abrirse paso entre las nubes. Sobre la tierra bogaban sombras, eran como grandes animales oscuros que recorrían las colinas estremeciéndolas al pasar, luego la luz calentaba los árboles, hacia brillar los charcos. Y el viento soplaba contra las aspas paradas de los molinos, silbaba en las velas, son cosas en las que sólo repara quien va de camino sin pensar en otras incidencias de la vida, sólo en este pasar y estar pasando, la nube en el cielo, el sol que pronto empezará su puesta, el viento que nace aquí y muere más allá, la hoja agitada que se va secando y cae, si para tales contemplaciones tiene ojos un antiguo y cruel soldado, con muerte de hombre a las espaldas, crimen sin duda compensado por otras incidencias de su vida, haber sido crucificado con sangre en el corazón, haber visto cuán grande es la tierra y cuán pequeño en ella todo, haberles hablado a sus bueyes con voz blanda y descansada, parece poco, alguien sabrá si es suficiente.

Se ha metido ya Baltasar por los contrafuertes del Monte Junto, busca el casi invisible camino que por el bosque le llevará hasta la máquina de volar, siempre se acerca a ella con el corazón oprimido, por temor de que la hayan descubierto, destruido tal vez, o robado, y cada vez se sorprende al verla como si ahora mismo hubiera acabado de posarse, estremecida aún por el veloz descenso, en su regazo de arbustos y miríficas trepadoras, miríficas se les ha de llamar porque no es esta tierra donde suelen crecer. No fue robada, destruida tampoco, ahí está, en el mismo lugar, con el ala caída, su pescuezo de ave confundido con las ramas más altas, la cabeza oscura como un nido colgando. Baltasar se aproximó, dejó la alforja en el suelo, se sentó a descansar un poco antes de ponerse a trabajar. Comió sobre un pedazo de pan dos sardinas fritas, usando la punta y el filo de la navaja con el arte de quien labra miniaturas en marfil, al terminar, limpió la hoja en las hierbas, la mano en el calzón, y se dirigió a la máquina. El sol brillaba con fuerza, el aire estaba caliente. Sobre el ala, pisando con cautela para no dañar el revestimiento de mimbre, Baltasar entró en la passarola. Se habían podrido algunas tablas del convés. Tendría que sustituirlas, traer los materiales necesarios, estar aquí unos días, o, y sólo entonces se le ocurrió la idea, desmontar la máquina pieza a pieza, llevarla a Mafra, esconderla debajo de un montón de paja, o en uno de los sótanos del convento, si pudiera ponerse de acuerdo con los amigos, confiarles la mitad del secreto, se asombraba de no haber pensado antes en esta solución, cuando volviera hablaría con Blimunda. Iba distraído, no se fijó dónde ponía los pies, de repente dos tablas cedieron, se hundieron. Braceó violentamente para ampararse, para evitar la caída, el gancho del brazo se introdujo en la argolla que servía para separar las velas, y, de golpe, suspendido en todo su peso, Baltasar vio que los paños se apartaban a un lado con estruendo, el sol inundó la máquina, brillaron las bolas de ámbar y las esferas. La máquina giró dos veces, despedazó, desgarró los arbustos que la envolvían, y ascendió. No se veía una nube en el cielo.

Blimunda no durmió en toda la noche. Estuvo esperando que Baltasar regresara al caer el día, como en otras ocasiones ocurriera, y en esa creencia salió del pueblo, anduvo casi media legua por el camino y, durante mucho tiempo, hasta cerrarse el crepúsculo por completo, estuvo sentada en una cerca, viendo pasar la gente que iba a Mafra, de romería a la consagración, no era fiesta que se pudiera perder, habría limosnas y comida para todos, o al menos no iban a faltar para los más listos y pedigüeños, procura el alma sus satisfacciones, y el cuerpo no prescinde de ellas. Al ver a aquella mujer allí sentada, algunos necios venidos de lejos creían que era así como la villa de Mafra recibía a los visitantes machos, con ofrecidas facilidades, y le hacían bromas obscenas, que tenían que tragarse luego ante el rostro de piedra que los miraba. Y uno que se atrevió a experimentar otras aproximaciones, retrocedió asustado cuando Blimunda le dijo, con voz opaca, Tienes un sapo en el corazón, escupo en él, en ti y en toda tu descendencia. Cuando cayó la noche por completo, se acabaron los peregrinos, a estas horas no vendrá ya Baltasar, o llegará tan tarde que lo recibiré acostada, o estará aquí de madrugada, si ha tenido mucho que arreglar, eso fue lo que dijo. Volvió Blimunda a casa, cenó con los cuñados y el sobrino, No ha venido Baltasar, preguntó uno de ellos, Nunca entenderé qué salidas son éstas, dijo el otro, sólo Gabriel no abrió la boca, es aún demasiado joven para hablar cuando lo hacen los mayores, pero, para sí, piensa que sus padres no tienen por qué meterse en la vida de los tíos, es manía de medio mundo la de curiosear en la vida de la otra mitad, que, por otra parte, le paga con la misma moneda, hay que ver, este chico, tan joven y las cosas que ya sabe. Acabada la cena, Blimunda esperó a que todos se acostasen y salió luego al huerto. Estaba serena la noche, limpio el cielo, apenas se sentía el frescor del aire. Tal vez a aquella misma hora viniera Baltasar caminando por la orilla del río de Pedrulhos, con el espigón atado al brazo izquierdo en vez del gancho, que nadie está libre de malos encuentros y de preguntas indiscretas, como ya se ha dicho y comprobado. Salió la luna, así verá mejor el camino, dentro de poco seguro que se oyen ya sus pasos, en el gran silencio premonitorio de la noche empujará la cancela del huerto y allí estará Blimunda recibiéndolo, lo demás no lo veremos, porque nuestra obligación es ser discretos, basta que sepamos que es mucha la inquietud de esta mujer.