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No durmió en toda la noche. Tumbada en el comedero envuelta en mantas que olían a cuerpo y a inmundicia de ovejas, abría los ojos a las rendijas del encañizado de la barraca, por donde penetraba la luz de la luna, después la luna se puso, era casi de madrugada, ni la noche tuvo tiempo de oscurecerse. Con la primera claridad se levantó Blimunda, fue a la cocina a buscar algo de comer, qué inquietud es ésta, mujer, si aún no estamos fuera de lo que Baltasar prometió, llegará hacia el mediodía, tendría mucho que arreglar en la máquina, tan vieja, a la intemperie, ya lo dijo. Blimunda no nos oye, salió de casa, va por el camino que conoce, aquel por el que vendrá Baltasar, no es posible que no se encuentren. Con quien no se encontrará es con el rey, que entrará hoy en la villa de Mafra, por la tarde, llevando consigo al príncipe Don José y al señor infante Don Antonio, más los criados todos de la casa real, en suprema grandeza, ricos coches, soberbios caballos, todos en perfecta formación apareciendo en la boca del camino, rodando, batiendo los cascos, que nunca se habrá visto tan asombrosa perspectiva. Pero de pompas reales ya nos basta, conocemos las diferencias, más brocado o menos brocado, más oro o menos oro, nuestro deber es ir detrás de aquella mujer que a cuantos encuentra va preguntando si vieron a un hombre así, con estas señas, de esta manera, el más hermoso del mundo, por tal engaño se ve cómo no siempre se debe decir lo que uno siente, quién por este relato conocería a Baltasar, renegrido, canoso y manco, No mujer, no lo hemos visto, y Blimunda sigue andando, ahora ya fuera de los caminos principales, atajando como en el viaje que hicieron ambos, aquel monte, aquel matorral, cuatro piedras alineadas, seis colinas alrededor, va cayendo el día, de Baltasar ni sombra. No se ha sentado Blimunda para comer, va andando y masticando, pero la noche en vela la había fatigado, la inquietud le quita fuerzas, no puede tragar bocado, y el Monte Junto, que ya se veía a lo lejos, parece que se aleja, qué prodigio será. No es ningún misterio, es sólo el paso lento con que avanza, arrastrado, así no voy a llegar nunca. Hay lugares por los que Blimunda no recuerda haber pasado, otros los reconoce por un puente, una vaguada, un prado en el fondo. Y supo que ya pasó por aquí porque en aquella misma puerta está aquella misma vieja cosiendo aquella misma saya, todo está igual, menos Blimunda, que va sola.

Por aquí recuerda que encontraron al pastor que les dijo que estaban en la sierra del Barregudo, más allá el Monte Junto parece una colina como cualquier otra, pero no la retuvo así la memoria quizá por lo combado, como si fuera una miniatura de este lado del planeta, así cree una persona que la tierra es realmente redonda. No hay pastor ni rebaño, sólo un profundo silencio cuando Blimunda se detiene, hay una soledad profunda en cuanto ve a su alrededor. El Monte Junto está tan cerca que parece que basta con tender la mano para tocar sus contrafuertes, como una mujer de rodillas que extiende el brazo y toca los muslos de su hombre. No es posible que Blimunda haya pensado esta sutileza, posiblemente, quién sabe, no estamos nosotros dentro de las personas, qué sabemos lo que piensan o dejan de pensar, andamos poniendo nuestros pensamientos en cabezas ajenas y luego decimos, Blimunda piensa, Baltasar pensó, y quizá les imaginamos nuestras propias sensaciones, por ejemplo, ésta de Blimunda en sus muslos, como si los hubiera rozado su hombre. Se detuvo para descansar, porque le temblaban las piernas, fatigadas del camino, ablandadas por el imaginario contacto, pero, de repente, le entra en el corazón el convencimiento de que va a encontrar allá arriba a Baltasar, trabajando y sudando, quizás apretando los últimos nudos, echándose la alforja al hombro y bajando ya hacia el valle, por eso gritó, Baltasar.

No hubo respuesta ni podía haberla, un grito no es nada, llega allí, hasta aquel escarpe y rebota y vuelve hacia atrás, debilitado, no parece nuestra voz. Blimunda empezó a subir rápidamente, le volvieron las fuerzas en aflujo. Echa a correr si la cuesta se reduce antes de empinarse de nuevo, y delante, entre dos carrascas, descubre el casi invisible sendero abierto por los pasos espaciados de Baltasar. Por allí se llega a la máquina de volar. Grita otra vez, Baltasar, ahora, forzosamente, tiene que oírla, no hay montes por medio, sólo una hondonada, si pudiera pararse seguro que oía el grito de él, Blimunda, está tan segura de haberlo oído que sonríe, con el dorso de la mano se seca el sudor o las lágrimas, o quizá está poniendo en orden el cabello, o limpiándose la cara sucia, es un gesto de tan diversos sentidos.

Allí está el lugar, como el nido de un ave gigantesca que alzó el vuelo. El grito de Blimunda, tercero, y siempre el mismo nombre, no fue agudo, sólo una explosión sofocada, como si una mano gigantesca le arrancara las tripas, Baltasar, y, al decirlo, comprendió que desde el principio sabía que iba a encontrar desierto este lugar. Las lágrimas se le secaron de súbito como si un viento ardiente soplara de dentro de la tierra. Se acercó a trompicones, vio los arbustos arrancados, la depresión que el peso de la máquina había hecho en el suelo, y, al otro lado, a media docena de pasos, la alforja de Baltasar. No había otras señales de lo que había ocurrido allí. Blimunda alzó los ojos al cielo, ahora menos limpio, algunas nubes bogaban serenas al caer la tarde, y por primera vez sintió el vacío del espacio, como si estuviera pensando, No hay nada más allá, pero esto mismo era lo que no quería creer, en cualquier parte del cielo debe de andar Baltasar, volando, luchando con las lonas para hacer bajar la máquina. Volvió a mirar la alforja, fue a buscarla, notó el peso del espigón en ella, y entonces recordó que la máquina, si había ascendido el día anterior, había tenido que bajar por la noche, por eso Baltasar no estaba en el cielo, estaría en la tierra, en cualquier parte, quizá muerto, quizá vivo, pero herido, que aún recordaba cuán violento había sido el descenso, aunque es verdad que llevaba entonces mayor carga.

Se echó la alforja al hombro, allí ya no había nada que hacer y empezó a buscar en las proximidades, subiendo y bajando por las cuestas cubiertas de matojos, escogiendo los puntos altos, deseosa ahora de tener ojos agudísimos, no los que el ayuno le daba, sino otros que nada dejasen escapar de la superficie, como los del halcón, los del lince. Con los pies sangrando, la falda desgarrada por los matorrales espinosos, dio la vuelta por el lado norte del monte, luego volvió al sitio de partida buscando un nivel superior, y entonces descubrió que nunca habían ido, ni ella ni Baltasar, a la cima del Monte junto, ahora tendría que subir allí, antes de que cayera la noche, desde arriba tendría una vista más amplia, cierto es que a distancia la máquina apenas se vería, pero el azar a veces ayuda, quién sabe si, al llegar, vería a Baltasar haciéndole gestos con el brazo, a la orilla de una fuente donde matarían la sed.