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Empezó a subir Blimunda, reprochándose a sí misma que no se le hubiera ocurrido antes, no ahora, cuando la tarde estaba despidiéndose. Sin pretenderlo encontró un sendero que subía, serpenteando, y más arriba un camino ancho, de carro, la sorprendió la novedad, qué habrá en lo alto del monte para que hayan abierto este camino, y con señales de paso, y antiguo, quién sabe si también Baltasar dio con él. Al doblar una curva, Blimunda se quedó inmóvil. Ante ella caminaba un fraile, dominico por el hábito que vestía, hombre corpulento, de cuello grueso. Inquieta, Blimunda dudaba entre echar a correr o llamarlo. El fraile pareció haber notado una presencia. Se paró, miró a un lado, a otro, luego atrás. Esbozó una bendición y aguardó. Blimunda se fue acercando, Deo gratias, dijo el dominico, qué haces por aquí, preguntó. Ella no tuvo más remedio que responder, Ando buscando a mi marido y no sabía cómo continuar, el fraile iba a pensar que estaba loca si empezaba a hablarle de la máquina voladora, de la passarola, de nubes cerradas. Retrocedió algunos pasos, Somos de Mafra, mi marido vino al Monte Junto porque oímos decir que había aquí un enorme pájaro, lo que temo es que el pájaro se lo haya llevado, Nunca oí hablar de tal cosa, ni nadie de la congregación, Hay en este monte algún convento, Lo hay, No lo sabía. El fraile desanduvo un poco de camino, como si lo hiciera distraídamente. El sol había descendido mucho y, como las nubes se amontonaban del lado del mar, el atardecer tomaba un tono ceniciento. No ha visto por aquí a un hombre manco de la mano izquierda y que usa un gancho que hace las veces de mano, preguntó Blimunda, Es ése tu marido, Sí, No, no he visto a nadie, Y no ha visto un pájaro grande volando por aquel lado, ayer o quizá hoy, No, no he visto ningún pájaro grande, Bueno, pues me voy, déme su bendición, padre, Se va a hacer de noche, te vas a perder si te metes por esos caminos, puede atacarte algún lobo, que los hay, Si me voy ahora, aún llegaré con luz del día, Es más lejos de lo que parece, oye, al otro lado del convento hay unas ruinas, de otro convento que no llegaron a terminar, puedes pasar allí la noche y mañana sigues buscando a tu marido, Me voy ahora, Haz lo que quieras, pero luego no digas que no te avisé de los peligros, y, diciendo esto, el fraile empezó a subir por el camino ancho.

Blimunda se quedó allí parada, dudando otra vez. Aún no había caído la noche, pero, allá abajo, los campos se iban cubriendo de sombras. Las nubes se arrastraban por el cielo, empezó a soplar un viento húmedo, quizá lloviera. Se sentía cansada, tanto que podía dejarse morir de pura fatiga. Ya apenas pensaba en Baltasar. Creía confusamente que lo encontraría al día siguiente, y que nada ganaba buscándolo hoy. Se sentó al borde del camino, en una piedra, metió la mano en la alforja y encontró lo que quedaba de la comida de Baltasar, una sardina reseca, un mendrugo durísimo. Si alguien pasara por allí a aquella hora sentiría un miedo mortal, una mujer sentada así, sin miedo ella, seguro que es una bruja a la espera de un viajero para chuparle la sangre o de las compañeras con las que irá al aquelarre. Sin embargo, es sólo una pobre mujer que ha perdido a su compañero, llevado por aires y vientos, y que haría cualquier brujería para que él regresara, pero brujerías de ésas no conoce ninguna, de qué le sirve ser capaz de ver lo que otros no ven, de qué le sirve haber sido recogedora de voluntades, si precisamente fueron ellas las que se lo llevaron.

Se hizo de noche. Blimunda se puso en pie. El viento era ahora más frío y más intenso. Había un gran desamparo en aquellos montes, por eso empezó a llorar, ya era hora de poder desahogarse. La oscuridad se llenó de sonidos terroríficos, el grito de un mochuelo, el ruido de las ramas de las carrascas, y, si no era que el oído la engañaba, llegaba de lejos el aullido del lobo. El valor de Blimunda le hizo descender aún cien pasos en dirección al valle, pero era como si estuviese bajando lentamente hacia el fondo de un pozo, sin saber qué fauces la esperaban, abiertas cerca del agua. Más tarde saldría la luna, que le mostraría el camino si el cielo se descubriera, pero que la haría visible a cualquier ser vivo que anduviese por el monte, si a algunos podía asustarlos, otros la dejarían helada de miedo. Se paró, asustada. A poca distancia algo se arrastraba lentamente. No lo soportó más. Empezó a correr, desandando el camino, como si llevase tras ella a todos los diablos del infierno, a todos los monstruos que pueblan la tierra, los vivos y los imaginados. Al doblar la última curva, vio el convento, una construcción baja, destartalada. Por las rendijas de las puertas de la iglesia se filtraba una luz pálida. Había un profundo silencio bajo el cielo estrellado, bajo el susurro de las nubes, tan cercanas como si el Monte Junto fuese la montaña más alta del mundo. Blimunda se fue acercando, le pareció oír un murmullo entonado de oraciones, serían las completas, cuando llegó cerca oyó más fuerte la melopea, ahora eran voces fuertes allí orando al cielo, tan humildemente orando que Blimunda volvió a llorar, quizás estos frailes, sin saberlo, estuvieran trayendo a Baltasar desde las alturas, o de las profundidades del bosque, tal vez las mágicas y latinas palabras estuviesen curando las heridas que seguramente padece, por eso Blimunda se unió a las preces, diciendo mentalmente las que sabe y que sirven para todo, ruina, paludismo, alma ansiosa, alguien allá arriba se encarga de una distribución proporcional.

Al otro lado del convento, en un rebaje que da a la cuesta, estaban las ruinas. Había paredes altas, bóvedas, rincones que se adivinaba que eran celdas, buen lugar para pasar la noche al abrigo del frío y de las fieras. Blimunda, temerosa aún, entró en la profunda tiniebla de las bóvedas, tanteó el camino con las manos y los pies, temiendo caer en algún hueco. Poco a poco, los ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, después la claridad difusa del espacio recortó las grietas indicando las paredes. El piso, cubierto de hierba, estaba limpio. Había un altillo al que no se podía llegar, o ahora no era visible el acceso. Blimunda extendió la manta en un rincón, utilizando la alforja como almohada, se acostó. Volvieron de nuevo las lágrimas, y llorando siguió mientras dormía, soñando que lloraba. No duró esto mucho tiempo. Surgió la luna abriéndose paso entre las nubes. La luz de la luna entró en las ruinas como un fantasma, y Blimunda se despertó. Creyó que la luz la había agitado suavemente, que había rozado su rostro, o la mano que reposaba sobre la manta, pero el roce que oía ahora era igual al que oyó antes, cuando aún dormía. El rumor se oía a veces más cerca, otras veces lejos, como de alguien que busca y no encuentra, pero no por ello desiste, vuelve y se obstina, un animal que se refugia habitualmente en este lugar y que ha perdido el sentido del espacio. Blimunda se irguió sobre los codos, aguzó el oído. El sonido era ahora el de unas pisadas cautelosas, casi imperceptibles, pero próximas. Pasó una silueta ante un resquicio del muro, la luz dibujó un perfil torcido en la pared rugosa de piedra. Inmediatamente Blimunda supo que era el fraile del camino. Le había dicho dónde podía encontrar abrigo, y venía ahora a ver si había seguido su consejo, pero no por caridad cristiana. Se echó Blimunda atrás, silenciosamente, y se quedó quieta, quizá la viera y dijese, Descansa, pobre alma fatigada, sería un milagro si así fuera, un verdadero milagro, y edificante, pero la verdad no es ésa, la verdad es que el fraile viene a saciar la carne, no se lo tomemos a mal, aquí en este desierto, en el techo del mundo, es dura la vida. El fraile cubre toda la luz del resquicio, es un hombre alto y fuerte, se oye su respiración. Blimunda apartó la alforja, y cuando el hombre se arrodillaba, metió rápidamente la mano en la bolsa, cogió el espigón por el ajuste, como un puñal. Ya sabemos lo que va a ocurrir, está escrito desde que en Évora el herrero hizo el espigón y el gancho, uno está aquí en la mano de Blimunda, el otro Dios sabe dónde. El fraile tocó los pies de Blimunda, tanteando le apartó suavemente las piernas, hacia un lado, hacia otro, lo excita terriblemente la inmovilidad de la mujer, quizá está despierta y le apetece el hombre, le ha retirado las sayas hacia arriba, lleva ya remangado el hábito, avanza la mano reconociendo el camino, se ha estremecido la mujer, pero no hace ningún otro movimiento, jubiloso, el fraile embiste sobre la invisible entrepierna de la mujer, jubiloso siente que los brazos de la mujer se cierran sobre su espalda, hay grandes alegrías en la vida de un dominico. Empujado por las dos manos, el espigón se entierra entre las costillas, roza por un instante el corazón, luego continúa su trayecto, hace veinte años que el hierro esperaba su segunda muerte. El grito que empezó a formarse en la garganta del fraile se convirtió en un estertor ronco y brevísimo. Blimunda torció el cuerpo aterrada, no por haber matado sino por sentir aquel peso dos veces aplastante. Utilizando los codos se debatió y pudo salir de debajo de él. La luz de la luna mostró una parte del hábito blanco y la mancha oscura que se iba extendiendo. Blimunda se levantó, escuchó atentamente. Era total el silencio en las ruinas, sólo su corazón latía. Palpó el suelo, recogió la alforja y la manta, de la que tuvo que tirar con fuerza porque se había enrollado en las piernas del fraile, y lo colocó todo en un sitio iluminado. Luego volvió al hombre, agarró el ajuste del espigón y tiró de él, una vez, dos veces. Con la torsión del cuerpo debió el hierro de quedar trabado entre dos costillas. Desesperada, Blimunda puso un pie en la espalda del hombre y, con un tirón brusco, extrajo el arma. Oyó un borboteo espeso, la mancha negra se extendió como una inundación. Blimunda limpió el espigón en el hábito, lo guardó en la alforja, que se echó al hombro, con la manta. Cuando iba a salir de allí miró hacia atrás y vio que el fraile llevaba calzadas unas sandalias, se las quitó, un hombre muerto va por su pie a donde tenga que ir, infierno o paraíso.