Por la tarde, acabadas las celebraciones del día, volvieron a casa Álvaro Diego y su mujer, no entraron por el huerto, por eso no vieron en seguida a Blimunda, pero cuando Inés Antonia fue a recoger las gallinas que andaban sueltas, descubrió a su cuñada durmiendo, gesticulando violentamente en sueños, cómo no, si está matando a un dominico, pero eso no podía adivinarlo Inés Antonia. Entró en el chamizo, sacudió a Blimunda por un brazo, no la tocó con el pie, no es piedra para hacerlo, y ella abrió los ojos despavorida, sin saber dónde estaba, en su sueño sólo había tinieblas, aquí aún no ha caído la noche, y, en vez del fraile, está esta mujer, quién es, ah, la hermana de Baltasar, Y Baltasar, dónde está, pregunta Inés Antonia, ya ven cómo son las cosas, con estas mismas palabras se estaba preguntando Blimunda, qué respuesta ha de dar, le costó trabajo levantarse, le duele todo el cuerpo, cien veces había matado al fraile, y las cien había resucitado, Baltasar no puede venir aún, decir esto es lo mismo que estar callada, la cuestión no es si puede o no puede venir, la cuestión es por qué no viene, Piensa quedarse de carrero en Turcifal, cualquier explicación es buena con tal de que la acepten, a veces la indiferencia ayuda, es el caso de Inés Antonia, a quien no importa demasiado el hermano, cuando por él pregunta, es curiosidad y poco más.
Durante la cena, después de mostrar su sorpresa por una ausencia tan prolongada, hace tres días que Baltasar salió de casa, dio Álvaro Diego información completa sobre quién ya está y quién va a llegar, la reina y la princesa Doña Mariana Victoria se han quedado en Belas por no haber acomodo en Mafra, y por la misma razón ha ido el infante Don Francisco a Ericeira, pero lo que por encima de todo enorgullece a Álvaro Diego es, por así decir, que lo cubran los mismos aires que cubren al rey, al príncipe Don José y al infante Don Antonio, aquí mismo, enfrente, en el palacio del vizconde, cuando cenamos nosotros cenan ellos, cada uno de un lado de la calle, dame perejil, vecina. También han venido el cardenal Cunha y el cardenal Mota, y los obispos de Leiria y de Portalegre, y los de Para y de Nankín, que no están allá, están aquí, y va llegando la corte, una masa de hidalgos que no acaba. A ver si está aquí Baltasar el domingo para ver la fiesta, dice Inés Antonia en tono cortés, Estará, murmuró Blimunda.
Aquella noche durmió en la casa. Se olvidó de comer el pan antes de levantarse, y cuando entró en la cocina vio dos fantasmas translúcidos, rápidamente convertidos en un manojo de vísceras y haces de palos blancos, es el horror de la vida, le dio un vómito, volvió la cara precipitadamente y empezó a masticar su pan, pero Inés Antonia soltó una carcajada sin maldad, A ver si estás preñada, después de tantos años, son palabras inocentes que duplicaron el dolor de Blimunda, Ahora, ni aunque lo quisiera, pensó a voces dentro de sí. Aquél fue el día de la bendición de las cruces, de los cuadros de las capillas, de los paramentos y demás objetos de culto, y luego del convento con todas sus dependencias. El pueblo se quedó fuera, Blimunda no llegó a salir de casa, se contentó con ver al rey subiendo al coche, con el príncipe y el infante, iba a encontrarse con la reina y las altezas, por la noche, lo explicó Álvaro Diego lo mejor que pudo.
Al fin llegó el más glorioso de los días, la fecha inmortal del veintidós de octubre del año de gracia de mil setecientos treinta, cuando el rey Don Juan V cumple cuarenta y un años y acude a la consagración del más prodigioso monumento que se haya alzado en Portugal, monumento aún por acabar, es verdad, pero por una paja se conoce el pajar. No se puede describir tanta maravilla, Álvaro Diego no lo ha visto todo, Inés Antonia todo lo ha confundido, Blimunda fue con ellos, parecería mal que no fuese, pero no sabe si sueña o está despierta. Eran las cuatro de la mañana cuando salieron de casa para coger buen sitio en la explanada, a las cinco formó la tropa, ardían antorchas por todas partes, luego empezó a amanecer, bonito día, sí señor, Dios cuida bien su hacienda, ahora se ve el magnífico trono patriarcal, al lado izquierdo del pórtico, con su silla y dosel de terciopelo carmesí con guarniciones de oro, el suelo cubierto de alfombras, un primor, y en una credencia el calderito y el hisopo, más los restantes instrumentos, ya se ha formado la procesión solemne que va a dar la vuelta a la iglesia, el rey va en ella, detrás los infantes y la nobleza, conforme a sus precedencias, pero lo principal de la fiesta es el patriarca, bendice la sal y el agua, tira agua bendita a las paredes, no debió echar tanta cuanta debiera, o no habría caído Álvaro Diego desde treinta metros de aquí a pocos meses, y después golpea por tres veces con el báculo en la puerta grande de en medio, que estaba cerrada, a la tercera fue la vencida, será la cuenta que Dios hizo, se abrió la puerta y entró la procesión, qué pena que no puedan entrar Inés Antonia y Álvaro Diego, e incluso Blimunda, pese a su escaso interés, podrían ver las ceremonias, unas sublimes, otras sorprendentes, unas prostrándose el cuerpo, otras sublimándose aceleradamente el alma, por ejemplo, escribe el patriarca con la punta del báculo, en montones de ceniza dispuestos en el pavimento de la iglesia, los alfabetos griego y latino, más parece obra de brujería, yo te marco y te signo, que ritual canónico, como es también el caso de aquella otra masonería que está allá, oro molido, incienso, ceniza otra vez, sal, vino blanco en una botella de plata, cal y polvo de piedra en una bandeja, una cuchara de plata, una concha dorada, qué sé yo, no faltan jeroglíficos, visajes y garambainas, pasos y pases, hacia aquí y hacia allá, santos óleos, bendiciones, reliquias de los doce apóstoles, doce, y así se pasó la mañana y gran parte de la tarde, que eran las cinco cuando el patriarca inició la gran misa pontifical, que, claro está, llevó su tiempo, y no fue poco, al fin se acabó, entonces subió a la tribuna de la sala de Benedictione para bendecir al pueblo que esperaba fuera, setenta mil, ochenta mil personas, que en un gran susurro de vestes y movimientos se derrumbaron de rodillas en el suelo, momento inolvidable por muchos años que viva, Don Tomás de Almeida recita desde allá arriba palabras de bendición, quien tenga buena vista verá cómo mueve los labios, oídos no hay que alcancen, ay si fuera hoy, clamarían por todo el orbe, urbi et orbis, las trompetas electrónicas, verdadera voz de Jehová, que tuvo que esperar milenios para que al fin lo oyera la tierra, pero la mayor sabiduría del hombre sigue siendo el contentarse con lo que tiene, mientras no inventa algo mejor, por eso es tan grande la felicidad de la villa de Mafra y de quien allí está, le bastan los gestos acompasados de la mano, de arriba abajo, de izquierda a derecha, el anillo centelleante, los oros y carmesíes resplandecientes, las albas de Cambray, el retumbar del báculo sobre la piedra que vino de Pêro Pinheiro, recuérdenlo, ved cómo la piedra sangra, milagro, milagro, milagro, aquél fue su último gesto, quitar el calzo, se retiró el pastor con el séquito, se levantaron las ovejas, seguirá la fiesta, ocho son los días de consagración, y éste es el primero.
Blimunda dijo a los cuñados, Ya vuelvo. Bajó la ladera hacia la villa desierta. Con la prisa, algunos vecinos habían dejado las puertas y postigos abiertos. La lumbre estaba apagada. Blimunda fue al cobertizo a buscar la manta y la alforja, entró en casa, reunió lo que pudo de comida, un cuenco de madera, una cuchara, algunas ropas suyas, otras de Baltasar. Luego metió todo en la alforja y salió. Empezaba a oscurecer, pero ahora, ya no iba a tener miedo de ninguna noche, siendo tan negra la que llevaba dentro.
Durante nueve años buscó Blimunda a Baltasar. Conoció todos los caminos del polvo y del barro, la blanda arena, la piedra aguda, tantas veces la helada crujiente y asesina, dos nevadas de las que sólo salió viva porque aún no quería morir. El sol la requemó como una rama retirada del fuego antes de llegarle la hora de convertirse en cenizas, quedó cubierta de arrugas como una fruta pasada, fue espantajo en medio de los sembrados, aparición para los habitantes de los pueblos, temor de las aldeas y de los caseríos. Allá donde llegaba preguntaba si habían visto a un hombre con estas y aquellas señas, la mano izquierda falta, y alto como un soldado de la guardia real, barba completa y gris, y si entre tanto la afeitó, es una cara que no se olvida, al menos no la he olvidado yo, y tanto puede haber venido por los caminos de la gente, o por los senderos que cruzan los campos, como puede haber caído de las nubes en un pájaro de hierro y mimbres entrelazados, con una vela oscura, bolas de ámbar amarillo, y dos esferas de metal opaco que contienen el mayor secreto del universo, aunque de todo esto no queden más que añicos, del hombre y del ave, llévenme a ellos, que con sólo poner las manos encima los reconoceré, ni necesito mirarlos. La creían loca, pero, si se estaba algún tiempo por allí, la veían tan sensata en todas sus palabras y en sus actos que dudaban de la primera sospecha de poco juicio. Al final la conocían ya de tierra en tierra, y la llamaban la Voladora, por causa de la extraña historia que contaba. Se sentaba a las puertas charlando con las mujeres del lugar, oía sus quejas, sus lamentos, con menos frecuencia sus alegrías, por ser pocas, por guardarlas quien las tenía, tal vez porque no siempre hay la seguridad de sentir lo que se guarda, es sólo para no quedar desprovisto de todo. Por donde pasaba, quedaba un fermento de desasosiego, los hombres no reconocían a sus mujeres, que súbitamente empezaban a mirarlos con pena de que no hubieran desaparecido para poder buscarlos. Pero esos mismos hombres preguntaban, Se ha ido ya, con una inexplicable tristeza en el corazón, y si les respondían, Aún anda por ahí, volvían a salir con la esperanza de encontrarla en aquel bosque, en el sembrado alto, bañando los pies en el río o desnudándose tras unas cañas, era igual, que sólo los ojos gozaban, entre la mano y el fruto hay un espigón de hierro, afortunadamente nadie más tuvo que morir. Nunca entraba en iglesia si había gente dentro, sólo para descansar sentada en el suelo o apoyada en una columna, entré un momento, y ya me voy, ésta no es mi casa. Los curas que oían hablar de ella le mandaban recado para que fuese a confesarse, curiosos de saber qué misterios se ocultaban en aquella romera o peregrina, qué secretos se escondían en su rostro impenetrable, en aquellos ojos quietos cuyos párpados apenas se movían, y que a ciertas horas y a cierta luz parecían lagos donde fluctuaban sombras de nubes, las sombras que por dentro pasaban, no las comunes del aire. Y ella les mandaba decir que había hecho promesa de confesarse sólo cuando se sintiera pecadora, no podía haber respuesta que más escandalizara, si pecadores somos todos, sin embargo, a veces hablando de esto con otras mujeres, las dejaba pensativas, en definitiva, qué faltas son esas nuestras, las tuyas, las mías, si nosotras somos, mujeres, realmente, el cordero que quitará el pecado del mundo, el día en que esto se entienda va a ser preciso empezarlo todo de nuevo. Pero no siempre los incidentes de su paso fueron de este tenor, a veces fue apedreada, escarnecida, y en una aldea donde así la maltrataron hizo luego un prodigio tal que poco faltó para que la tomaran por santa, fue el caso que había en el lugar gran sequía de agua, por estar agotadas las fuentes y consumidos los pozos, y Blimunda, tras haber sido expulsada, recorrió los alrededores usando su ayuno y su videncia, y a la noche siguiente, cuando todos dormían, entró en la aldea, y desde mitad de la plaza gritó que en tal sitio y a tal profundidad corría un venero de agua pura, que la vi yo, por eso la llamaron Ojos-de-agua, de los ojos que primero se bañaron en ella. Ojos que agua generasen los halló también, y tantos, si habiendo dicho que vino de Mafra le preguntaban si conocía a uno con este nombre y esta figura, era mi marido, era mi padre, era mi hermano, era mi hijo, era mi novio, lo llevaron forzado a trabajar en el convento, por orden del rey, y nunca más lo vi, no volvió más, habrá muerto por allí, se habrá perdido en el camino, quién sabe, nadie me supo dar noticia de él, quedó la familia sin amparo, abandonada la tierra, o se lo llevó el diablo, pero aquí tengo ya otro hombre, ése es animal que nunca falta si la mujer le abre el cubil, no sé si me entiendes. Pasó por Mafra, supo por Inés Antonia que había muerto Álvaro Diego, de Baltasar ni de muerte había indicio, cuanto menos de vida.