Nueve años buscó Blimunda. Empezó contando las estaciones, luego les perdió el sentido. En los primeros tiempos calculaba las leguas que andaba por día, cuatro, cinco, a veces seis, pero luego se le confundieron los números, pronto no tuvieron significado el tiempo y el espacio, todo se medía en mañana, tarde, noche, lluvia, solanera, granizo, niebla, nublado, camino bueno, camino malo, cuesta de subir, cuesta de bajar, llanura, montaña, playa de mar, ribera de río, y rostros, millares y millares de rostros, rostros sin
número que los dijese, cuántas veces más que los que en Mafra se habían juntado, y, entre los rostros, los de las mujeres para las preguntas, los de los hombres para ver si en ellos estaba la respuesta, y de éstos ni los muy jóvenes ni los muy viejos, alguien de cuarenta y cinco años cuando lo dejamos en la ladera del Monte Junto, cuando subió a los aires, para saber la edad que va teniendo basta añadirle un año cada vez, por cada mes tantas arrugas, por cada día tantos cabellos blancos. Cuántas veces imaginó Blimunda que estando sentada en la plaza de un pueblo, pidiendo limosna, se acercaría un hombre que en vez de dinero o pan le tendía un gancho de hierro, y ella metería la mano en la alforja y de allá sacaría un espigón de la misma forja, señal de su constancia y guarda, Así te encuentro, Blimunda, Así te encuentro, Baltasar, Por dónde anduviste todos estos años, qué casos y miserias te ocurrieron, Háblame primero de ti, tú eres quien ha estado perdido, Te voy a contar, y se quedarían hablando hasta el fin de los tiempos.
Millares de leguas anduvo Blimunda, casi siempre descalza. La planta de sus pies quedó callosa, hendida como corcho. Portugal entero estuvo bajo estos pasos, algunas veces atravesó la raya de España porque no veía en el suelo señal que separase la tierra de allá y la de aquí, sólo oía hablar otra lengua, y se volvía atrás. En dos años, fue de las playas y de los cantiles del océano hasta la frontera, después empezó a buscar por otros lugares, por otros caminos, y andando y buscando descubrió qué pequeño era el país donde nació, Aquí ya he estado, por aquí ya pasé, y daba con rostros que reconocía, No se acuerda de mí, me llaman la Voladora, Ah, claro que me acuerdo, ha encontrado ya al hombre que buscaba, A mi marido, Sí, a ése, No, no lo he encontrado, Pobrecilla, No sabe si ha aparecido por aquí después de haber pasado yo, No, no ha aparecido, ni nunca he oído hablar de él por estos alrededores, Entonces, me voy, hasta otro día, Buen viaje, Si lo encuentro.
Lo encontró. Seis veces había pasado por Lisboa, ésta era la séptima. Venía del sur, de la parte de Pegões. Cruzó el río, casi de noche, en la última barca que aprovechó la marea. Llevaba casi veinticuatro horas sin comer. Tenía algún pan en la alforja, pero, cada vez que iba a llevárselo a la boca, parecía que en su mano se posaba otra, y una voz le decía, No comas, que ha llegado el tiempo. Bajo las aguas oscuras del río veía pasar los peces a gran profundidad, cardúmenes de cristal y plata, largos dorsos escamosos o lisos. La luz interior de las casas se filtraba por las paredes, difusa como un faro en la niebla. Entró por la Rua Nova dos Ferros, dobló a la derecha en la iglesia de Nuestra Señora da Oliveira, en dirección al Rossío, repetía un itinerario de hacía veintiocho años. Caminaba entre fantasmas, entre neblina, que eran personas. Mezclado con mil hedores de la ciudad, la brisa nocturna le trajo el de carne quemada. Había una multitud en Santo Domingo, antorchas, humo negro, hogueras. Se abrió paso, llegó hasta las primeras filas, Quiénes son, preguntó a una mujer que llevaba un chiquillo en brazos, Sé de tres, aquél de allá y la chica, son padre e hija, están aquí por culpas de judaísmo, y el otro, el de la punta, es uno que hacía comedias de fantoches y se llamaba Antonio José da Silva *, de los otros no he oído hablar.