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Baltasar Sietesoles vagabundeó por barrios y plazas toda la tarde. Fue a la sopa de la portería de San Francisco da Cidade, se informó de las hermandades más generosas en limosnas, reteniendo tres para ulterior comprobación, la de Nuestra Señora da Oliveira, donde había estado ya, que era la de los confiteros, la de San Eloy, de los aurífices y plateros, y la del Niño Perdido, por cierta semejanza que consigo encontraba, incluso no recordando haber sido niño, pero sí perdido, a ver si algún día me encuentran.

Cayó la noche, y Sietesoles fue a buscar dónde dormir. Ya entonces había hecho amistad con otro veterano, más viejo que él en años y experiencia, se llamaba éste João Elvas, ahora rufián de oficio, que se acomodaba de noche siendo suave el tiempo, en unos tejares abandonados, junto a los muros del convento de la Esperanza, al lado del olivar. Se hizo Baltasar huésped de ocasión, siempre era un amigo nuevo compaña para charlar, pero, por el sí o por el no, dando por disculpa convenirle mucho librar al brazo sano del peso de la alforja, encajó el gancho en el muñón, no queriendo asustar a João Elvas y demás compadres con el espigón, arma mortal como sabemos. Nadie le hizo mal, y eran seis bajo el tejar, y él tampoco hizo mal a nadie.

Mientras les llegaba el sueño, hablaron de crímenes acontecidos. No de los suyos propios, cada cual sabe y Dios sabrá de todos, sino de los de la gente principal, sin castigo casi siempre cuando son conocidos los autores, y sin escrúpulo extremo de la justicia en las averiguaciones si ha sido misterioso el hecho. Ladronzuelos, reñidores, matamoros de cuatro perras, si es que había peligro en que soltaran la lengua denunciando al mandante, ésos sí que paraban con sus huesos en el Limoeiro, y menos mal, porque así tenían sopa segura, tan segura como la mierda y los orines en que se revolcaban. Hace poco que soltaran a unos ciento cincuenta, todos de culpas leves, que había entonces en el Limoeiro más de quinientos en total, de las muchas levas de hombres que se hicieron para las Indias y que acabaron por no ser necesarios, era tanto el ayuntamiento, y el hambre tanta, que se declaró una enfermedad que los iba matando a todos, por eso los soltaron, y uno de ésos soy yo. Y otro dijo, Ésta es tierra de mucho crimen, se muere más que en la guerra, eso es lo que dice quien allá anduvo, y tú qué dices, Sietesoles, y Baltasar respondió, Vi cómo se muere en la guerra, no sé cómo se muere en Lisboa, por eso no puedo comparar, pero que hable ahí João Elvas, que tanto sabe de plazas de guerra como de plazas de gente, y João Elvas se encogió de hombros, no dijo nada. Volvió la charla al punto primero y contó alguien el caso del dorador que pegó una cuchillada a la viuda con quien quería casarse, y ella no quería, que por castigo de no cumplir el deseo del hombre quedó muerta, y él se fue a meter en el convento de la Trinidad, y también el de aquella desventurada mujer que, por haber reprendido al marido el descarrío en que andaba, le metió él la espada de parte a parte, y lo que le ocurrió al cura que por un lío de faldas se llevó tres navajazos, todo en tiempo de Cuaresma, que es sazón de sangre ardiente y humores retraídos, como queda dicho, Pero agosto tampoco es bueno, ya veis lo del año pasado, cuando apareció por ahí una mujer cortada en catorce o quince pedazos, nunca se llegaron a contar por lo seguro, lo que sí se veía es que le habían metido la cuchilla con mucho más brío y crueldad en las partes blandas como las posaderas y en las pantorrillas, cercenadas, separadas de los huesos, tiraron los pedazos en la Cotovía, la mitad en las obras del conde de Tarouca, los otros en los Cardais, pero tan manifiestos que fueron encontrados fácilmente, ni los enterraron ni los echaron al mar, parecía que de propósito los habían dejado a la vista, para que fuese general el horror.

Tomó entonces la palabra João Elvas, que declaró, Fue una carnicería, y debieron de hacerla aún en vida de la infeliz, porque sería rigor de más tratar así a un cadáver, y porque, cuando lo que allí se veía era lo recortado de las partes sensibles y menos mortales, sólo alguien de corazón mil veces condenado y perdido puede haber practicado tal crimen, seguro que en la guerra nunca viste cosa así, Sietesoles, hasta sin saber yo lo que en la guerra viste, y el que había empezado a contar el caso aprovechó la coma y continuó, Luego fueron apareciendo las partes que faltaban, al día siguiente encontraron en Junqueira la cabeza y una mano, y un pie en Boavista, y por la mano, el pie y la cabeza se vio que era persona fina y biencriada, el rostro mostraba no tener de edad más de dieciocho, veinte años, y en el saco donde apareció la cabeza venían las tripas y más partes interiores, y los pechos, cortados como naranjas, y con ellos un chiquillo de unos tres o cuatro meses estrangulado con un cordón de seda, en Lisboa se han visto muchos casos, pero como ése, ninguno.

Volvió João Elvas añadiendo lo que del caso sabía, El rey mandó poner carteles con promesa de mil cruzados a quien descubriera a los culpables, pero va ya casi un año y nada han descubierto, es posible, y pronto lo vio todo el mundo, que fuera gente con quien no convenía meterse, que los tales homicidas no eran sastres ni zapateros, que éstos sólo hacen cortes en las bolsas, y los de la mujer esa estaban hechos con tal arte y ciencia, sin errar juntura alguna de tantas partes del cuerpo que le cortaron, casi hueso por hueso que los cirujanos llamados a consulta dijeron que aquellos tajos eran obra de persona peritísima en las artes anatómicas, por no confesar que ni ellos sabían tanto. Tras el muro del convento se oían letanías de las monjas, poco saben ellas de qué se libran, parir un hijo y tan violentamente pagar por él, entonces preguntó Baltasar, Y no se supo nada más ni quién era la mujer, Ni de ella ni de los homicidas hubo noticia, pusieron la cabeza en la Puerta de la Misericordia, por si alguien la conocía, como si nada, y uno de los que no habían hablado aún, hombre de barba más blanca que negra, dijo, Serían de fuera de la corte, si vivieran en ella se daría alguien cuenta de que faltaba la mujer y empezaría la gente a murmurar, habrá sido algún padre que decidió matar a la hija por deshonra, y la trajo aquí, despedazada, sobre una mula, o escondida la carne en una litera, para echarla por la ciudad, y puede que allá donde vive enterró un puerco fingiendo que era la asesinada y dijo que su pobre hija había muerto de viruelas, o de humores corruptos, por no tener que abrir la mortaja, que hay gente capaz de todo, hasta de lo que está por hacer.