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Yo jamás había estado ahí, y dada la multitud de mosquitos, insectos y bichos que poblaban la zona, tampoco pensaba poner un pie en ese lodazal en mi vida. Aun así, le hablé a Txema sobre mi trabajo en el área (totalmente inexistente), sobre la «magia del Amazonas» (completamente inventada) y sobre lo barato y fácil que sería el viaje (absolutamente incierto). Le insistí en que no podía hacerse una colección de ríos sin el Amazonas, que eso sería un pecado, y que no podía desperdiciar toda una serie hablando del Duero y el Támesis, esos ríos para ricos con hoteles en cada esquina. El Amazonas es un río con dos cojones, sentencié finalmente con ibérica contundencia.

Dije todo eso bastante borracho y casi por reflejo de automarketing, pero nunca me hice ilusiones. Para un proyecto así, Txema no se arriesgaría con un escritor desconocido como yo. Si nadie te conoce, nadie quiere tus libros. Ni aunque sea tu amigo. Punto. Y sin embargo, meses después, cuando yo ya había olvidado el tema, Txema me pidió un curriculum. Por supuesto, le envié uno que dejaba a Philip Roth como un desempleado en comparación conmigo. Al mes, Txema me mandó un mail diciendo que mi proyecto estaba aprobado. Me ofrecía trescientas mil pesetas y me preguntaba cuándo viajaría.

Aún ahora, no sé si Txema es consciente de lo que eso representó para mí. Pero supongo que sí, porque la paga era una porquería. El editor contaba con que, desde mi punto de vista, lo importante era tener una novela publicada en España o, simplemente, una novela publicada. ¡Y hasta recibir dinero por ella! En Lima me habían rechazado incluso las editoriales que cobraban.

Decidí escribir una historia de lucha contra el río, con una perspectiva social, distinta del cliché del aventurero en el Amazonas. El libro tendría aventuras, y viaje, y animales salvajes, pero también un panorama histórico sobre la injusticia y la miseria de la zona. Escribí varias cuartillas con sinopsis de historias. Preparé mapas con itinerarios para el viaje, y pedí presupuestos de vuelos.

Hasta que tomé conciencia de que yo no podía ir al Amazonas.

Mi permiso de residencia estaba a punto de vencer. Quizá podría salir de España (salir siempre se puede) pero luego no podría regresar. Escribiría una novela y no podría traerla de vuelta. La mandaría por mail y me quedaría afuera, tirado en algún rincón del río, feliz de publicar un libro en algún lugar al que ya no podría volver.

Al principio, pensé que de todos modos valdría la pena. Pero luego, Diana Minetti me contrató, y canceló incluso esa posibilidad. Aunque pudiese salir de España, no podía desaparecer de la escena durante tres meses justo entonces. La perspectiva era deprimente: al fin un editor me pedía una novela en vez de tirármela por la ventana, y yo iba a decirle que no.

Con lágrimas en los ojos, me senté a escribir el mail para Txema rechazando el proyecto. Era lo correcto. Desperdiciaría la oportunidad, pero sería honesto. Diría la verdad. Tal vez, algún día, Txema me llamaría para otra cosa, a pesar de haberle fallado, a pesar de haberle vendido un proyecto que no era capaz de llevar a cabo, señal inequívoca del escritor bisoño con exceso de entusiasmo y confiabilidad cero. Sin embargo, algo dentro de mí se negaba a escribir ese mensaje. Estaba arrojando a la basura mi oportunidad de ser un escritor serio, o al menos un escritor publicado.

Analicé la situación bajo otro prisma: Txema vivía en Barcelona. No tenía por qué notar si yo me quedaba o me iba. Pensé en Emilio Salgari, que había escrito Sandokán y El Corsario Negro y hasta Yolanda, la hija del Corsario Negro sin salir de su pueblecito en Italia. A fin de cuentas, la editorial no me pedía un viaje al Amazonas sino una novela sobre el Amazonas. Podía leerme todo lo que hubiese sobre el Amazonas y escribir algo. Escribir es fácil.

Txema había dicho:

– Si puedes, trata de que sea una novela larga. Los lectores prefieren las novelas de viaje largas.

¿Cómo iba a prolongar una historia sobre un sitio en el que no había estado? Con dos relatos cruzados. Sí, eso estaba bien. Lo de contar dos historias paralelas engorda el libro. Una de las narraciones podía ser histórica, para que no hiciese falta viajar. Y podía ambientarla durante el boom del caucho, la única época interesante del Amazonas. ¿Cuándo coño había sido el esplendor del caucho? ¿En el xvi? ¿En el xviii? Tendría que ver Fitzcarraldo y leer a Up de Graff y alguna cosa sobre El Dorado, quizá. ¿Se llamaba Lope de Aliaga el famoso explorador? ¿O ése era Ponce de León? ¿O no tenía nada que ver con el caucho? Empecé a albergar esperanzas. Podría buscar algunos documentales y artículos en revistas de viaje. Poco a poco, me fui entusiasmando de nuevo con el proyecto. Si la Minetti me daba dinero, Txema Kessler y su grupo editorial me iban a dar prestigio intelectual. Costase lo que costase. Al final, simplemente escribí en el maiclass="underline" «Puedo partir en un mes».

Y apreté Send.

La editorial me envió el contrato un par de semanas después. Temí que hubiese algún problema, porque yo no tenía permiso de trabajo. Opté por no mencionar ese detalle. Puse el número de mi tarjeta de estudiante y firmé. Nadie hizo preguntas. Cuando el dinero llegó, estuve a punto de llorar de felicidad. Compré unos treinta libros. Conseguí libros de viaje, algo de Juan Madrid, reportajes, libros de fotos, uno de Fawcett, guías turísticas, Kingston, crónicas, novelas, Kane, informes ecológicos, Rittlinger (que es un pesado), Quiroga, Rivera, toneladas de material que organizar, sobre todo para la historia del cauchero. El libro tenía futuro.

Al regresar de la Toscana, comencé a trabajar simultáneamente en la novela y las memorias de Diana Minetti. Me sentía un escritor profesional. De hecho, eso era. Me encerraba durante ocho, nueve y hasta diez horas diarias sin dejar de escribir. Le daba cada avance de la novela a Paula, que leía y corregía con una paciencia admirable. Siempre tenía críticas que yo nunca aceptaba al principio, pero luego, ya con calma, terminaba por escuchar. Paula era mi mejor lectora y yo producía mucho que leer.

De hecho, no hacía nada más. No me bañaba, no me movía de la casa, no veía televisión, sólo fumaba y tomaba café mientras escribía. Y por la noche, bebía. Invitaba a los amigos, especialmente a Javi, y ahí, bajo la mirada atenta de mi bisabuelo con sable y uniforme, me ponía a contar la historia de Diana, que daba para horas de conversación. Bromeábamos diciendo que me convertiría en el amante joven de Diana, o me haría adoptar por ella. Inventamos un juego: «Si fueras amante a sueldo de una millonaria de setenta años, ¿qué porcentaje de los ingresos le darías a tu novia?». Javi decía que dejaría a su novia, sin más. Paula pensaba que debía repartirse el dinero con la pareja mitad y mitad. La situación daba para muchos chistes.

Por la mañana me levantaba sin resaca, no sé si por la costumbre o por la emoción del trabajo. Desayunaba con Paula y las noticias. Después empezaba a escribir. Hasta tuve que reducir el horario dedicado a las memorias de Diana porque llevaba un ritmo demasiado rápido. Si seguía así acabaría en un mes, y mataría a la gallina de los huevos de oro.

Mientras tanto, seguía viendo a Diana con regularidad. Ella había vuelto a París. Los fines de semana, tenía que levantarme a las seis para tomar el vuelo de la mañana. Dormía en el metro, en la sala de espera, en el avión, en el bus y llegaba como a las diez a su casa, después de dar un paseo desde el Arco de Triunfo. A menudo la oía rechazar invitaciones por teléfono en todos los idiomas, diciendo que estaba con el periodista español que escribía su vida.

Pero pronto la historia de Diana empezó a descarrilar. Se acabaron los nombres de gente famosa, y por su relato empezaron a desfilar millonarios desconocidos, primos y tíos de Diana sin interés para mí. La mayoría de las anécdotas eran pequeñas peleas domésticas y escándalos de la alta sociedad dominicana. La mayoría de los personajes eran víctimas del más profundo desprecio de Diana, que parecía encontrar liberadora esta ocasión de arremeter contra su pasado. Pero era aburrido. De todos modos, yo fingía escucharla con fascinación, para prolongar el tiempo de trabajo.