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Entre todas las familias dominicanas, Diana estaba obsesionada con una: los Picciardi, que habían estado involucrados en el robo de su herencia. Hablaba de ellos a todas horas, viniese al caso o no, sobre todo para detestarlos con toda la fuerza de su rencoroso corazón.

Por lo que yo era capaz de entresacar de sus enrevesadas historias, los Picciardi mantenían su posición casando a sus hijas según los índices bursátiles. Cada matrimonio aumentaba o disminuía la cotización de la familia en los parqués de Nueva York. Por eso, su mayor crisis fue el matrimonio a traición de Antenor Picciardi, uno de los viejos popes de la familia. Antenor era muy viejo. Estaba a punto de morirse y dejar una gran herencia. Pero se casó con una costurerita. La chica era tan poquita cosa que, cuando él le compraba telas italianas, en vez de buscar un modisto, ella misma cosía los vestidos con su máquina de pedales. Un adefesio de mujer, o sea. Aun así, Antenor se lo dejó todo: las casas, las acciones, los hoteles, el dinero, todo. La familia Picciardi se sintió apuñalada por la espalda, y comenzó un largo y demoledor litigio contra la chica. Para sorpresa general, perdieron. Al final, la costurerita se mudó a Londres y se casó con un búlgaro con problemas de mal aliento y unos modales francamente desagradables. Pero al menos, remataba Diana con una mueca de desagrado, ella logró librarse de los Picciardi.

Todas las historias eran por el estilo. Las semanas pasaban y no entrábamos en el tema de sus hijos, que yo reservaba para cuando no quedase nada de que hablar. Pero las reservas de odio de Diana Minetti alcanzaban para todo el resto de su interminable familia, que por lo visto estaba constituida por personalidades muy importantes que yo no había oído nombrar en mi vida, y que tenían relación directa con lo que ella llamaba «el saqueo de mis posesiones legítimas». A veces, después de hablar pestes durante horas de un completo desconocido, concluía:

– Y ése era mi primo Tony. ¿Sabes quién es Tony?

– No.

– Fue presidente de la República Dominicana, cariño. Tienes que estudiarte un poco todo eso.

Yo prometía hacerlo y por las noches me iba a casa de Mariela. Tomábamos un poco de vino, nos reíamos y no nos tocábamos. Yo amaba a Paula y no quería arruinarlo. Suelo arruinarlo todo siempre, pero esta vez era diferente. Aunque ella no lo sabría nunca, no quería engañarla. Por las noches, volvía a casa de Diana siempre con el último metro y me robaba alguna botella de vino para cenar. Me servía lo que me dejaba Rose en la cocina y me quedaba bebiendo y mirando por la ventana la rueda de la fortuna, que brillaba iluminando la noche de París.

Las sesiones de trabajo con Diana duraban cuatro horas de entrevistas diarias, dos en la mañana y dos en la tarde, y una hora más para comentar los avances en el libro. Conforme yo escribía, Diana iba enviando el texto al periodista cubano Jesús Gómez, el que había escrito el panfleto sobre el caso de su herencia, y él nos mandaba sus opiniones por FeDex. Ésa era la parte más antipática de mi principesca vida en París.

Gómez pensaba que el libro estaba quedando demasiado ligero, que detrás de toda esa «bobada de sociedad» había grandes temas políticos y sociales, y que esos temas debían formar parte de las memorias de Diana. Yo imaginaba que Gómez era un rival que quería mi puesto, y trataba de desacreditarlo sutilmente frente a Diana. Pero ella confiaba en él. Y hacía bien. En realidad, yo ni siquiera entendía los comentarios del cubano, entre otras cosas porque no sabía nada de la República Dominicana. Diana me había dado libros, y tal vez debía estudiar más, pero estaba encerrado en el Amazonas, que era mi novela mía, y en el fondo toda esa historia de gente rica me tenía sin cuidado.

Hasta que una mañana, en su soleada terraza, Diana me recibió con una noticia, que más bien era una orden:

– Te tienes que ir a la República Dominicana. Para que veas de qué se trata.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Y Jesús va a ir contigo. Tengo una secretaria en Santo Domingo que se ocupará de ustedes. Se llama Margarita y es española, como tú. Le pago más que a un gerente de empresa, o sea que tiene que servir para algo. Aunque a veces creo que está confabulada con mis hijos. Da igual, te vas.

A mí no me molestaba la perspectiva de otro viaje, y menos a un país con buenas playas, pero seguía sin papeles. Mi residencia como estudiante ya había vencido, y mi permiso de trabajo como empleado doméstico de Javi aún estaba en trámite. Sin embargo, explicar eso habría sido decepcionar a Diana recordándole que yo no era español. Eso podía ponerla muy triste. Y a mí podía dejarme sin trabajo. Traté de dar largas al asunto. No obstante, Diana estaba obsesionada. Ella parecía tener mucha prisa y yo no tenía ninguna. Pensé en quedarme en Madrid y decir que ya había ido, como con el Amazonas, pero esta vez tendría testigos.

No tenía más remedio que hacer ese maldito viaje.

A mi regreso a Madrid, llamé a mi abogada:

– Oye, necesito salir del país.

– Imposible.

– No. Necesito salir del país de verdad y con urgencia.

– ¿Cuándo venció tu tarjeta de estudiante?

– Hace dos semanas.

– Aún puedes renovarla. El plazo es de un mes. Pide la renovación. Con el certificado de que está en trámite, consigues un permiso de retorno a España.

– No puedo renovarla. No estoy estudiando nada y ya no tengo seguro médico. Te piden el seguro. Tampoco tengo cuenta bancaria. Te piden seis mil dólares mínimo.

– No puedes renovarla.

– No. No puedo.

– Pero puedes pedir la renovación.

– Pero no me la van a renovar.

– No necesitas renovarla. Necesitas pedir la renovación.

– Pedirla.

– Eso es todo.

– Ah.

Decidí iniciar el trámite al día siguiente, en la comisaría de Los Madrazo, metro Sevilla, cerca de Gran Vía. Había estado varias veces ahí. Uno tiene que llegar a las siete de la mañana para conseguir entrar a la comisaría a las doce. Durante todo ese tiempo, permanece de pie en la calle sin importar el calor o el frío, entre vendedores chinos, empleados de locutorio peruanos, obreros ecuatorianos, dueños de restaurantes marroquíes, mendigos rumanos, peones polacos y estudiantes de todas partes, todos igualmente hartos de la cola. A pesar de eso, es una cola muy divertida y políglota donde siempre se conoce gente simpática. Uno se siente feliz de ver cómo la comisaría piensa en nuestra amistad e integración, de verdad, un orgullo. Un abrazo solidario desde aquí para todos los que están dentro y fuera de esa comisaría.

Yo siempre he tratado de ir bien vestido a esas cosas. Desde el principio. Cuando pedí la visa para estudiar en España, fui al consulado muy elegante, porque era empleado público, con traje y corbata y lentes y bien afeitado y, sobre todo, blanco de piel. Entre los requisitos, el consulado exigía certificados de salud mental, ausencia de enfermedades venéreas y no drogadicción, porque, según parece, en España nunca ha habido ninguna de esas cosas hasta que las trajo algún extranjero cabrón. En fin, que con los primeros certificados no tuve problemas (el de venéreas hasta acabaría sirviéndome para certificar mi capacidad de sexo seguro ante la primera chica con la que salí en España). Pero el análisis de drogas, sinceramente, no lo iba a superar. No es lugar aquí para contar detalles, el caso es que justo ese certificado no me lo iban a dar en ese momento. Para qué engañarnos. Así que no lo llevé. Ni lo pedí. En el consulado, cuando llegó mi turno de entrevista, el señor de la ventanilla miró mis papeles y dijo: