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– Aquí falta el certificado de no drogadicción.

Yo puse mi mejor cara de traje y corbata y lentes, con mi blanca piel reluciendo bajo el sol de las colonias, y dije:

– Hágame el favor, señor. Esto me parece una falta de respeto.

Lo dije con genuina indignación de aristocracia herida por esa promiscuidad asquerosamente democrática de pedirles a todos los mismos certificados. Pensé que no serviría de nada, que de todos modos me negarían la visa, pero el señor se disculpó y me la concedió. Fue realmente fácil. Desde entonces, siempre trato de ir bien vestido a esas cosas. Lo más desagradable es que funciona.

La mañana de la cola en Los Madrazo me presenté sin traje ni corbata, pero afeitado y con lentes. Llevé mi libro y pasé el rato conversando con un argelino que me enseñó a decir «Dame tus papeles, hijoputa» en árabe. La cola de esa mañana rompió el récord: seis horas.

Cuando finalmente entré, me dieron un papelito, anotaron mi nombre en un cuaderno y me volvieron a despedir. No recibieron mis papeles. El papelito era chiquitito y tenía unas cifras escritas. Le pregunté al policía de la puerta qué eran esas cifras. Me dijo que ahí estaba la fecha de la cita en que podría entregar los papeles para iniciar el trámite. Era un día de marzo de 2002. Faltaban seis meses.

Por la tarde, llamé a mi abogada:

– Oye, me han dado fecha para dentro de seis meses.

– ¿Has ido a Los Madrazo?

– Sí.

– No vuelvas ahí. Te voy a dar la dirección de sus jefes del Ministerio del Interior. Dejas los papeles ahí y los mandan por correo a Los Madrazo. Ellos sellan el inicio del trámite.

– Pero en Los Madrazo les dirán que ya tengo cita para dentro de seis meses.

– Eso no importa, porque ya tendrás sellado el inicio del trámite.

– Pero ¿y si se fijan en que mis papeles no sirven para nada? Es un detalle importante.

– Ellos no se fijan. Los mandan a Los Madrazo, y en Los Madrazo se fijan.

Me dio la dirección de una oficina cerca de la Castellana, por el metro Nuevos Ministerios. Ocho días después, y sin entender cómo ni por qué, yo volaba a Santo Domingo.

El plan era pasar dos semanas investigando en Santo Domingo, aunque no tenía muy claro qué era lo que iba a investigar. Pensé que, en el peor de los casos, me iría a la playa todos esos días y volvería a Madrid tostadito. De todos modos, preparé en el avión una lista de posibles entrevistados y confirmé mi reserva de hotel, que había sido enviada por la agencia de siempre desde Miami. Me alojaría en un hotel de cinco estrellas. Como un rey.

Mi primera imagen de Santo Domingo es la larga costa bordeada de palmeras que separa el aeropuerto de la ciudad. La segunda, un mamotreto de hormigón en una de las orillas del río, quizá una fábrica de papel o algo así. Santo Domingo era puro contraste: el antiguo casco histórico y los modernos hoteles de plexiglás del malecón. Los ricos en jeeps con aire acondicionado y los pobres a pie. Nada de lo que vieras en un segundo se parecía al segundo anterior.

Cuando llegué al hotel, un dependiente con uniforme chillón chequeó mi reserva y dijo: piso 11. Inmediatamente se acercó un señor, me arrebató la mochila, la puso en un carrito dorado, llamó al ascensor por mí, me expulsó en el piso 11 y siguió de largo con mi mochila en el carrito. Traté de recuperarla y forcejeé un poco, pero se la llevó de todos modos. Aterricé en otra recepción, donde una dominicana en traje ejecutivo me ofreció un café y una sonrisa de tres mil dólares.

– Sí, señor. Su reserva está confirmada. ¿Me puede dar su tarjeta de crédito?

– ¿Mi qué, perdón?

– Su tarjeta de crédito. Es sólo una formalidad.

– ¿La mía? ¿Ahora?

– Puede darme la de su empresa.

Una vez me habían ofrecido una tarjeta de crédito, más o menos un año antes, en Perú. Esa vez respondí: «¿Qué cree que hago yo? ¿Tomar vacaciones en el Caribe?». Ahora no sabía qué decir. Si no tienes una tarjeta de crédito eres una mierda de rico, un guiñapo, un desperdicio del mundo de los negocios. Cuando estaba a punto de salir corriendo del hotel, una voz a mis espaldas dijo:

– Yo me ocuparé de sus gastos.

Como en las películas. Atrás de mí había una mujer guapa y bajita, unos cuarenta años, acento relativamente español. Era Margarita, la secretaria de Diana, y me recibía con una sonrisa sin límite de crédito. Respiré tranquilo. Todo estaría bien.

– Sube a refrescarte un poco y nos reunimos abajo con el señor Gómez.

Mi cuarto estaba en el último piso, en la máxima-súper-primera clase: cuatro espejos, bidé, miles de pociones en el baño, mesa, tele con cable, mi mochila, sillón, balcón con vista al mar azul verdoso y a la ciudad antigua, frigobar. (Es un error darle un frigobar a una persona como yo. Un error divino.) Dejé las cosas y jugué un rato con el televisor: tenía canales peruanos, CNN, MTV, TVE y porno. No necesitaría más. Quería quedarme a vivir ahí, pero debía bajar a conocer a Gómez.

Me metí en el baño, y me lavé la cara mirándome con angustia en el espejito redondo de detectar espinillas. Sabía que Gómez tendría que aprobar todo lo que yo hiciese, así que nuestro primer contacto era un asunto delicado. Por lo que yo sabía, él conocía a Diana desde que ella era una niña y él un periodista de un periódico de papá Minetti. Su biografía era la de un superviviente. Había sido exiliado de Cuba durante el primer gobierno de Batista, y también en el segundo. Gómez se fue a la República Dominicana, y Trujillo lo echó de ahí. En los sesenta, trabajó en España, y Franco lo largó también. En los setenta tuvo que abandonar Chile. Vivía en Miami desde entonces, donde la comunidad en el exilio tampoco lo quería mucho. Así que lo mejor sería llevarme bien con él. Me sequé la cara y bajé.

El recibidor del hotel estaba presidido por una catarata artificial iluminada con luces de colores. Del techo colgaba una gran lámpara de araña, que en caso de caerse podía matar a alguien. Jesús Gómez estaba con Margarita justo debajo de la lámpara. Mi primera impresión fue que no se parecía a la leyenda que yo me había hecho de él. Tenía más de ochenta años y caminaba con un bastón. Parecía dormirse por momentos. Margarita nos presentó con un grito:

– ¡Señor Gómez! ¡Él es el periodista!

– ¿Quién?-preguntó él.

– ¡El periodista español!

– En realidad, soy peruan… -traté de decir. Pero estaba todo perdido.

Él me dijo:

– Ah. Qué tal. Quería decirle que en mi cuarto hay una corriente de aire espantosa.

– ¡No! -volvió a gritar Margarita muy cerca de su oído-. ¡Es el periodista!

Lo llevamos casi en vilo a un comedor vacío que parecía un pabellón de reformatorio superstar, con un bufé lleno de cosas color naranja y violeta. Pedimos de comer. No pedí lo más caro directamente. Me contuve.

Mientras comíamos, Jesús contó que su vuelo había sido un desastre, que los aviones de ahora parecen buses de transporte público. Y el aeropuerto, qué porquería de aeropuerto, y la comida y el país y en fin. Hablaba a gritos porque no se oía a sí mismo. Cuando terminó de quejarse, pasamos al trabajo. Debíamos ponernos de acuerdo en nuestro plan de acción. Yo estaba preparado para escuchar sus lecciones de viejo sabio del periodismo. Él dijo:

– El caso de Diana hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual porque gobiernan los mismos.

Para Gómez, todo el libro de Diana tenía que hablar del caso de la herencia. Era lo único que veía en él, mientras que Diana sólo veía sus fiestas de sociedad. Gómez se despachó con un largo monólogo sobre la continuidad del trujillismo que me pareció producto de una paranoia senil. Después de media hora en ese plan, decidí interrumpirlo y soltar mi idea geniaclass="underline"