Выбрать главу

– ¡Deberíamos hablar con los hijos de Diana!

– ¿Qué? -dijo él.

Margarita se le acercó al oído:

– ¡Que podrían hablar con los hijos de Diana!

– ¿Los hijos?

– ¡Sí! -grité yo-. Yo les diría con sinceridad lo que ocurre. Creo que eso es lo justo y quizá podríamos mediar para que ellos se amisten…

Gómez sonrió con compasión. Luego se puso serio:

– No se te ocurra llamarlos.

– ¿Por qué? Estoy seguro de que podrían llevarse bien. Es decir, son madre e hijos, ¿no? Tienen que quererse.

– Hijo, esta gente no quiere llevarse bien. Son unos comemieldas. ¿Te acuerdas del congresista que se entrevistó con Diana?

Más discursos erráticos y escleróticos. ¿Qué tendría que ver el congresista ahora? Pero no tenía más remedio que seguirle la cuerda.

– Sí, el de la comisión parlamentaria. Vi sus entrevistas en un vídeo que Diana…

– Lo mataron.

– ¿Cómo, perdón?

– No sé si sea por Diana, no creo, se habrá metido en algún asunto de narcos. Quizá se acostó con la esposa de uno. Da igual. Todo está relacionado.

– Bueno, pero a mí no me van a matar, ¿no?

Me reí. Pero Gómez dejó de reírse. Miré a Margarita. Tampoco se estaba riendo. En el silencioso comedor, el aire se hizo más denso. Oí una cuchara caerse de una mesa, pero no vi a nadie comiendo.

– ¿No? -pregunté de nuevo.

– ¿Qué? -preguntó Gómez.

– ¡Que si lo van a matar! -gritó Margarita.

– ¡Ah! No, no te van a matar. A lo mucho te meterán coca en la mochila y las autoridades te cogerán en el aeropuerto. Según en qué celda te pongan, alguien te podría violar accidentalmente. Je, je.

Ahora era yo el que no me estaba riendo.

– Pero bueno -insistí-. ¡Es la familia de Diana! Es un asunto personal.

– Mejor no los llames -dijo Margarita con dulzura.

– Y no le digas a nadie qué estás haciendo -añadió Gómez.

– Y entonces ¿qué digo que hago aquí?

– Invéntate una tesis de Ciencias Políticas o algo así. Eres español. Te tomarán en serio.

– ¿Una tesis? -yo estaba cada vez más desesperado.

– El caso de Diana hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual.

– ¿Una tesis? ¿Sobre Diana?

– Mejor será no tocar ese tema directamente -dijo Margarita con discreción. Ella lo decía todo con discreción.

– A ver, ¿por dónde vamos a empezar? -pregunté rendido.

– El caso de Diana hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual porque gobiernan los mismos.

Y así durante horas.

Gómez pensaba entrevistar sólo a una persona: un americano de ochenta años, que según el viejo había trabajado para la CIA en los años cincuenta. Margarita ya había concertado una cita. No había más que hablar.

El americano se llamaba Ronald Mitchell y vivía en el Gazcue, el barrio de clase alta tradicional al lado del malecón. Su apartamento quedaba al costado de una sede del Partido Reformista de Balaguer, el antiguo número dos de Trujillo. En ese momento, Balaguer ya tenía más de noventa años y estaba ciego, pero seguía postulando a la presidencia. Así que en la puerta de su local había un eslogan de campaña:

QUE NADIE ASPIRE MIENTRAS BALAGUER RESPIRE

Conforme subíamos en el ascensor, di por sentado que con Gómez no iba a entenderme en todo el viaje. Estaba demasiado viejo y demasiado sordo, y sólo podía ser un estorbo para mi investigación. Simplemente, fingiría hacerle algún caso para ganarme su favor y procuraría moverme solo por la ciudad. Antes de entrar en la casa del gringo, la secretaria dijo muy suave pero muy firme:

– Frente a Mitchell, el señor Gómez dirá que él está escribiendo un artículo y que tú eres su ayudante, ¿vale?

– Margarita.

– Dime, cariño.

– Tú eres española. ¿Te parece que parezco español?

– Bueno, quizá. Yo llevo aquí veinte años. En fin, que el señor Gómez dirá que está escribiendo un artículo y tú…

– Lo entendí, sí.

– Vale.

Y me sonrió. Siempre sonreía.

El americano que nos abrió la puerta tenía más o menos la misma edad que Gómez. Nos recibió muy atentamente y nos hizo pasar. Dijo alegrarse de que lo visitasen los periodistas. Nos ofreció café y nos mostró un libro que había escrito sobre Cristóbal Colón. Hojeé el volumen con cara de interés, como todos los editores que hasta entonces habían abierto mis propios manuscritos, y le dije que me parecía muy interesante. Luego lo cerré y nos sentamos. Como estábamos todos en silencio, me sentí obligado a decir algo.

– Verá usted, señor Mitchell. Estamos haciendo una investigación…

– ¿Un reportaje?

No sabía qué responder. Miré a Margarita, que le sonreía a Mitchell muy dulce y eficiente, y a Gómez, que tenía la mirada perdida.

– Una tesis… una tesis y un reportaje sobre…

A él le brillaron los ojos. Se sintió reconocido. Se hinchó de orgullo. Y no me dejó terminar:

– Qué bueno. Aplaudo su interés, porque creo que mi tesis no ha sido bien difundida. Yo he descubierto que Cristóbal Colón, cuyo verdadero nombre era Cristóforo, por cierto, no nació en realidad en Génova sino en un pequeño pueblo llamado Rapallo, cerca de Pisa. Y creo que es positivo que los medios españoles escuchen…

– Perdone, pero nuestra investigación es sobre las élites dominicanas en la era Trujillo, ¿verdad, señor Gómez?

– ¿Qué? -preguntó Gómez.

– Es sobre las élites dominicanas en la era Trujillo -confirmé.

– ¿No es sobre Colón?-preguntó Mitchell.

– ¿Sobre quién? -pregunté yo.

– Cristóbal Colón. El de América.

– No, en realidad, no.

– Ah. Ustedes los españoles nunca escuchan cuando alguien habla de Cristóbal Colón fuera de España. Creen que tienen el monopolio de la verdad.

– Bueno, yo en realidad no…

– Si uno no viene de una de sus universidades, no…

– Es que yo ni siquiera soy español.

– Claro, claro, ya…

Cambió de actitud. Miró nuestras tazas de café llenas con genuino arrepentimiento. La sala se enfrió de repente en medio del calor húmedo de la ciudad. Un largo e incómodo silencio se cernió sobre nosotros. Al fin, Mitchell retomó la conversación, mirándome:

– Sobre la élite.

– Exactamente, sí.

– Usted quiere decir los ricos.

– Sí, más o menos.

– No voy a hablar de eso.

Mierda.

– ¿Perdón?

– No. Cada vez que hablo me caen encima todos. Son mis amigos, ¿no? Nos conocemos desde chiquitos. Hace un par de años conté cosas viejas en una entrevista, cosas de hace cincuenta años. Todos se enojaron. Me dijeron gringo pendejo. Comprenda, son mis vecinos. Al frente vive Manolito Picciardi. Y al costado, tengo el local de Balaguer. Ya le he dicho al jefe distrital del partido que su gente organiza fiestas todos los días, escucha música hasta las cuatro de la mañana y dispara al aire para celebrar. ¿Sabe lo que me ha dicho? «Comprende, pues, gringo, esta gente no tiene educación. ¿Qué esperas?» Yo le dije: «¡Esa gente es tu partido!». Él se rió. Y aquí siguen todos, organizando sus fiestas. Si me pongo a hablar de ellos, la próxima bala atravesará mis ventanas.

Para mí, en ese momento se hundió la entrevista. Y el mundo. Acababa de arruinar el trabajo, y seguía sentado frente a un americano octogenario en alguna ciudad del Caribe, sin tener idea de lo que estaba haciendo, tirado en medio de una historia que no entendía, preguntándome cómo había llegado a ella. Y entonces Gómez, el paranoico, el viejo sordo e inútil que sólo me metía en problemas, dijo de repente:

– Sí, son unos comemieldas.