Papá pensó que había ganado la discusión. Pero al día siguiente, un oficial del Ejército se presentó en la puerta de Minetti Inc. con una camioneta Ford que tenía los cristales rotos, los faros destrozados, la carrocería en forma de acordeón y los ejes desviados. Por las abolladuras del techo, se notaba que los golpes habían sido propinados con un mazo.
– Sus carros no son buenos -dijo el oficial rascándose la cabeza-. Tendremos que rescindir el contrato.
Quizá ésa fue la mayor sutileza a la que llegó el Chivo.
El concurso público se llevó a cabo con un solo postulante: el concesionario de Trujillo. Pero ganar esa disputa no bastaba. Para Trujillo, el poder era un arma que se tenía que dejar sentir, una prenda que había que ostentar. A mediados de la década de los treinta, además, intentaba medir hasta dónde podía llegar. Sabía que ningún dominicano se podía oponer a sus deseos. Y empezaba a preguntarse si los americanos o los europeos se mostrarían igualmente débiles ante él.
Presionó a mi padre con todas las herramientas legales, ejecutivas y financieras que encontró a su disposición, que eran todas las que había. Gravó despiadadamente el tabaco que papá importaba. Y aún fue más ruin. De un día para otro, los inspectores de Hacienda interpretaban la falta de un papel de Minetti Inc. como una grave evasión tributaria, los empleados portuarios retrasaban los envíos, los burócratas no concedían las licencias. El Chivo buscó y aprovechó cualquier argumento o sospecha que pudiese perjudicar a mi padre, con el único objetivo de hacerle la vida imposible. Fue entonces cuando papá entendió que lo único que podía hacer era sacar al Chivo del poder.
No era el único que había llegado a esa conclusión. En el país había otro empresario italiano llamado Domenico Michellangelo, banquero y dueño de ingenios, latifundios ganaderos y plantaciones de café. La familia Michellangelo poseía también el monopolio de la explotación salina, que había sido enteramente secuestrada por el Chivo. Además, la injerencia del dictador en el poder judicial les había hecho perder un litigio por más de dos millones de dólares. Para los Michellangelo, esa pérdida significó el sacrificio de varias propiedades, muchas de las cuales, como era de esperarse, acabaron pasando a manos de Trujillo.
Incapaz de oponer resistencia a semejante enemigo, la primera reacción del empresario fue ofrecerle al dictador una participación en sus inversiones ganaderas con el fin de ganarlo para su lado. El Chivo, que no rechazaba un negocio aunque se lo ofreciera su peor enemigo, mostró interés. Pero pronto entendió Michellangelo que la intención de su «socio» era entrar al negocio para tener una mejor posición desde la cual quitarlo de en medio.
Trujillo pensaba que quien no mostrase una vocación sumisa desde el principio, debía ser eliminado física, social o económicamente, pues de lo contrario daría un mal ejemplo a los otros. Además, gozaba haciendo sentir el peso de sus botas sobre la nuca de la gente. Michellangelo retiró la oferta a tiempo, pero eso incitó más la furia de su peligroso oponente. Ahora, el empresario podía estar seguro de que el dictador terminaría por llevarlo a la ruina.
Michellangelo no era gran amigo de papá, pero había recurrido algunas veces a él como cónsul de Italia. Sin embargo, nunca habían hablado de política. Eran años de miedo. Cualquier infidencia podía llegar a oídos de algún esbirro del régimen, de modo que nadie se oponía en público al gobierno por temor a las represalias. Sólo cuando supo de los problemas entre papá y Trujillo, Michellangelo lo abordó. Ni siquiera lo llamó. Aprovechó un momento distendido en una cena de empresarios:
– He sabido que el Jefe le está haciendo sentir el peso de la ley.
Mi padre trató de contestar lo más diplomáticamente posible.
– No sé si es el de la ley, pero es un gran peso, sí.
Michellangelo se sintió comprendido.
– Quizá lo que este país necesita es justamente un poco más de respeto por la ley, ¿no cree usted?
– Quizá.
Mi padre, en ese primer encuentro, no terminó de ver hasta dónde llegaban las palabras de Michellangelo. Como cualquier conversación en la que nadie sabe para quién trabaja su interlocutor, podía ser tanto a favor como en contra del régimen. Pero Michellangelo continuó sondeándolo durante un tiempo, en cada encuentro, yendo cada vez más lejos.
– Me gustaría que conociera usted a unos amigos -dijo finalmente, tras varios diálogos ambiguos. Y añadió-: Gente interesante.
Lo invitó a un almuerzo en una finca fuera de la ciudad. La invitación se refería a él solo, sin mi madre y sin abundar en la lista de invitados. Papá asistió, sobre todo por la curiosidad que le inspiraba este hombre amable que evidentemente ocultaba algo.
La «gente interesante» que se reunió ese día en casa de Michellangelo era bastante dispar. Había algunos trabajadores del empresario, otros empresarios pequeños y no tan pequeños, algunos profesionales y estudiantes, un par de zapateros, un albañil, incluso un par de militares vestidos de civil. Michellangelo los presentó a todos por su nombre de pila, sin mencionar los apellidos, y la reunión transcurrió en un clima de informalidad. Almorzaron con vino pero con moderación y se conocieron ligeramente, sin entrar en temas polémicos. Cuando Michellangelo presentaba a mi padre, decía:
– Él es Giorgio. Tiene carros.
Todo el mundo mostraba mucho interés por ese detalle, y por los otros con que Michellangelo hacía las presentaciones: «tiene amigos», «conduce muy bien» y, en algún caso, «es un gran tirador».
Papá entendió rápidamente que eso era mucho más que una reunión social, y que su presencia ahí era comprometedora. Pero no abandonó la reunión. Empezaba a abrigar esperanzas de que alguien hiciese algo contra la prepotencia del Chivo. Y pensó que quizá ese alguien podría ser él mismo, con la ayuda de otros rebeldes cansados del poder ilimitado del dictador. Sin embargo, aún en ese punto, todo podía ser una trampa o una estrategia del mismo Trujillo con el fin de conseguir una razón para meterlo preso. De modo que no dijo nada que pudiese interpretarse políticamente en ningún sentido. Nadie más lo hizo.
El almuerzo era un paso arriesgado pero bien medido de Michellangelo, en el que todo el mundo hablaba entre líneas y entendía tácitamente de qué se trataba. Pero ninguno de los participantes pudo decir luego que fue testigo de una conspiración en esa casa. De hecho, entre los invitados había también personas reconocidas por su acérrimo trujillismo, que nunca se llegó a saber si eran traidores o tontos útiles de la conspiración para alejar las sospechas.
Ni siquiera durante los siguientes meses Michellangelo habló con claridad al respecto. Era un hombre que hacía las cosas con mucho cuidado, sin dejar rastros, y aparentemente era el único que manejaba los hilos de lo que ocurría. Los demás imaginaban que había otra gente trabajando para lo mismo, pero nadie sabía quiénes eran exactamente ni a qué nivel estaban comprometidos. Tampoco querían saberlo. Si alguno de ellos era un traidor o caía, no podría delatar gran cosa. En cualquier caso, Michellangelo saldría perdiendo, eso estaba claro. Durante los meses que siguieron a ese almuerzo, los dos empresarios desarrollaron una estrecha amistad en la que pudieron atreverse a criticar al gobierno cada vez con más énfasis.