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En esa época, la manera de hablar sobre el dictador era una señal de intimidad y confianza en el país. Era socialmente bien visto llenarse la boca hablando de las maravillas del Benefactor. Cuando ya se conocía mejor a una persona, se podía criticar con ella tibiamente la gestión de los recursos. Quizá más adelante, se hablaría del estado de la economía. Despotricar contra la falta de libertad y la ridiculez del dictador era un símbolo de hermandad entre los interlocutores. La relación entre Minetti y Michellangelo tuvo que crecer mucho antes de que este último se atreviese a decir con un whisky en la mano:

– Bueno, Giorgio. Tú sabes de qué se trata todo esto, ¿no?

La pregunta encerraba una trampa, pero también una oportunidad. Admitir explícitamente que estaba al corriente era cruzar el punto de no retorno y entrar en el complot. Por otro lado, decir que no sabía de qué le estaba hablando Michellangelo significaría quedar fuera de cualquier riesgo y no darse por enterado de nada. Papá era un hombre que nunca huía de las empresas difíciles, al contrario, para él era un placer el riesgo, siempre que estuviese calculado. Y si algo sabía como empresario, era calcular los riesgos. Sin embargo, ésa fue la primera vez que tuvo que arriesgarlo todo, inclusive la vida. Esa tarde, frente a Domenico Michellangelo, bebió un largo trago de su vaso, hizo sonar los hielos y dijo:

– Nos van a matar a todos.

– Pero ¿estás con nosotros?

– Claro que sí.

En cuanto se pusieron a trabajar, ya no se detuvieron. No tenían apoyo extranjero ni programas políticos. Sólo pretendían que, muerto el Chivo, hubiese unas elecciones normales. Formalmente al menos, Trujillo no era irremplazable, y papá confiaba en las familias de empresarios que conocía y respetaba. Sabía también que nadie se niega a tomar el poder.

Los militares aliados a la conspiración diseñaron la estrategia. El mejor momento para un atentado era alguna aparición pública del dictador, cuando más difícil resultaba protegerlo para su cuerpo de seguridad. Además, la turba podría esconder a los conspiradores fácilmente y la confusión obstruiría el paso de los guardaespaldas por suficiente tiempo, hasta que los francotiradores quedasen a buen recaudo.

Mi padre estaría encargado de proveer dinero y dos vehículos, que debían desaparecer inmediatamente después, huir hacia el oeste y desbarrancarse desde la carretera de salida de la ciudad. Tenían los medios. Tenían la voluntad. Nada, o casi nada, podía fallar.

El atentado se realizaría a la salida de una misa en la catedral de Santo Domingo, a la que el dictador asistiría el domingo por la mañana para el bautizo de uno de sus sobrinos. La catedral parecía diseñada para albergar un magnicidio. Había sido construida en varias etapas durante la colonia, hasta adquirir una estructura muy peculiar con la puerta principal en el costado. Si la víctima sale del edificio por la fachada delantera, deja poco espacio para el disparo y la fuga. Además, el campanario puede resultar un estorbo. En cambio, la puerta lateral, la que más se usa, da a la plaza Colón, que es mucho más amplia y permite apostar francotiradores en las esquinas de Los Condes con Arzobispo Merino e Isabel la Católica.

Como si fuera poco, la catedral tiene un valor simbólico y estético interesante. Su tosco estilo gótico, único en América, le otorga un matiz siniestro, igual que su historia. En tiempos, el pirata Drake encerró y asesinó ahí a decenas de prisioneros, justo al lado del águila imperial española. Su campanario achaparrado, casi burdo, fue construido más pequeño de lo previsto con el fin de evitar que se usase para atacar la fortaleza cercana. Por todo eso, la catedral tiene una historia de guerra, de muerte y de miedo. Perfecta para el plan de papá y Michellangelo.

El 2 de abril de 1935, día previsto para el atentado, los dos vehículos entregados por mi padre esperarían en la calle Luperón, al margen del tumulto que siempre rodeaba las apariciones públicas de Trujillo, listos para rodear el centro y huir cada uno en una dirección diferente. Dispararían al mismo tiempo, dejarían las armas en el suelo y alcanzarían los carros. Después de desaparecer los coches, serían recogidos por otros carros fuera de la ciudad y llevados a lugares seguros en Samaná y Baoruco, donde nadie los buscaría hasta que se calmasen las cosas. Los involucrados pronto volverían a sus labores habituales y, habida cuenta de la cantidad de enemigos del dictador, sería difícil seguirles la pista. De hecho, durante un momento se manejó la posibilidad de culpar a los comunistas del exilio para aumentar la confusión, pero se decidió que no sería necesario. El incidente ya sería suficientemente confuso de por sí y lo mejor era no agitar las aguas aún más.

Me puedo imaginar a los dos socios ese domingo, cada uno en un país, sudando, consultando las noticias y pensando con cada latido del corazón que, quizá, su enemigo yacía fulminado en la plaza Colón.

Pero ese día, Trujillo no asistió a la misa.

¿Sabía el dictador lo que tenían planeado para él? No sólo lo sabía, sino que planeó su respuesta con cuidado. Ese día nadie fue arrestado, los carros se quedaron esperando con los motores encendidos, los asesinos apuntaron a una puerta de la que nadie salió. Para blindarse ante posibles traiciones, los dos líderes conspiradores habían abandonado la capital dos días antes. Michellangelo partió a sus ingenios en el Cibao y mi padre visitó a sus socios en los Estados Unidos. El domingo, tras recibir la noticia de que nada había ocurrido, papá y Michellangelo se pusieron en contacto y decidieron reunirse para planear un nuevo atentado. Supongo que se sentían frustrados pero seguros del éxito del plan. El error no había sido suyo. La logística había funcionado a la perfección. Sólo faltaba una nueva ocasión.

En casa, mi padre anunció su regreso para el martes. Mi madre, que no tenía idea de lo que ocurría, fue a recibirlo al aeropuerto. Esperó frente a la puerta de llegadas durante una hora y media. Pero papá no salió por ahí, sino directamente desde la pista de aterrizaje en un coche de la policía.

Casi a la misma hora, veinticinco conspiradores más fueron apresados y repartidos entre la cárcel de Nigua y la Fortaleza de Ozama. A mi padre le tocó la segunda.

La Fortaleza de Ozama aún se puede ver, y hasta visitar, en pleno centro colonial de la ciudad, sobre un farallón de la orilla occidental del río, a unos cien o doscientos metros de la desembocadura. En un principio, debía servir para proteger la entrada del puerto. Pero el agua ha horadado tanto la piedra caliza del farallón que siempre se temió un derrumbe. Más adelante, su explanada se llenó de viviendas que hacían imposibles las operaciones militares. Un siglo después de su construcción, a principios del xvii, se la declaró inútil y sin importancia. El portal que rodea a la torre fue la última construcción de la colonia española. Tuvieron que pasar varios siglos para que Trujillo descubriera su utilidad.

El dictador la trataba como su juguete. Le ganó unos metros al mar y expandió sus murallas para terminar convirtiéndola en una prisión de máxima seguridad. En su interior permanecían constantemente incomunicados treinta presos en cada celda de cinco metros cuadrados. Muchas de esas celdas no tenían luz, ventanas ni puertas, sólo rendijas concebidas originalmente para albergar francotiradores y agujeros para arrojar a los presos a su interior. De ahí sólo se salía para los interrogatorios y las torturas, que incluían látigos con puntas de hierro, amenazas de muerte, golpes.

Papá, quizá por dignidad, nunca me habló del tiempo que permaneció preso. Michellangelo sí declaró públicamente después que lo molieron a golpes de fusil y bayoneta, que lo enterraron del cuello para abajo cerca del agua, que su brazo quedó paralizado y lo dejaron siete días sin comer, hasta que estaba tan débil que no podía ingerir alimentos aunque se los pusiesen enfrente. No le permitieron bañarse ni cambiarse de ropa en todo el cautiverio, y su único retrete era una lata de querosene. Michellangelo sufrió gripe, fiebres y malaria. Otros testimonios afirman que a los muertos dentro de la cárcel se les dejaba ahí hasta pudrirse, y que la única agua disponible para beber era la que usaban para bañarse los tuberculosos. No había ninguna asistencia médica y las únicas visitas permitidas eran las de chinches y liendres. Pero papá nunca habló de eso.