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A mi madre, el gobierno no le dio ninguna explicación. No hubo una denuncia formal, ni siquiera una carta. Tuvo que enterarse por el Departamento de Estado de los Estados Unidos -que lo había averiguado por sus servicios de inteligencia- de que los hombres de Trujillo habían sacado del avión a papá y lo habían encerrado en la cárcel acusado de conspirar contra el gobierno. A mí me decía que papá estaba de viaje y volvería pronto, y se pasaba las noches en vela a mi lado, como si yo también pudiese ser secuestrada.

Ningún libro puede expresar en su totalidad las vivencias cotidianas de quienes están involucrados en esas circunstancias. Para mi madre, que había sido criada a la antigua y tenía poco interés por la política y los negocios, la noticia de la detención fue un directo al corazón. Para protegerla, mi padre no le había dicho ni una palabra de lo que ocurría. Su primera reacción fue pensar que se trataba de un error.

– Esto tiene que ser un malentendido -decía a los diplomáticos americanos.

– Lo peor, señora, es que no -respondían ellos.

La embajada norteamericana reportó a su país que Minetti era un hombre conocido por su discreción y por la propiedad con que se conducía en sus funciones consulares, cuya detención se debía a móviles políticos. El informe era cierto, pero ocultaba el hecho efectivo de que existió el complot. Si la embajada sabía o no de la participación de papá, es algo que quedará siempre en el limbo de la ambigüedad diplomática. Lo cierto es que con su defensa de mi padre, se defendían también los intereses de multinacionales como Ford Motors, cuyo concesionario era papá. Porque tras la captura de los conspiradores, el gobierno dominicano dio una ley con nombre propio y efecto retroactivo que adjudicaba al Estado la administración de todos sus bienes.

Estados Unidos, Italia e incluso la Alemania de Hitler comenzaron a presionar. Las potencias percibían la detención de papá como un ensayo del gobierno por encarcelar a sus competidores -incluso extranjeros- para quedarse con sus bienes. Se sabía que otros extranjeros como Mitchell estaban en la mira, y Minetti era la llave de esa prometedora caja de caudales.

El proceso judicial -como todos los procesos políticos de la época- fue una farsa. Alguien, quizá algún invitado de aquella vieja cena, había entregado a los conspiradores, pero en poder de la acusación no obraba ni una sola prueba. Tampoco se mostró un gran interés por conseguirlas, pues para condenar a los enemigos de Trujillo bastaba una sospecha. El juicio se realizó un mes después del arresto y no tomó más de quince minutos. La sentencia, que ya estaba mecanografiada antes de empezar la sesión, condenó a papá a cuatro años de prisión. Ninguno de los esfuerzos diplomáticos bastó para que un abogado pudiese visitar a mi padre, ni siquiera para que hubiese testigos durante el veredicto.

Mamá siempre había sido una mujer muy fuerte, pero tras cerciorarse de que ella misma tendría que asumir una enorme responsabilidad si quería volver a ver a papá, su ánimo se robusteció aún más. Casi vivía en las legaciones diplomáticas, buscando una salida, un salvoconducto, un arreglo judicial o extrajudicial. Cuando todo hubo fracasado, ella no se rindió. Por el contrario, decidió transmitir ese coraje a mi padre. Fue a verlo para pedirle que resistiese y hacerle saber que estaban haciendo todo lo posible. Las visitas, por supuesto, no estaban autorizadas. Ella lo sabía pero le daba igual. Bajó del coche sin dudarlo y se acercó a paso firme a la puerta de la fortaleza. Ahí, un guardia se le acercó:

– Señora, no puede estacionar en esta zona.

Ella se volteó hacia el chofer.

– Espérame ahí mismo, que ya salgo.

Y continuó caminando. El guardia trató de insistir, pero mi madre siguió adelante sin mirarlo siquiera. Entonces se acercó al chofer y le explicó lo mismo, ya no con los modales que una dama requiere sino con la simple insolencia con que un hombre armado se dirige a un civiclass="underline"

– Oye, sal de acá, coño, que no te puedes quedar.

El chofer se bajó del coche y le respondió:

– Mira, mi hermano, yo sé que tu jefe tiene cojones, pero la mía da una orden y yo no me atrevo a negarme. Si quieres que me vaya, habla con ella.

El soldado siguió gritando con acento marcial, pero no había remedio. El único modo de sacar el coche era con una grúa o una orden de mi madre, que ya estaba en la puerta. Ahí, un sargento se cuadró y le pidió sus documentos de identificación. Una vez más, ella avanzó murmurando algo así como «muchachito insolente, a mí no me vas a levantar la voz». Ya en el portal, los soldados de guardia cruzaron sus fusiles frente a ella. Ella pasó por debajo de las armas y entró en el recinto. Los soldados se habían quedado tan sorprendidos que no atinaban a nada. Adentro, un grupo hacía prácticas físicas y ella pasó enfrente de todos sin que supiesen quién era. Al fin, apareció el comandante dando gritos:

– ¡Pero bueno! ¿Quién es esa señora?

Los guardias dijeron:

– Una loca, definitivamente.

– ¿Y qué hace ahí, que no la sacan?

– No sabemos. No se deja sacar.

A todo esto, mi madre había llegado ya a la torre y la rodeaba llamando a mi padre en voz alta. El comandante, furioso, reprochó la falta de hombría de sus subordinados y se acercó a ella.

– ¡Señora, usted no puede estar aquí!

– Pues mire usted, ya estoy.

Los soldados miraban al comandante con el gesto marcial y la sonrisa en los o j os.

– Lo siento, pero voy a tener que expulsarla.

– Ajá -dijo ella sin resultar retadora, como si fuese lo más normal del mundo-. Tendrá que hacerlo por la fuerza. ¿Es tan hombre como para golpear a una mujer?

El comandante se vio de repente ante una situación sin salida. No podía sacarla a patadas ni dar esa orden a los mismos soldados a los que había reprochado su falta de autoridad. Cinco minutos después, la supuesta loca estaba hablando con papá a despecho de los fracasos de las potencias internacionales, mientras el comandante amenazaba a sus hombres con encerrarlos en la misma fortaleza si alguien se iba de la lengua.

Mi padre recibió la visita como un bálsamo. Resistía las inhumanas condiciones de la prisión con toda la dignidad que le era posible, con la mirada limpia y la moral alta. Tuvieron un encuentro breve pero emotivo. Aparte de las preguntas de rigor por la familia y del mensaje de ánimo, casi no hablaron. Pero a ambos, la entrevista les permitió renovar sus fuerzas y su confianza en que las cosas mejorarían. Al final, se despidieron mandándose besos y, esta vez sí, los soldados tuvieron que arrastrar a mamá del brazo hasta la puerta. Cuando salió, el guardia de la calle seguía hablando con el chofer, pero había cambiado de tono:

– Por favor, hermano, si el comandante te ve aquí, me voy a meter en un lío. Por favor, muévete…

Mi madre volvió a subir al auto y el chofer le hizo una seña de camaradería al guardia. Luego se fueron tan tranquilos. Porque a ella no había manera de detenerla.

Finalmente, cuando papá llevaba cuarenta y cinco días en la cárcel, la ayuda vino de donde menos se la esperaba. De un italiano llamado Benito Mussolini. Ya he dicho que papá era cónsul de Italia, pero debo añadir que no era cualquier cónsul. Había estudiado esgrima con el conde Ciano, que se convertiría en yerno y canciller de Mussolini, y mantenía con él una relación cercana a pesar de la distancia.

El 15 de mayo, el New York Times publicó un titular que decía: «Italia amenaza a Santo Domingo». Ante la inoperancia de las gestiones diplomáticas, Mussolini se había enfurecido y había asegurado que mandaría un barco a las costas dominicanas si no se liberaba a su cónsul de inmediato. La advertencia no sólo asustó a la República Dominicana sino, sobre todo, a los Estados Unidos, que temían un desembarco en costas tan cercanas.