Para aumentar la presión, Mussolini envió a la República Dominicana un representante personal, un camisa negra gordo y con porte autoritario llamado Migliavata, que hacía sonar sus botas militares más fuerte que las del Chivo, y que llegó a la entrevista de muy muy mal humor. Era la última conversación que Italia ofrecería a Trujillo.
– General Trujillo -dijo el italiano nada más entrar-, nuestro Duce se está impacientando. Usted ha violado la inmunidad de un funcionario diplomático.
– ¡Pero si es un conspirador! -respondió el Chivo.
– Eso lo podríamos saber si hubiese tenido un juicio más regular. En las circunstancias de su condena, dudamos de la veracidad de las acusaciones.
– No hemos hecho nada que no hayan hecho ustedes con sus enemigos políticos.
– Fingiré que no he entendido esa insinuación, general.
– Quiero decir que un régimen fuerte no puede dejarse espantar por…
– ¿Por un cónsul de otro régimen fuerte? ¿Quiere usted decir que la detención de Minetti implica un desafío a la Nación Italiana en su conjunto?
Trujillo sudaba y, cuando se veía perdido, sonreía.
– De ninguna manera, cónsul. Buscaremos una salida. Yo me ocupo.
Eso podía significar que resolvería el problema, o también que mandaría matar a papá.
5.
Diana acabó de leer los últimos avances con los ojos muy abiertos. Acabábamos de terminar los postres y estábamos tomando el café en el comedor, rodeados por murales de deidades romanas. Yo había pedido un coñac y la miraba con expectación. En el texto, había tratado de que su padre no quedase demasiado fascista, pero no había sido fácil. Hasta había salpicado la historia de anécdotas familiares, aunque no estaba seguro de que ambas cosas encajasen. Pero, al margen del estilo, no estaba seguro de que a Diana le gustase lo que leía. Ella se quitó los lentes, con la mirada perdida en las negras nubes parisinas que asomaban por la ventana. No dijo nada.
Bebí un trago de la gorda copa que me habían traído y traté de tomar la iniciativa:
– ¿Por qué no me dijo usted lo de la conspiración de su padre?
– Porque no lo sabía. ¿Estás seguro de eso?
Le mostré los documentos que lo confirmaban. Eran contundentes. Su padre aparecía inclusive en libros de historiadores, estudios y reportajes. Ella no respondió. Yo continué el interrogatorio:
– ¿Y sabía que era fascista?
– Sí sabía que era fascista. Bueno, era italiano. Los italianos eran fascistas. Al menos la gente bien. Pero no era muy, muy fascista. Yo diría que era como un pequeño Berlusconi de los trópicos.
– Por Dios, Diana, era el jefe del Fascio para todo el Caribe.
– ¡Eso no lo pone aquí!
– Claro que no. Esas memorias son de usted. Usted no diría eso.
Se quedó pensando un poco más. Yo también. No teníamos claro hasta qué punto sus memorias podían incluir cosas que no estaban en su memoria.
En realidad, toda la historia de la conspiración era producto de mis conversaciones con historiadores, antiguos empleados de su padre y ancianos periodistas durante mis dos semanas en la República Dominicana. La mayor parte de la investigación la había hecho yo solo. Después de la entrevista con Mitchell, Jesús Gómez se había dedicado a dormir durante el día y jugar a las tragamonedas durante la noche. Gómez ni siquiera había podido contestar a mi intento de entrevistarlo a él, porque estaba demasiado sordo. Así que yo me pasaba el día hurgando en bibliotecas y archivos, y haciendo entrevistas. Y la noche, leyendo y alcoholizándome en el hotel. Las primeras noches había tratado de salir a pasear, pero poner un pie en el malecón atraía a una nube de mulatos que querían venderme coca y putas, y no me apetecía. Tampoco me gustaba que me hablasen siempre como si fuera español. Con esa rutina -y sin nadie con quien hablar aparte de mis entrevistados- había elaborado una investigación muy completa y rigurosa sobre el padre de Diana. Aunque no necesariamente había encontrado las cosas que ella buscaba.
– Hay… hay mucha más información que aún no he usado -continué-. Podría resultar… comprometedora. Además, no sé si estamos haciendo un libro sobre usted o sobre su padre.
– Papá tiene que estar en el libro. Era un héroe. Conspiró contra Trujillo.
– Digamos que era un personaje interesante. Ambiguo. ¿Nunca habló de esto con usted?
– No.
No me sorprendió. Durante todas nuestras entrevistas, Diana no había sido capaz de recordar un solo diálogo entre ella y nadie de su familia. Nada más que generalidades y fórmulas de cortesía. El mundo podía explotar a su alrededor sin que ella perdiese los estribos. Y lo mismo se podía decir del resto de su vida. Ella no hablaba con ninguna persona, más allá de las formalidades de la vida social. A veces, según me dijo, le confesaba algunas preocupaciones a su médico, y eso era lo más lejos que llegaba. No tenía amigas ni amigos ni novios con los que compartiese penas, confidencias o alegrías, porque su mundo era perfecto y no tenía espacio para ese tipo de tonterías. Si yo le preguntaba por sus sentimientos, ella respondía con una lista de ocasiones sociales, eventos, recepciones: galas de soledad.
– Escuche, Diana -traté de explicar-, el libro que tenemos entre manos es muy distinto del que habíamos planeado. Los recuerdos de usted van por un lado, y la historia de su familia, por otro. Para escribir unas memorias coherentes y profundas, como quiere Jesús Gómez, vamos a tener que hablar de política. No sólo necesito sus anécdotas. Son fundamentales sus opiniones sobre las cosas que ocurrían en el mundo.
Ella meditó unos minutos y respondió:
– Conocí a Jacqueline Kennedy, ¿eso sirve? Ella estuvo casada con un político. Pero cuando yo la conocí, ya estaba casada con Onassis. Fue durante un viaje por las islas griegas. Yo iba en el yate de la hija del duque de Marlborough y, en un momento, ella señaló una isla cerca de donde estábamos. Dijo que era Skorpios, la isla de Onassis. Y le comenté que Jackie era mi vecina, y que vivía en el mismo edificio que yo en la Quinta Avenida. «Una pesada», sentenció la duquesa, y despachó el tema con una mueca de cansancio. Luego dio orden al maquinista de acelerar, no fuera a ser que nos cruzásemos con el yate de esa mujer, a la que consideraba francamente insoportable.
Comprendí que esa historia no llevaría a ninguna parte. Daba igual. Diana estaba perdida en sus recuerdos, feliz en su mundo de islas griegas y grandes apellidos, incapaz de detenerse.
– Pero nuestro maquinista era un amigo de mi anfitriona que no tenía idea de barcos, y terminamos encallando en Skorpios. Como era inevitable, pedimos ayuda a la isla. Y llegó a nuestro lado su barco, el Christina. Cuando mi amiga vio que Jackie estaba a bordo, corrió a maquillarse y ponerse simpática para la «pesada». Hay que ver qué mujer hipócrita. Debo decir que Jacqueline fue muy amable con nosotros. Casi demasiado. Se puso la misma sonrisa que usaba para las recepciones diplomáticas, la grande, la única. A mí me inspira desconfianza la gente que sonríe de más, simplemente porque no es necesario y los músculos faciales no dan para tanto. En todo caso, lo que más me llamó la atención del Christina fueron los taburetes del bar. Estaban tapizados con prepucio de ballena.
Y sonrió, con cara de haber dicho algo brillante que arrancaba aplausos en todas las cenas. Diana estaba entrenada para ser encantadora, y lo era. Pero, definitivamente, de política no tenía ni idea.