– Bien, hablemos un poco del trabajo de su padre como cónsul -dije desesperado.
Una vez más, mi idea del libro estaba cambiando. Se iba convirtiendo en una radiografía de la corrupción de la clase dominante latinoamericana, un testimonio que nadie había escrito, contado desde la voz de una protagonista. La otra cara de la moneda de mi novela sobre la miseria del Amazonas. Pero esta historia era mejor, porque era real. Era literariamente perfecta. Hasta podía pensar en una trilogía. El único estorbo ahora era mi protagonista, que insistía en hablar de sus irrelevantes tonterías familiares. Era como conversar con Stalin y que te cuente sus hábitos de desayuno.
El conflicto entre su libro y mi libro se reflejaba en la prosa. Para comenzar, los nuevos capítulos padecían la enorme tensión de narrar las conspiraciones de Giorgio Minetti y a la vez retratarlo ante su hija de manera amable, como un tipo honesto que enfrentaba un mundo hostil. Pero, sobre todo, mi interés por describir a los conspiradores tropicales chocaba con las ganas de Diana de hablar de sí misma. A menudo, incluso ponía en su boca palabras que ella jamás diría, como «concubinato» o «maquiavélico». Ni siquiera estaba seguro de que estuviese familiarizada con esos términos. Por suerte, ella odiaba a los dominicanos, lo cual incluía a toda la gente que aparecería en el libro. Mientras peor sonase todo, mejor para ella.
Las nuevas revelaciones sobre su propia biografía familiar confundían también a Diana. Su historia no era la que ella creía, y no sabía bien qué hacer con ella. Idolatraba a su padre, porque mientras él vivió, la familia fue feliz, al menos según su sentido de la felicidad. Pero el halo de inocencia que envolvía a papá Minetti se estaba desvaneciendo, y eso la hacía dudar. Un día, quería escribir un libro sólo sobre su padre, para limpiar su nombre. Otro día, volvía a hablarme del litigio por la herencia y prefería limitarse a ese tema. Ya no estaba tan segura de publicar una memoria personal. Empecé a sospechar que eran los prolegómenos para que Diana diese el libro por terminado, y a mí por despedido. Quizá ella no quería saber más de su propia historia, porque temía lo que pudiese surgir a la luz.
Por las noches, en su estudio de Saint-Placide, Mariela me decía:
– ¿Cómo has podido decirle lo de su padre? Has debido callártelo.
– Mi trabajo es decirle la verdad. Investigo y se lo cuento.
– ¿Y cómo es que ella no lo sabía?
– Creo que su familia la mantuvo siempre apartada de los negocios. Era la niña de la casa. A las ricas las educaban para casarlas con otros ricos. Así funcionaban las fusiones empresariales. Y de todos modos, en esa casa no se hablaba mucho.
– Ni tú hablarás con ella mucho más si deja de gustarle lo que escribes.
Mariela tenía razón. Diana no quería saber la verdad sino sólo dejar una historia bonita para la posteridad, como los retratos que se mandaban hacer los nobles europeos. En mis investigaciones había encontrado varias biografías de figuras políticas del Caribe escritas por periodistas a sueldo que hablaban hasta de la «virilidad y contextura atlética» de sus biografiados y no escatimaban elogios para esos «excelsos representantes de la cubanidad». Los biografiados pagaban libros que hablasen bien de ellos y luego financiaban anónimamente su publicación mediante fondos editoriales universitarios. Los libros no eran ningún éxito editorial, pero quedaban para la posteridad, aunque fuese en oscuras bibliotecas de Miami. Diana, de hecho, nunca había hablado de publicar sus memorias. Tal vez quería simplemente algo así, una hagiografía, una oda, un elogio, y yo estaba tratando de convertir ese pasquín en el libro que revolucionaría la historia del Caribe.
– Me da igual que no revoluciones la historia del Caribe -dijo una noche Mariela-. Pero me daría pena que no vuelvas a París.
Todo se venía abajo. Mis viajes a París empezaron a espaciarse. Con frecuencia, Diana dejaba pasar varias semanas -cada vez más- sin llamar. Yo no me atrevía a hacerlo.
Para colmo, cada vez era más difícil viajar. Mi permiso de retorno había expirado. Y mis nuevos papeles se estaban retrasando. Para agravar las cosas, desde el 11 de septiembre, la seguridad en los aeropuertos se había redoblado. Pedían identificación, documentos, tarjetas de residencia. Y yo no tenía nada de eso.
En los últimos viajes del año, desarrollé una estrategia arriesgada pero eficaz para pasar los controles de seguridad: cuando me pedían mis documentos en España, mostraba mi residencia vencida y decía que en París tomaría la conexión para volver al Perú. Eso no era ilegal y, en cualquier caso, me estaba yendo de España. Mejor para ellos. Uno menos.
Luego al volver, en Francia, cuando me pedían los papeles montaba un escándalo:
– ¡Soy un ciudadano español y no tengo obligación de mostrar ni un puto papel para moverme al interior del espacio de la comunidad europea signataria del Acuerdo de Schengen! -me indignaba muy en francés legal.
En esos días, el aeropuerto Charles de Gaulle estaba lleno de policías armados y por los altavoces se anunciaba que los equipajes sin dueño encontrados en los pasillos serían automáticamente destruidos. No se podía llevar ni una navaja de afeitar. A los árabes de cualquier condición les pedían papeles extras y les preguntaban varias veces cuál iba a ser su recorrido, para ver si se contradecían. A las mujeres les quitaban los velos y las revisaban. Al menos yo tenía cara de español. Cuando me enojaba, los funcionarios se disculpaban conmigo, me explicaban que la cosa era sólo con los extranjeros y aceptaban como identificación mi tarjeta de estudiante, que no consignaba mi origen. Yo esperaba que la treta durase lo suficiente, porque no se me ocurría otra.
Luego comprendí que no necesitaría ninguna treta más. Porque después de las vacaciones de Navidad, Diana dejó de llamarme definitivamente.
En Madrid, las cosas no andaban mucho mejor. De hecho, no tuve mucho tiempo de pensar en lo de Diana, porque surgieron nuevas complicaciones por el lado más inesperado, el que nunca habría creído: mi siempre cariñosa y maternal tía Puri.
Una vez al mes, sin falta, yo almorzaba con tía Puri y su esposo el Veterano, y les llevaba el dinero del alquiler. La pasaba bien en esos almuerzos. El Veterano no paraba de contar historias de la Guerra Civil. Los amigos de la pareja estaban aburridos de él, pero a mí me divertían sus batallas y sus narraciones sobre cómo perdió la pierna o qué porquerías comían en el campo de batalla. Para el Veterano, el tiempo parecía haberse detenido en 1939. Su única manera de entender el mundo era a través del prisma de la guerra: la gente se dividía en «rojos» y «fachas», el mundo se dividía en buenos y malos y su guerra aún continuaba. Como ya estaba muy viejo, no recordaba mucho más de la vida. De hecho, pensaba que yo era chileno. Siempre me comentaba cosas bonitas de Chile, a veces hasta me cantaba el himno chileno y elogiaba que Pinochet hubiese entrado a tiempo a salvarnos del enemigo comunista. En fin, nunca creí que diría esto de alguien que defiende el asesinato de diez mil personas, pero a su manera, el Veterano era tierno.
Tía Puri también era una veterana de la vida. Y sobre todo, una veterana del amor. Durante la guerra, mientras su futuro esposo se batía en las trincheras, ella huyó de casa con su novio de juventud. Años después se metió a monja, pero abandonó los hábitos cuando se enamoró de un productor de Hollywood. Con los años, dejó al productor por un diplomático colombiano veinte años mayor que ella, al que acompañó hasta su muerte. Y finalmente, con más de setenta años cumplidos, se casó con el Veterano ante la oposición de mi abuela, que creía que se estaba casando con un trabajo de enfermera. Pero tía Puri tenía un instinto romántico para vivir, y no había desperdiciado ninguna oportunidad de amar.
Con esa ajetreada historia, tía Puri era una extraña mezcla entre mujer cosmopolita y señora conservadora. Había recorrido mucho mundo, pero consideraba que si hay tantos pobres en el planeta es porque ellos quieren. Cuando le dije que me mudaría con Paula, nos permitió quedarnos en su casa, pero sólo si mi madre estaba al corriente. No le preocupaba que viviese en pecado, pero no le gustaba que me hubiera enamorado de una extranjera. Creo que no había notado que yo también era extranjero. Y ateo. Y rojo (bueno, sólo cuando hace falta). Y alcohólico. El día que sepa todas esas cosas, a la pobre le va a dar un soponcio.