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En fin, al que sí le dio un soponcio fue al Veterano. En uno de mis regresos de París, me enteré de que lo habían hospitalizado por una obstrucción arterial. Mi tía Puri estaba desesperada. Se había despertado una noche y lo había encontrado tirado en el suelo, agitándose para tratar de llegar a su silla de ruedas. Cuando fui a visitarlo al hospital, conocí a sus dos hijas, que apenas lo habían visitado en cinco años. Tía Puri y las hijas se llevaban muy mal. Una mañana, a gritos en el pasillo del hospital, una de ellas la acusó de tratar de envenenar a su padre.

Como la situación era muy grave, las tres mujeres aparcaron sus diferencias, al menos hasta el desenlace fatal. A su edad, sin pierna y con la cabeza como la tenía, nadie esperaba que el Veterano sobreviviese. Pero contra todo pronóstico, no murió. Después de una semana en la Unidad de Cuidados Intensivos, pasó a una habitación, y finalmente fue dado de alta. Esta vez, las hijas lo acompañaron de regreso a su casa, con la certeza de que no le quedaba mucho de vida.

Haré la historia corta: a los tres días, tratando de entrar en su casa después de las compras, la llave de tía Puri se trabó. Pensó que se habría estropeado y tocó el timbre. Al abrirse la puerta con la cadena puesta del otro lado, asomaron las hijas del Veterano:

– Hemos cambiado la cerradura.

– ¿Cómo que han cambiado…? Ésta es mi casa.

– No. Es la casa de nuestro padre. Y tú lo estás envenenando para quedarte con ella. Pero no te lo permitiremos.

Antes de que cerrasen, mi tía logró ver sus lenguas bífidas sacudiéndose de placer.

En España, si un hombre muere, su pareja tiene derecho a permanecer en el domicilio conyugal. Las hijas, viendo cercana la muerte del viejo, decidieron prevenir esa eventualidad. A fin de cuentas, el Veterano no era ya capaz de valerse por sí mismo. Y así, de esa forma injusta y despiadada, terminó el último amor de mi tía Puri, la mujer que nunca se negó a querer.

Y así, por supuesto, terminó mi contrato preferencial de vivienda. Mi apartamento, reservado para crisis humanitarias de la familia, ahora tenía en lista de espera una nueva ocupante.

Yo pensaba que, de todos modos, ya era hora de mudarnos. Tía Puri había sido demasiado generosa y seguía siéndolo. Yo había acabado de estudiar, y tenía un trabajo. Era hora de dejar atrás la casa, la Biblia, el retrato del bisabuelo y los crucifijos, como recuerdos de un tiempo pasado.

Pero, una vez más, me equivoqué: los tiempos difíciles no habían pasado. Estaban empezando.

Si eres extranjero, encontrar un piso en Madrid puede ser como encontrar una nevera en el infierno. Al oír tu acento en el teléfono, los propietarios imaginan a hordas de gitanos y sudacas arrancando los váteres y levantando los pisos, y así es muy difícil que confíen en ti. Paula y yo empezamos a despertarnos todos los días a las siete para comprar la revista de anuncios clasificados bajo el frío de diciembre. De siete a ocho, marcábamos los pisos que podíamos pagar. A partir de las ocho, comenzábamos a llamar por teléfono. La primera llamada fue más o menos así:

– Hola, llamo por el piso del anuncio.

– ¿Y te mudarías tú con quién más? No es que importe, pero…

– Con una amiga.

– ¿Es tu amiga o tu novia? No es que importe, pero…

– Es mi novia.

– ¿De dónde dices que eres?

– Del Perú.

– ¿Y ella?

– De Brasil.

– ¡Brasil! No será negra, ¿no? No es que importe, pero…

No nos dieron ese piso. Ni el siguiente, ni el siguiente, ni el siguiente. A menudo, con sólo oír mi acento, decían que el piso estaba alquilado. Le decían lo mismo a Paula. Algunos nos permitían ir a ver los pisos, pero luego nunca nos escogían entre los candidatos. Muchos de los propietarios, además, exigían nómina de trabajo o un aval. Ninguno de nosotros tenía nada de eso. En teoría, ni siquiera trabajábamos. Al final del primer mes de búsqueda, empezamos a temer que esto iba a ser más difícil de lo que parecía. Mientras tanto, mi tía presionaba -con toda razón- para que yo soltase el piso. Y yo, dadas las circunstancias, me sentía como una cucaracha. Solíamos tener diálogos como:

– Estoy buscando el piso, tía, pero no es nada fácil. Con lo de ser extranjero…

– Pero tú no eres cualquier extranjero. Eres como un europeo más. Tienes educación y buenas costumbres…

– La gente que viene a vivir a España también tiene buenas costumbres: las suyas.

– No, hijo, perdóname pero no. Hay barrios horrorosos llenos de inmigrantes que no son como tú sino… de los otros. Y son muy desagradables. Yo lo veo por la gente que ha trabajado en mi casa: las marroquíes son limpias, pero no hablan ni una palabra de español. Las peruanas y colombianas hablan mejor, pero son muy mugrientas. Y además, en cuanto tienen los papeles, se van.

– ¡Claro que se van! Porque no han venido a ser empleadas domésticas. Para eso se quedaban en sus países.

– Horrorosas, hijo.

Tradicionalmente, en nuestros almuerzos, cuando la conversación se empezaba a poner incómoda, el Veterano contaba alguna anécdota de la Guerra Civil, todos cantábamos el himno de Chile y la sobremesa se perdía por otros caminos. Pero ahora, ese escape había desaparecido.

La urgencia de encontrar piso empezó a crear un mal ambiente entre Paula y yo. Cada mañana, Paula salía a buscar y volvía con las manos vacías. Yo me quedaba en casa escribiendo con la excusa de que era el que trabajaba, pero en realidad, conforme los viajes a París se espaciaban, también el dinero empezaba a desaparecer. Paula y yo nos culpábamos mutuamente de la desgracia, y sosteníamos largas discusiones que terminaban con lágrimas de rabia e incertidumbre. Empezábamos a preguntarnos si valía la pena pasar por todo eso para seguir juntos. Nada había podido separarnos tanto como la maldita búsqueda de piso.

En esa situación, todo me ponía terriblemente tenso, incluso las llamadas de mi familia desde Lima:

– ¿Y cómo va todo? ¿Has conseguido un trabajo de verdad?

– No, papá. Sólo el de la señora Minetti.

– ¿Y papeles?

– En realidad, no.

– ¿Y vas a publicar algún libro? ¿O te van a producir un guión?

– Bueno, la verdad, tampoco.

Llegó un momento en que entendí que ellos sólo querían escuchar que yo estaba bien. Tu familia es como un gran ojo de tu pasado que te observa porque te quiere, pero al que no puedes decepcionar porque sabrán que eres un fracasado y se lo dirán al resto de la ciudad y del Perú que te espera para echarte en cara que eres un desastre y que ya nunca volverás a salir de ahí. Entonces aprendes a contestar el teléfono así:

– ¿Y? ¿Cómo va todo? ¿Conseguiste un trabajo de verdad?

– Parece que sí. Me han comprado unos guiones y colaboraré con una revista.

– ¿Y papeles?

– Con esas dos cosas podré iniciar el trámite. Es un trámite simple, será rápido.

– ¿Y vas a publicar algún libro?

– Estamos negociándolo con dos editoriales. Veremos qué pasa.

Y tu familia cuelga feliz, porque su hijo ha triunfado. Y empiezas a recibir correos de tus amigos, que quieren saber cuándo se estrena tu película en Lima o cómo se llama el premio literario que te has ganado o si vas a volver ahora que trabajas para la BBC. Y entonces, entre todas las mentiras que tratas de hilar, entiendes que a la gente le basta con eso, prefieren las mentiras agradables que las verdades duras. Quizá la vida sea un poco como la literatura: un montón de mentiras bonitas para soportar las verdades.