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Cuando todo parecía perdido y pensábamos que acabaríamos durmiendo bajo un puente, una inmobiliaria nos ofreció un piso perfecto cerca de Plaza de España: un lugar amplio, con espacio independiente para escribir, en un quinto piso, frente a los cines de versión original. Costaba mucho más caro de lo que teníamos planeado, pero era un sueño. Y en cualquier caso, no había opción. Teníamos que dejar el apartamento de mi tía cuanto antes. Decidimos tomarlo.

Ya íbamos a firmar el contrato cuando recibimos una llamada del agente inmobiliario. Hasta ese momento, había mostrado mucha seguridad para ofrecernos el piso, pero ahora había duda en su voz:

– Verás, va a haber una reunión con los propietarios. Una rutina, para que os conozcáis. Quizá sería bueno… No sé cómo decírtelo…

Él no era capaz de completar la frase. Pero yo sí:

– Fingir que somos europeos.

– Hombre, no exactamente… En realidad…

– ¿En realidad qué? ¿Qué exactamente?

– No te lo tienes que tomar así, joder, es que…

– ¿Y cómo me lo tengo que tomar? Somos extranjeros, coño, ¿y qué? Podemos pagarlo. Tenemos el dinero. ¿Esto no se trata de dinero?

– No se trata de eso, es que no confían…

– ¿Y si fuéramos maricones?

– ¿Qué?

– Maricones, gays, homosexuales, ¿y si fuéramos maricones pero europeos? Al menos uno europeo, ¿eso les vale?

– Hombre, supongo que sí. Son un poco fachas y eso, tú sabes, pero la pela es la pela. Los gays siempre pagan sus alquileres a tiempo. Están muy bien considerados en el mercado.

– Perfecto. Mañana a las ocho. Y tranquilo, tendrás tu comisión por este piso.

– Hombre, muchas gracias, ¿eh? Ojalá todo el mundo fuera tan comprensivo.

Colgué y llamé a Javi. Tenía voz de acabar de levantarse. En el fondo de la línea sonaba un videojuego de guerra. Le pregunté:

– ¿Qué tienes que hacer mañana?

– Nada, tío. Si yo nunca hago nada. Tengo un nuevo juego de fútbol…

– Olvídalo. Me tienes que ayudar.

Javi no quiso ni oír hablar del tema. Costó horas de cervezas y porros animarlo. Le dije que sería divertido y que él no tendría que firmar nada. Sólo tenía que ser español. Dijo «me cago en la puta» ochenta veces, preguntó qué pasaría si, por casualidad, alguno de los propietarios conocía a su padre, pero acabó aceptando.

Al día siguiente, dragamos su guardarropa para ver si tenía algo decente que ponerse, y no sólo decente: gay. No gay de verdad, sino lo que los propietarios podrían concebir que es gay. Debía ser algo atrevido, a ser posible exagerado, que no dejase lugar a dudas. Paula nos ayudó a vestirlo con una camisa negra y un pantalón que podía gangrenarle la pierna al menor descuido. Después hubo que cortarle el pelo, desenredarlo y teñirlo de un color decente. Hasta lustré sus zapatos y le compré un colirio para atenuar sus ojos enrojecidos. Finalmente, vino el entrenamiento de personalidad. Le hicimos practicar oraciones subordinadas sin tacos ni jergas. Le costó, pero al final quedó irreconocible y perfecto.

Yo me corté el pelo y me puse un abrigo de mi padre y una bufanda de alpaca que parecía carísima. Me afeité. Antes de salir, tomamos una copa. De whisky, claro, pero sólo una.

Los propietarios del piso eran una pareja que parecía sacada de la familia Monster. De entrada nos miraron de pies a cabeza y con desconfianza. La vocera era la mujer, que chirriaba al andar, como si estuviera oxidada. No hablaba sino crujía:

– ¿A qué se dedican?

– Él es escritor y yo estoy en par… -empezó Javi, con esa estúpida manía de decir la verdad que creo que venden con la PlayStation.

– Yo soy traductor independiente y Javi trabaja para una transnacional de comunicaciones -interrumpí a tiempo-. Mientras arreglan los detalles de su contrato indefinido, yo avalaré la operación. Después les podremos mostrar su nómina definitiva.

Nuestra inquisidora pareció satisfecha.

– ¿Y ustedes estarán solos? No queremos subarriendos ni huéspedes.

– Tenemos un ama de casa brasileña estupenda. Cocina como una diosa. A veces duerme en casa. Pero no es nada de nosotros. No solemos recibir mujeres.

El esposo no pudo contener una risita. Su mujer lo miró con severidad y continuó:

– ¿Animales?

Pensé en mi gato. Era un desastre de bicho. Lo habíamos recogido de la calle en medio del invierno y lleno de parásitos. Se cagaba por toda la casa y Paula lo disculpaba siempre diciendo que había tenido una infancia muy difícil.

– No nos gustan los animales. Restan intimidad.

Otra respuesta ganadora. Javi se limitaba a mirarme, pero eso le daba un aire tímido, de gay que acaba de salir del armario. Yyyy finalmente… la pregunta decisiva:

– ¿Eres argentino?

Ésa es la manera elegante de preguntarlo.

– No, soy peruano. Pero toda mi familia es española y viví aquí mucho tiempo. Ahora he vuelto. Tengo un tío escritor: Toribio Vega y Centeno.

Sólo por su mirada de alivio y tranquilidad, supe que lo habíamos logrado. Me dijo que había leído a mi tío y le gustaba mucho. Perfecto. Era la hora de nuestro contraataque:

– No termina de convencernos la calle. ¿No será muy ruidosa?

La estrategia era no suplicar: exigir y criticar. Como si uno tuviera muchas opciones. Así el otro cambiará de actitud:

– No, no, no, de ninguna manera. Sólo están los cines en esa calle, y son de versión original, va gente culta y bien educada.

Vamos bien. Ahora la duda y la consulta de la pareja:

– No lo sé. No termina de convencerme. ¿Y tú qué opinas, Javi?

– Bueno, no sé, haremos lo que tú quieras.

El propietario volvió a soltar una risita nerviosa. Imaginé que un homosexual era algo que sólo conocía por las películas, afortunadamente. Su mujer salió a defender el piso:

– ¡De verdad, les encantará! Yo misma viví ahí mucho tiempo…

Cuando oí que nos trataba de convencer, salí de dudas: cerraríamos el trato. Al final, hasta ofrecieron colocar una nevera.

Al salir, Javi dijo:

– No quiero que vuelvas a meterme en ninguna de tus payasadas, tío.

– Qué lástima, porque podríamos ser un éxito, cariño. Tú y yo hasta el fin del mundo.

Le tomé la mano y lo besé. Javi trataba de estar serio, pero se le daba muy mal. Se rió y nos abrazamos. Paula nos esperaba en la esquina, y nos fuimos todos a celebrar. No sé por qué, cuando pienso en mi amigo, siempre recuerdo su imagen levantando la copa, con su pelo teñido y su pantalón apretado. Gran tipo, Javi. Un saludo para ti desde aquí, hermano. Hace mucho tiempo que no nos vemos.

Tuve que desembolsar dos meses de adelanto, otro mes para la inmobiliaria y congelar en una cuenta seis meses de aval. Casi diez mil dólares. Todo el dinero que había cobrado de Madame desapareció en la operación. No terminaba de ser rico y ya había vuelto a ser pobre. Es lo que tiene el dinero, el muy canalla.

Pero logramos mudarnos, y yo recuperé las dos cosas más importantes de mi vida: la sonrisa de mi novia y la tranquilidad para escribir mi libro del Amazonas. Estaba tan obsesionado con el trabajo que a veces creía estar en el río. De tanto leer las crónicas de los viajeros, sabía adónde llevaba cada afluente, y qué especies animales se encontraban en cada región. En cierto momento de la historia, los personajes empezaron a liberarse de mí. Su mundo tenía ya contornos tan claros, tanta densidad y globalidad que les permitía actuar independientemente de mi voluntad. Yo era sólo un testigo de sus marchas y contramarchas, un relator de sus aventuras.

De alguna manera, mi viaje al Amazonas era reaclass="underline" cada línea de mi libro podía ser verificada y ratificada por una cita o una fotografía. Hasta me regodeaba en las armas de los indios y los procedimientos para producir el caucho, en la inmundicia de ciudades desconocidas y la soledad del mundo salvaje. Yo nunca había estado ahí, pero esa miseria era verdadera, como los sentimientos de sus personajes. En todo caso, ese mundo era tan real como el de Giorgio Minetti, que yo también conocía por fuentes ajenas, no por testimonio propio.