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O sea, muy lindo todo, muy poético. Pero nada de eso me solucionaba el problema del dinero. Teníamos una casa nueva, pero nos alimentábamos a base de sopas de sobre y tabaco. Vivíamos frente al cine, pero nos contentábamos con mirar los carteles de las películas y ver la televisión. Nuestros muebles eran basura recogida de la calle (para recién llegados a Madrid, recomiendo seriamente el barrio de Salamanca. Basura de lujo. Puedes encontrar hasta sofás en buen estado, y a veces no tienes que pelear a navajazos contra un gitano por ellos).

No podría seguir con mi novela si no conseguía ingresos. Tampoco podíamos seguir viviendo así. Necesitábamos un trabajo. O robar un banco.

Una tarde, hojeando distraídamente el libro abandonado de Diana y su documentación, comprendí que sí tenía una forma de ganar dinero. Una forma efectiva, aunque no muy ortodoxa: quizá Diana no quería pagar para que yo escribiese su libro, pero sin duda pagaría para que no lo escribiese.

Con la información de que disponía, yo podía escribir sobre los negocios sucios del viejo: sus asuntos con Mussolini, sus arreglos con Trujillo, sus enjuagues con el FBI y su hermano espía. Podía contar la misteriosa historia del hermano de Diana. Con todos esos datos en mi poder, Diana comprendería que era mejor no enojarme. No querría que muchas historias de su padre saliesen a la luz. Ella estaba acostumbrada a tratar con mafiosos, y yo estaba haciendo un curso acelerado.

Escribí un capítulo bomba con los turbios asuntos de Minetti antes de la Guerra Mundial. Reuní todas las cosas que no le había contado a Diana. Si antes temía enojarla, ahora quería aterrorizarla. Supongo que estaba planeando un chantaje, una burda extorsión, pero tenía la certeza de que Giorgio Minetti, mi personaje, me habría comprendido perfectamente. Como yo, él también era un inmigrante. Sabía lo duro que es buscarse la vida, y sabía que la ley a menudo no es una ayuda, sino un escollo que salvar.

6.

El 1 de junio de 1935, Trujillo cedió a la presión internacional y liberó a papá con una única condición: debía abandonar la República Dominicana de inmediato.

Papá -y con él toda la familia- se exilió a la vecina isla de Cuba, donde recuperó la representación de la Ford Motors, y sus relaciones con Italia siguieron fortaleciéndose. Su mezcla de encanto personal y éxito en los negocios le valdría el nombramiento de cónsul general en el Caribe, las medallas de la Corona y la República, y lo que él más apreciaba, la Orden de Caballero del Trabajo. Italia llegaría a ofrecerle hasta un cargo de senador vitalicio. Pero yo no diría que era muy, muy fascista. Digamos que era como un pequeño Berlusconi de los trópicos.

En el fondo, para él, todo se trataba de negocios. La invasión de Etiopía le permitió refundar Minetti Inc. Italia necesitaba comprar automotores para sus ejércitos sin revelar sus planes militares. Papá, gracias a la Ford, los compraba en Estados Unidos y los vendía desde Cuba. Además, en su doble calidad de cónsul y empresario, mantenía informados a los italianos de los movimientos comerciales de Estados Unidos hacia Europa y, sobre todo, de las compras y ventas de armas en la región. Desde luego, era generosamente remunerado por esa información. Y, sin embargo, a la larga, los costes serían más altos que los beneficios.

En 1938, la diplomacia norteamericana empezó a investigar a todos los residentes en el Caribe vinculados al fascismo. Y todos los caminos llevaban a la oficina de Minetti Inc.

Trujillo encontró la ocasión perfecta para vengarse de papá. El gobierno dominicano difundió rumores sobre las actividades de espionaje de papá y sobre su autoridad en el Fascio. La guerra de información desatada proclamaba el «antinorteamericanismo radical» de Giorgio Minetti, y los medios de prensa de Trujillo promocionaron la detención de papá en 1935 como un ejemplo de que la República Dominicana fue «uno de los primeros países que se opusieron abiertamente al fascismo y sufrieron la prepotencia de sus líderes».

A mi padre, la campaña de desprestigio lo tenía sin cuidado. Pensaba que, en la medida en que tenía el apoyo de la Ford Motors, tendría el de Estados Unidos. Pero la cosa llegó aún más lejos: el apellido Minetti se había convertido en un insulto para el Chivo, y ya no se trataba de política, sino de odio. Mi familia debía pagar el precio de haberle dicho que no al Jefe. Hasta las cosas más ridículas podían hacer estallar la tensión contenida. Y en efecto, fue una cosa ridícula la que aceleró los problemas, una cosa tan ridícula, tan insignificante y absurda que respondía al apodo de Pipí.

Un día de marzo de 1940, el capitán del Ejército Romeo Trujillo (alias Pipí), hermano del dictador, chocó en su coche contra un funcionario de la legación italiana en Santo Domingo. Cuando el pobre funcionario bajó a protestar, Pipí, que estaba ebrio, le apuntó con un revólver a la cabeza.

– ¿Tú sabes quién soy yo? -dijo-. ¿Ah? ¿Sabes quién soy?

El italiano lo sabía, pero no podía siquiera pronunciar una palabra. Y se le hizo más difícil responder cuando Pipí le metió el cañón en la boca.

– Tranquilo, por favor -balbuceó-, yo sólo quiero llegar a un acuerdo.

– Conmigo no se llega a acuerdos, extranjero comemierda. Conmigo se hace lo que yo diga, coño.

– Está bien, pero por favor, no se altere.

– Yo no me altero. Si me llego a alterar, te mato, ¿me oyes? Y agradece que estoy de buen humor.

Luego le ordenó que se arrodillase de espaldas y contase hasta cien. Disparó varias veces, pero el italiano no se atrevió a voltear temiendo que alguno de los disparos fuese para él. Cuando el italiano terminó de contar, Pipí había desaparecido y las llantas de su auto tenían todas agujeros de bala.

La legación no quiso hacer un gran escándalo internacional por ese detalle, pero elevó la queja correspondiente y aprovechó para protestar porque el mismo Pipí había estado robándole madera a la familia Picciardi, de procedencia italiana.

El Estado dominicano pidió disculpas oficiales, pero Pipí estaba furioso. Decía que los dominicanos no tenían por qué humillarse ante esos extranjeros ni dejar que nadie de afuera les dijese cómo gobernar su país. Por presión suya, y debido a un retorcido sentido de compensación, un día de abril del año 40 mi tío Francesco, hermano de mi padre, fue acusado de espionaje y arrestado en la República Dominicana.

El tío Francesco sí era un espía, pero no a sueldo del Estado italiano, sino por encargo de papá, que necesitaba mantenerse informado sobre la República Dominicana. Así que, ante su arresto, Italia negó las acusaciones oficialmente. Habrían hecho lo mismo si él hubiese sido un verdadero espía. De todos modos, para papá lo más importante era siempre la familia, y no iba a soportar que Trujillo se metiese con ella.

Papá desarrolló un plan maquiavélico y muy eficaz, que parecía de película de espionaje. Primero, envió a Italia un mensaje cifrado:

– El general Trujillo está tratando de lograr una reunión de alto nivel con el Fascio.

El Ministerio respondió escéptico:

– No puede ser. Acaba de arrestar a un italiano acusándolo de agente nuestro. Por cierto, es el hermano de usted.

Papá argumentó que eso era una cortina de humo de cara a los Estados Unidos, y que las verdaderas intenciones del Chivo eran ofrecer la bahía de Samaná para la circulación de submarinos alemanes e italianos, que podrían monitorear el comercio entre los Estados Unidos y Europa. A cambio, la República Dominicana pediría a Italia armas y aviones.

Según papá, se trataba de una misión de alta confidencialidad y el mensaje le había llegado por canales confiables. Evidentemente, ninguna comunicación no cifrada, ninguna carta ni llamada telefónica, sería firmada o admitida por los dominicanos. Los italianos quedaron convencidos. El último mensaje desde Roma decía simplemente: