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– Tiene usted carta blanca.

Después de eso, papá se puso en contacto con el Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Dominicana. Le dijo que Italia estaba dispuesta a canjear al espía por armamento. Añadió que Mussolini quería usar la bahía de Samaná para localizar unidades de espionaje. Por supuesto, puntualizó, un servicio de tal magnitud sería bien pagado. La República Dominicana accedió fascinada. Les parecía mejor que lo que ellos mismos habrían negociado. Concertaron todo el plan de liberaciones y papá fijó las fechas de llegada de los cargamentos.

Trujillo pensó que podría jugar a dos bandas con Mussolini y Roosevelt. Como señal de buena fe, soltó al tío Francesco. Más aún, para sorpresa del mundo, permitió la entrada en el país de navíos italianos y proclamó la neutralidad de la República Dominicana ante el conflicto europeo.

Pero papá tenía preparada una última jugada: le pasó al FBI el informe, con lujo de detalles y fecha exacta, del supuesto desembarco de armas italianas. Así mostraba también su lealtad a Estados Unidos. Y finalmente, en una vuelta de tuerca de ajedrecista, informó a la misma Italia que el FBI había detectado el desembarco.

– Probablemente -sugirió en su mensaje al Ministerio- todo esto ha sido una trampa de Trujillo para que Estados Unidos se quede con nuestras armas. No se puede confiar en estos dominicanos.

El día del desembarco, la bahía estaba llena de agentes americanos y dominicanos. Pero no había un solo barco italiano.

Los americanos atribuyeron el fiasco a la proverbial ineficiencia dominicana. Alguien debía haberse ido de la lengua. Los dominicanos se explicaron la ausencia de los italianos por la cantidad de agentes americanos que había en el lugar. Y si algún agente italiano fue enviado a verificar la situación de la bahía, debió haber descubierto que casi un ejército entero esperaba a esos barcos, confirmando la versión de papá en Italia. Lo importante era que, para entonces, tío Francesco estaba libre y a salvo. Y papá volvía a ganar una batalla en su guerra contra el Chivo.

¿Quién ríe último en política?

Esto no es como el boxeo. No se sabe el número de asaltos. Ni siquiera el de oponentes. Cambian según de dónde sople el viento. Y desde finales de los años treinta, vientos huracanados soplaban contra la embarcación de papá, vientos que ni siquiera podía salvar la rosa náutica que él usaba como símbolo. Trujillo al fin tendría su venganza y ganaría la partida, aunque sin mover un dedo. Casi por casualidad.

En diciembre de 1941, después del ataque a Pearl Harbour, Estados Unidos entró en la guerra. Los países satélites de los aliados declararon al unísono la guerra al Eje. Cuba y la República Dominicana, pretenciosamente, les declararon la guerra a Alemania, Italia y Japón. El representante italiano en la República Dominicana fue arrestado y enviado a los Estados Unidos para ser canjeado por otros rehenes. La legación norteamericana preparó varias listas negras de empresas con las que los norteamericanos no podían negociar, de cuentas bancarias que debían ser congeladas y de fascistas que debían ser, en el mejor de los casos, vigilados. Mi padre y sus empresas encabezaban todas las listas.

La presión no se limitó a las instancias políticas. La Ford Motors estaba enterada de la venta de automotores a Italia para invadir Etiopía, y había mantenido un largo silencio al respecto. Sin embargo, si comenzaban las investigaciones, terminaría por hacerse público que una empresa-emblema de los Estados Unidos había estado armando a Mussolini. Había que evitar llegar a ese punto. Una mañana, papá recibió una llamada del presidente del directorio de su empresa, desde Estados Unidos.

– Minetti, nos ha llegado información sobre ciertos negocios suyos.

Él sabía que su conversación estaba siendo grabada. Papá también lo sabía. Los dos hablaban más para el FBI que para ellos mismos.

– No sé de qué negocios habla. Todo esto es una campaña de desprestigio.

– Nosotros estamos con usted, señor Minetti. Sólo queremos encontrar una salida en conjunto respecto al tema de Italia.

– He negado cualquier acusación. No tengo negocios con Italia. Tengo sólo una representación diplomática.

Papá hablaba como si tuviese un juez delante. El otro, como si sospechase de papá y no supiera nada.

– En cualquier caso, Minetti, comprenda usted que recaen en su persona sospechas de antiamericanismo.

– Comprendo, sí. Y comprendo el riesgo que esto entraña para la empresa.

– No sabemos qué hacer.

– Estoy dispuesto a dejar mi puesto para que la empresa pueda estar tranquila mientras transcurren las investigaciones.

– Deje que lo pensemos. Le enviaremos a alguien.

Una llamada perfecta y correcta, como la ejecución de una sinfonía. El negociador de la empresa llegó dos días más tarde a La Habana y ofreció a papá comprarle su representación de la empresa para que no perdiese el capital. Así, además, no sería necesario que nadie supiese de las ventas a Italia. Si hacían el pago por giro a una cuenta americana, la cuenta sería congelada y papá nunca vería el dinero. La Ford ofreció pagar en efectivo y en Argentina, para que papá pudiese conservar el capital y, eventualmente, abandonar el país. Y de paso, para perder el rastro del dinero.

No obstante, los problemas iban mucho más allá de la posición empresarial. Papá había reconstruido su vida y sus negocios en La Habana. Y ahora, una vez más, todo se derrumbaba ante sus ojos. Trató de mover todas sus influencias en el FBI, pero la respuesta era invariable. Era una figura demasiado visible para obviarla. Para los mismos servicios de inteligencia, retirarlo de la lista negra habría sido como firmar una declaración de concubinato con Mussolini. Su última conversación con un oficial del FBI fue más una súplica que un diálogo:

– Puedo romper lazos con Italia -ofreció papá, y era su última oferta, la más desesperada-, a cambio de un permiso para permanecer en Cuba.

– ¿Y cómo quedamos nosotros? -respondió el oficial-. ¿Detenemos y congelamos los bienes de todos los fascistas menos el más importante?

– Mi lealtad a los Estados Unidos está fuera de toda duda.

– Ya, pero ahora somos enemigos, señor Minetti. El mundo es así, no podemos cambiarlo.

– ¿No hay nada que se pueda hacer?

– Quizá si usted volviese a Italia a trabajar para nosotros… Quizá.

– No puedo hacer eso. Lo sabrían y… son mis amigos, mis compañeros. Sería una traición demasiado horrible.

– ¿No ha trabajado ya para ellos a la vez que para nosotros?

– No.

Pero lo dijo sin convicción. Aceptarlo habría minado su credibilidad. Si aún la tenía. Los servicios secretos son redes de mentiras. Los agentes intercambian falsos testimonios, versiones inventadas, fantasmas, y quedan presos de su propia información. Si sueltan un fantasma fuera de lugar, abren una caja de Pandora cuyas consecuencias son imposibles de prever.

Como último esfuerzo, papá acudió al mismo Fulgencio Batista, que en ese momento estaba en el poder, para buscar una solución.

Batista, a diferencia de Trujillo, alguna vez había tenido ciertas pretensiones intelectuales. Tras una infancia humilde y pueblerina había sido peón en los trenes, pero siempre entendió la necesidad de cultivarse y leía mucho. Durante sus primeros años en el Ejército, enseñaba taquigrafía y frecuentaba el Partido Comunista. No asistía a fiestas ni grandes juergas. Su único lujo era un carrito comprado con los ahorros que su esposa ganaba como lavandera. Hasta que encabezó un motín contra los oficiales del Ejército. En sólo once años a partir de ese momento, trepó de sargento a presidente de la República.